Hay dos momentos en la vida en los que hay que tener fe: en el asiento del copiloto de un hombre desaforado de toda moralidad y a los pies de un felino callejero con más hambre que vergüenza

No quedaba ni rastro del tal Antonio en nuestra memoria. Un gato atigrado de mirada trémula y ojos colmatados del verdín temprano del otoño, como una conjuntivitis de musgo merodea bajo el bosque metálico de patas de sillas. Junto a él aparece otro, otra y otro más: uno blanco y enorme, cojo y tuerto; una gata sinvergüenza aforada en la impunidad que te otorga ser una gata monísima y otro gatito blanco que ha aprendido que lo de esperar sentado a que algo ocurra no es solo un decir. Hay familias con más conciencia de serlo queriéndose menos. El sol pica lo que la sombra refrigera; el viento está en calma. El camarero de la terraza llega tratando de flambear una cazuela de barro con gambas al ajillo y unos niños gitanos que bajan por la Cuesta Navarra le recriminan su pulsión gastro-incendiaria diciendo qué payo, la gente está fatal, ¿qué haces, primo? mientras el camarero les responde con una mirada altiva de autosuficiencia. Una pena que no vieran el resultado: la nada más absoluta; quizá pensaba que el picante ardía, o algo por el estilo.

La familia de gatos desmedrados que pulula alrededor de nuestra mesa tiene la convicción –acertada– de que, si esperan lo suficiente, vamos a darle la razón y un poco de comida. Les da igual incluso que una avispa husmee los contornos frititos de un trozo de croqueta de jamón y media gamba confinada en una película de aceite picantoso, excepto al gatito blanco de paciencia infinita. Hace un rato que nos preguntamos si en el pueblo les molestará que demos a los gatos de comer, si no cogerán la mala costumbre de molestar a los clientes de la plaza o si pasa algo si les bajamos un cuenco con pienso. Nos lo preguntamos porque, en el fondo, somos gente de ciudad acostumbrada a actuar bajo una fría y calculada política de control de plagas; por eso y porque un hombre en el extremo opuesto del bar lleva un rato mirándonos.

Un gato no te conoce, pero conoce a otro igual que tú. Zelda, que es como hemos llamado a la gata monísima y sinvergonzona, salta como un resorte entre los tablones del vallado que separa la terraza de la calzada y arrebata al suelo de un zarpazo un cachito de gamba picante. A los otros tres no les pusimos nombre porque nombre es lo que hace falta para ser alguien, y ellos no parecían demasiado interesados en ser alguien, en ser nadie o nada por el estilo. A ellos les interesaba el chorreo de migas de pan y marisco y hacer la digestión a la sombra del álamo de la plaza. Y no les juzgo; yo renunciaría a toda facultad humana para limitar mi existencia al pan y al sol, como si fuera un celta. Descubrimos que el hombre que nos miraba ahora está dándoles de comer, dejándonos sin argumentos y sin gatitos y con mal sabor de boca porque una puñalada duele menos que una traición.

El despecho gatuno nos hizo recordar al tal Antonio, un cordobés cretino –como El Cordobés– de Blablacar que la noche anterior nos dejó a nuestra suerte a las puertas de una cooperativa agrícola al norte de Cúllar. Desde que salimos, la cosa pintaba regular, ya que el GPS ignoraba por completo nuestro destino e iba directo a Puente Genil. Que había quedado con la novia a las 12 y era mucho pateo. Nos contaba que era profesor de CAFD y pusimos todas nuestras esperanzas en que empatizase con nosotros y nos dejase en casa. Que seguro que en Cúllar había un hotel o un taxi, que no nos preocupásemos, así que necesitamos trescientos kilómetros para hacer ciento veinte.

Hay dos momentos en la vida en los que hay que tener fe: en el asiento del copiloto de un hombre desaforado de toda moralidad y a los pies de un felino callejero con más hambre que vergüenza. En el primero siempre esperas lo peor, y en el segundo siempre acabas encomendándote a deidades pretéritas y dioses antiguos para ganarte una carantoña.

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