Nos encontramos a Omar media hora después de su llegada a nado a la ciudad autónoma. Ha logrado esquivar el control policial haciéndose pasar por un bañista más de la playa del Tarajal. Zaid, un taxista ceutí, decidió ayudarlo ante el riesgo de ser devuelto a Marruecos
Los menores migrantes que esperan en Ceuta unos traslados que apenas llegan: “Antes vivíamos bien pero ahora somos demasiados”
Llega caminando a duras penas a una parada de autobús próxima a la frontera del Tarajal. Cuando anda, su pierna se queda ligeramente hacia atrás, no puede estirarla, y la arrastra. Sentado bajo la marquesina, estira la mano y una señora le entrega unas monedas. Al otro lado de la ventanilla de un taxi aparcado justo enfrente de la escena, mis ojos no llegan a ver lo que Zaid*, el taxista, rápido identifica: “Este chico acaba de entrar nadando. Este chico no es de aquí”.
De un simple vistazo, el joven está aparentemente seco, no tiene el aspecto de los chavales que normalmente salen despavoridos del agua tras llegar a Ceuta a nado desde Marruecos. A su alrededor no parece llamar la atención. Pero la de Zaid, sí. El conductor señala la zona baja del caftán, la prenda tradicional marroquí. Está algo mojada, el bañador que lleva bajo la bata empieza a traspasar. Su rostro está descompuesto, sus ojos transmiten cierto miedo. Vuelve a levantarse y camina a zancadas obstaculizadas por su pierna dolorida.
Zaid, sin confirmar aún su situación, quiere ayudarle pero se frena a sí mismo. Tiene que seguir trabajando. Si le dejase entrar, dice para sí, podría mojar los asientos del coche, su herramienta de trabajo. Otro cliente ya espera a que arranque dentro del taxi pero, cuando ve al joven caminar con dificultad y sin rumbo, el taxista se decide y pide al nuevo pasajero que se baje y se suba en el vehículo de otro compañero. Zaid baja la ventanilla del coche y llama al joven. Intercambia unas palabras en árabe. Le anima a subir. Yo, que acababa de llegar a la frontera para hacer guardia en las últimas horas que me quedaban en Ceuta, cambié de plan: me subí de nuevo a ese taxi.
El joven duda, pero tras escuchar al conductor, confía y accede. Sube al asiento trasero con la respiración acelerada y los ojos muy abiertos. Parece fatigado. “He salido del agua hace media hora. Vengo nadando desde Marruecos”, confirma el joven marroquí, de 24 años. Es uno de los cientos de personas que han entrado a Ceuta a nado en el mes de agosto, cuando se ha dado un aumento de las llegadas a la ciudad por esta vía.
Omar se lanzó al mar a las seis de la mañana y salió del agua en torno a las 13 horas. No es la primera vez que lo intenta. Hace unas semanas recorrió una travesía similar, pero una patrullera de la Guardia Civil lo interceptó mientras nadaba y, tras dejarlo en la frontera, los agentes lo devolvieron a Marruecos. “Tengo miedo de que vuelva a pasar. No me lleves a la policía, por favor”, dice inquieto. Zaid le tranquiliza: “Te voy a ayudar”.
Zaid arranca el taxi y empieza a dar vueltas por la ciudad, sin saber muy bien a donde llevarlo para que pueda estar tranquilo, sin riesgo a ser detenido. Desde mediados de agosto, Ceuta vive un repunte de las llegadas a nado de migrantes marroquíes, muchos de ellos de menores. El dispositivo policial de la frontera está pendiente de la aproximación de nadadores de la mañana a la noche, con un refuerzo extraordinario desde el pasado sábado. La orden es devolver a todos los adultos marroquíes que hayan entrado a la ciudad por esta vía. Una vez recogidos en el mar o en la playa, son acompañados por las fuerzas de seguridad hasta la frontera, donde tras ser cambiados de ropa, son entregados a Marruecos de forma inmediata. Omar* llegó el lunes, en pleno pico de entradas, con todos los ojos en la frontera y esquivó la vigilancia de los guardias fronterizos.
Hacerlo no es sencillo. Mientras el taxi sigue recorriendo la ciudad sin rumbo, Omar nos cuenta cómo ha logrado entrar en Ceuta y estar ahora en este coche, en vez de en la frontera a la espera de su devolución. “Nadé hacia alta mar, lejos, muy para arriba porque ahí no hay radares y es más difícil que nos detecten. Desde ahí nadé en dirección a Ceuta. Y, cuando parecía que había menos control, fui bajando hacia la costa”, relata el joven, mirando de vez en cuando por la ventanilla por miedo a ser localizado. En algún momento también interrumpe el relato para volver a asegurarse de que ninguno de los dos somos policías. Decide volver a confiar y nos cuenta que, como estrategia para evitar que cualquier movimiento despertase la atención de los sistemas de vigilancia fronteriza, cuando se acercaba a la zona española, se dio la vuelta, haciéndose “el muerto” y se quedó así, descansando y esperando, para que no se viese el chapoteo de sus brazadas. La propia marea, el viento, le fue acercando hacia la orilla.
En su trayecto, a lo lejos, vio una patrullera de la Guardia Civil que rastreaba la zona. “Para que no me viese y poder alejarme, seguí tumbado de espaldas y, por debajo del agua, con una mano le daba para ir acercándome a donde ya había más gente nadando. Así lo fui haciendo, poquito a poco”, describe el joven marroquí los momentos ocurridos apenas unas horas antes. El ministerio del Interior apenas aporta datos concretos sobre este tipo de cruces, que son contabilizados en su balance oficial como “entradas terrestres”. Según sus datos, a Ceuta han llegado por vía terrestre en lo que va de año 1.605 personas, un 173% más que en el mismo periodo del año anterior.
Al llegar a la orilla, trató de hacerse pasar por cualquier otro bañista que disfrutaba de una jornada en la playa. Había más ceutíes en el agua, y se mezcló entre ellos. Serían las 13 horas. Hay dos personas en Ceuta que aquel día no encontraron su túnica y sus chanclas. Las cogió Omar. Las había visto desde el mar y ahora las lleva puestas. “Fui directo hacia ellas y las cogí como si fuesen mías. Me las puse corriendo para disimular, para que la policía no se diese cuenta de lo que acababa de hacer”, cuenta el recién llegado. “No he corrido. He salido normal, despacio, disimulando como si fuese uno más”.
Mientras el coche continúa su camino, una voz emitida por la radio del taxista, que da cuenta de un posible servicio, interrumpe el relato del joven marroquí. Al escucharlo, Omar vuelve asustarse. Todo le da miedo: “¿Te han preguntado por ahí que dónde va conmigo? ¿Me vas a llevar a comisaría?”, pregunta de nuevo.
“Tranquilo”, responde Zaid, “no voy a quitarte de en medio. Estoy pensando a dónde ir para conseguir ropa, porque no puedes ir así mojado por la calle”. Le aconseja no acercarse a una comisaría e intentar pasar desapercibido durante sus primeros días en la ciudad. “Hay que buscar otra ropa, tienes que vestir como los de aquí, como si ya llevases mucho tiempo así”, le recomienda el conductor. “Estaría bien que pudieses afeitarte para no despertar sospechas, como si te disfrazases de ceutí”.
La devolución anterior
Omar recuerda la primera devolución y todo lo que vino después. Una vez la Guardia Civil entregó al joven a la policía marroquí, pasó por la comisaría del otro lado de la frontera y lo montaron en un autobús con más jóvenes que, como él, lo habían intentado y habían fracasado. Lo mandaron a Casablanca cuando él llevaba años viviendo en el norte de Marruecos. Su pueblo de origen tampoco estaba cerca, sino que se encontraba a 270 kilómetros. “Nos soltaron en la estación de autobuses”, narra. Las fuerzas de seguridad marroquíes están trasladando al sur del país a todas las personas que intentan entrar a Ceuta de forma irregular, aunque sean marroquíes. Antes, era común esta forma de proceder con los migrantes de otras nacionalidades. Ahora, la policía alauí se lo aplica también a su propia población, abandonándolos lejos de sus hogares a modo de “castigo”.
Él, aunque no tenía otra casa, no quería volver a su pueblo, donde viven su madre y sus hermanos. Quería volverlo a intentar. “Empecé a pedir limosna y, poco a poco, con ese dinero empecé a volver a subir hacia el norte”, rememora el chico, que empezó el camino de nuevo. Llegó a Tánger haciendo autostop y, una vez allí, quería alcanzar a pie Castillejos, la ciudad más próxima a la frontera con Ceuta. “Iba siempre por la montaña, para que no me viesen. Me quedaba con hambre, apenas comía, pero no quería ir por la carretera y arriesgarme a que me viese la policía marroquí y sospechase de mí”, continúa Omar. No tenía móvil ni reloj y le cuesta calcular cuánto tardó en llegar a su destino. Cree que dos o tres días.
Sus razones
Recuerda que no es la primera vez que camina días completos y duerme en la calle para buscarse la vida. Así vive desde hace tres años, cuenta, cuando decidió abandonar su pueblo e intentar encontrar otro trabajo en el norte del país. Su madre es muy mayor, su padre falleció y tiene tres hermanos pequeños. “Trabajaba en una panadería y cobraba cinco euros por todo el día. Éramos muy pobres. Yo me sentía muy mal por no ayudarla más”, cuenta el chico.
Zaid hace una llamada a un amigo. Le pregunta si tiene algo de ropa que pudiese servir a su pasajero. La suya propia, dice, le quedaría grande: “Justo le acabo de dar unas camisetas y varios pantalones a otros chicos que acababan de llegar”, le responde. Una parte de la ciudad de Ceuta está volcada en ayudar a los recién llegados. Los ven de igual a igual, y la empatía es notable. El taxista aparca el vehículo en su barrio. “Aquí va a pasar algún vecino que pueda darnos ropa que te sirva. Seguro”, nos cuenta el conductor en árabe y en español para que ambos lo comprendamos. Con el coche estacionado, aguarda el paso de algún conocido para contarle la situación.
En el taxi, Omar continúa su relato. Recuerda el momento en que decidió dejar su casa familiar y empezar a caminar para buscarse la vida por su cuenta. Ese día empezó un viaje que ha cambiado de etapa hace apenas unas horas. “Era el día de la fiesta del Cordero de hace tres años. Mi madre estaba muy triste, porque no pudimos comprar un cordero, no teníamos dinero. No lo pude soportar más, y me fui. Quería ayudar a mi madre de verdad”, describe el joven, que empieza a emocionarse hasta romper a llorar. Se ha acordado de su madre, de sus hermanos, dice. Los echa de menos. Llora por ellos, pero a su vez llora de agotamiento y descarga el miedo, los nervios acumulados después del pico de adrenalina contenida de la peligrosa travesía. Ha estado más de seis horas en el agua, nadando, con la ansiedad de una posible nueva devolución. Se da cuenta de todo lo que ya ha pasado, y todo empieza a salir en forma de lágrimas y respiración entrecortada.
El apoyo de Ceuta
Zaid corre a consolarle. Le dice que no se preocupe, que llore, que se desahogue. “Si no te vas a poner malo”, le dice el taxista, mirando hacia atrás desde el asiento delantero. Intenta animarle: “Piensa en que la mayoría son devueltos. Pero en tu caso, mira, todo se ha unido para que nos encontrases justo en ese momento. Por esa lucha de ayudar a tu familia, Dios te ha dado hasta la ropa, la encontraste en el suelo y te la has puesto. Dios ha hecho que te encuentres conmigo, que hasta he echado al cliente para que te subieses. Piensa en todo eso, que ahora estás aquí. Que lo has conseguido”, le consuela el ceutí.
El recién llegado le da las gracias y trata de tranquilizarse después del sofocón. Poco después, pasa una furgoneta de un conocido y Zaid sale del coche para frenarla. En menos de un minuto, el vecino está rebuscando en el maletero y el taxista regresa al coche con una mochila cargada de varias camisetas, unas bermudas y un abrigo, por si hiciese frío en sus próximas noches a la intemperie. Mientras el joven marroquí observa la ropa con una sonrisa en la boca, el taxista se ausenta unos minutos y vuelve satisfecho. “Ven. Sal del coche. Ya está solucionado. Vamos a casa de mi vecina, ella te dará unos calzoncillos, que es lo que falta. Puedes ducharte y cambiarte en su casa. Te vendrá bien”.
Sara* abre la puerta de su casa y nos deja pasar. Recibe a Omar con una toalla y le indica dónde está el baño. “¿Acaba de llegar? Pobrecito. Ayer pasamos el día en Marruecos y, a la vuelta a Ceuta, vimos a muchos saltando al agua. En la frontera había muchos, muy jóvenes, sentados esperando a ser devueltos. Había algunas madres llorando en los alrededores de la frontera, pendientes por si les devolvían, porque les llevan muy lejos, hacia el sur, para alejarles de la frontera. Estaban preocupadas”, cuenta la mujer mientras saca la colada de la lavadora.
Unos minutos después, Omar sale del baño. Ahora viste un polo y unos pantalones cortos. Parece más relajado: “Lo necesitaba, después de tanto tiempo en el agua salada”. Volvemos al coche, Zaid sabe de un sitio de bocadillos baratos donde el chico puede comer algo. El joven ve una mezquita y le pide que le deje ahí. Quiere empezar a buscarse la vida por su cuenta.
Omar (nombre ficticio) ya cambiado por las calles de Ceuta
Ya en los alrededores de una de las mezquitas de Ceuta, nos despedimos de Omar. “Ya sabes donde vivo. Si necesitas cualquier cosa, puedes pasar por allí. Allí estamos. Si no soy yo, seguro que encuentras a otro vecino que pueda ayudarte”, le dice el taxista. El joven agradece la ayuda una y otra vez antes de emprender su camino hacia la mezquita. Se da la vuelta y vuelve a caminar con dificultades.
Quedan apenas 20 minutos para la salida de mi vuelo. Zaid me tranquiliza, dice que con estar cinco minutos antes es suficiente. Es un helipuerto pequeño y no hace falta acudir con más antelación. El taxista me acerca y prometemos mantenernos en contacto.
Minutos después, el helicóptero que me llevará de vuelta a la península empieza a elevarse. Veo la ciudad desde lo alto. Llego a identificar una parte de la valla que atraviesa Ceuta para separarla de Marruecos. Pienso en lo que le ha costado a Zaid, y a tantos otros, pasar de un lado a otro, y lo que le queda por vivir hasta alcanzar la península y conseguir un trabajo con el que pueda, de verdad, ayudar a su familia. Yo, en poco más de media hora, aterrizo en Málaga.
*Todos los nombres de los protagonistas de este reportaje son ficticios. Han pedido el anonimato por miedo, en caso de Omar, a la devolución. En caso de los vecinos ceutíes, porque no quieren alardear de la ayuda aportada y, también, por temor a posibles represalias por su labor