García Castellón, el juez que siempre estaba ahí cuando lo necesitaban

Se jubila Manuel García Castellón, el magistrado al que los gobiernos de Aznar y Rajoy regalaron diecisiete años de exilio dorado en París y Roma y que volvió a la Audiencia Nacional a ocuparse de que los rivales del PP lamentaran pasar por su juzgado

El BOE publica la jubilación forzosa por edad del juez García Castellón

Desde meter en prisión preventiva a Mario Conde –presidente de uno de los grandes bancos, inversor y amiguete de Pedro J. Ramírez y prestamista del rey Juan Carlos, nada menos– a acabar su carrera judicial cometiendo un error de principiante y viéndose obligado a dar carpetazo al caso Tsunami con el que pretendía impedir la aplicación de la ley de amnistía. La carrera de Manuel García Castellón ha sido amplia y polémica, que es a lo que se puede aspirar en la Audiencia Nacional, pero han sido los últimos años los que han marcado su trayectoria. Pocos jueces, si acaso un puñado, han intervenido en asuntos políticos con tanta intensidad como él.

Hizo lo que pudo y el Partido Popular nunca lo olvidará.

Este lunes, el BOE publicó su jubilación forzosa unos pocos meses antes de cumplir 72 años. No le era posible obtener otra prórroga. Es indudable que se ocupó de casos de gran trascendencia política y que sus decisiones complacieron al PP o le dejaron muy aliviado. Sin García Castellón, todo habría sido peor para el partido. Tampoco se puede negar que el magistrado salió beneficiado.

Después de su primera etapa en la Audiencia Nacional, que duró cinco años, obtuvo uno de los premios gordos de la carrera. El Gobierno de José María Aznar le envió a París como juez de enlace con las autoridades francesas. Un chollo, como ser obispo de Mondoñedo. Poco trabajo y gran sueldo. Actualmente, ese puesto cuenta con un salario anual de 130.000 euros. Para entendernos, es un poco más que los 127.000 euros que cobran los presidentes de sala del Tribunal Supremo y los 124.000 euros de los magistrados de ese tribunal, lo que podríamos llamar la élite judicial.

El Gobierno de Mariano Rajoy cumplió con lo que le tocaba. Sin que se conociera su dominio de idiomas, pasó de París a Roma. En total, 17 años fuera de España. Todo lo bueno se acaba. Tuvo que regresar a su antiguo puesto, donde instrucciones judiciales que afectaban directamente al PP podían tener un gran impacto político y –esto es lo más importante– el juez sustituto estaba poniendo nervioso al partido. García Castellón se vio obligado a poner fin a sus ‘vacaciones en Roma’.

Los casos de Púnica y Lezo perseguían a los nombres más altos de la cúpula del partido en Madrid. Llegaron a estar imputados cuatro expresidentes madrileños: Esperanza Aguirre, Alberto Ruiz-Gallardón, Cristina Cifuentes e Ignacio González. Sólo el último fue procesado. Su juicio aún no se ha celebrado en uno de esos puntos característicos de la justicia española: los casos se eternizan en el juzgado cuando ya hay poco más que investigar. Para cuando se celebra el juicio, los efectos políticos inmediatos están más que diluidos.

Algunas frases de los fiscales anticorrupción dejaron patente el ‘modus operandi’ del juez. Nunca es tarde para cambiar de opinión. Sus resoluciones eran “contradictorias con todos los precedentes que sobre estos pagos de corrupción ya había valorado previamente como existentes y sólidos”, dijeron en una ocasión. De esta manera, un caso de corrupción va perdiendo capas y se queda desnudo.

La lista de agradecimientos por sus decisiones es larga y en ella figura de forma especial María Dolores Cospedal. Los audios de sus numerosas reuniones con el comisario Villarejo revelaban que ambos mantenían relaciones comerciales –el marido de Cospedal pidió al policía que fuera “baratito”, porque “estamos tiesos”–, lo que colocaba a la secretaria general del PP en una posición delicada. Sólo en teoría, porque García Castellón no lo vio como algo sospechoso. A fin de cuentas, Cospedal negó cualquier pago. “No se le llegó a pagar ningún dinero” a Villarejo, dijo. ¿Cómo no iba a creerla el juez?

En relación a la posibilidad de que Rajoy y Cospedal se vieran implicados en el caso Kitchen, los fiscales anticorrupción se quejaron de que García Castellón había establecido una barrera infranqueable: “Hay una rotunda negativa a seguir investigando en esa dirección, como si se hubiera establecido un cordón o inaceptable línea roja que no se pudiera traspasar en la investigación”. Más que cordón o línea, fue un auténtico muro.


García Castellón, izquierda, en una conferencia que dio en Zaragoza en junio.

Con Podemos, no hubo tantos miramientos, más bien lo contrario. Una denuncia de una asesora de Pablo Iglesias a la que le habían robado el móvil fue convenientemente digerida por el juez y convertida en una investigación al propio líder de Podemos hasta que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional le ordenó parar. Lo que no hizo.

Su principal objetivo era implicar al partido en pagos secretos procedentes de Venezuela. La mecánica se repitió con frecuencia. La instrucción era secreta, pero eso no impedía que acabara filtrándose a varios medios de comunicación en los que aparecía en forma de titulares alarmantes o valiosos minutos de televisión.

En el plano judicial, todo quedó en nada. Dos años de instrucción sin imputados ni juicios, donde era posible que el juez ordenara a la policía que investigara cuentas bancarias de personas que ni siquiera estaban siendo investigadas. Si a alguien le parece que fue una investigación prospectiva, lo que sería ilegal, no hay que persignarse ante tal osadía, porque eso fue precisamente lo que terminó diciendo la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional.

Cuando Aznar dijo aquello de que “el que pueda hacer, que haga”, en realidad García Castellón ya llevaba mucho tiempo haciendo cosas. Su final de fiesta estuvo a la altura de lo que se esperaba de él. La investigación de Tsunami y las protestas contra la sentencia del juicio del procés pasó a ser uno de los mayores obstáculos de la aplicación de la ley de amnistía. Después de varios años de instrucción, García Castellón descubrió de improviso que estaba ante un caso de terrorismo, con lo que Carles Puigdemont se quedaría sin amnistía.

Ahí fue donde el juzgado de García Castellón se estrelló contra un muro mientras conducía a la máxima velocidad. La Audiencia Nacional anuló toda su instrucción desde julio de 2021 porque el juez había prorrogado la investigación del caso fuera del plazo permitido. El magistrado tuvo que tirar la toalla, no sin antes dejar clavada la bandera sobre la trinchera que debía abandonar. Afirmó en el auto de archivo del caso que las diligencias anuladas “apuntaban de manera inequívoca a la comisión de hechos susceptibles de ser calificados como un delito de terrorismo”.

Era como un brindis al sol o escupir al viento, pero al menos serviría para nutrir los editoriales de aquellos agradecidos por el apoyo de García Castellón a su causa ideológica.

Su labor ha sido impagable en el sentido más literal del término. No hay dinero para pagar tantos servicios al Partido Popular y además sería totalmente ilegal. Los adversarios del PP siempre llevaron una diana pintada en el pecho según entraban en el juzgado número seis de la Audiencia Nacional.

Quizá todo fue una casualidad, quizá era un juez muy malo o quizá haya que buscar la explicación en las palabras del propio magistrado para entender su gestión tras su regreso a España. “¿Por qué dicen ‘lawfare’ cuando están acusando a los jueces de prevaricación?”.

Publicaciones relacionadas