Habitar los bordes

¿Es dinero lo que necesitamos para seguir soñando? ¿Se ha perdido ese mundo donde la vida al margen era posible?

Ya he dicho alguna vez (mil veces: escribir una columna es ante todo resignarse a repetirse) que viajar nunca fue lo mío, algo en lo que nunca gastaría mucha plata a propósito. He dicho también que viajo mucho por trabajo y que eso, sea porque no tengo que tomar la decisión de gastar plata o porque me da una sensación de razón de estar en un lugar u otro, me ha reconciliado bastante con el asunto. Lo paradójico es que, sobre todo cuando la estoy pasando bien, me acuerdo qué es lo que más me inquieta de viajar: no es solo que no estoy en mi casa o que no estoy entre mis cosas, que trabajo menos o que me pierdo de planes con mis amigos. Lo que más nerviosa me pone es la sensación de la imposibilidad de conocer un lugar, la dificultad de encontrar un registro para escribir sobre ciudades de las que sé que no sé nada. Me da pudor decir algo sobre ciudades en las que no he ido al colegio, ni al centro en hora pico, ni a hacer una cola en un banco; y a la vez no puedo evitar intentar aprender algo sobre la vida de las distintas organizaciones de las cosas que una se cruza alrededor del mundo. La solución es claramente técnica: hay que encontrar ese registro, hacerse cargo de que la literatura se hace siempre sobre la ignorancia y es tarea de quien escribe darle a ese no saber un marco u otro, sea el de la ficción, el de la humildad o el de la inocencia, o el de la autoconciencia de habitar los bordes de todo eso.

Hace un par de semanas estuve en Colombia, y ahora estoy en Europa. Todo esto en un momento en que no entiendo del todo dónde está parada la Argentina. En Madrid y en Londres tuve la misma sensación que tengo casi siempre que vengo en los últimos años: la relación que tienen con el futuro está firmemente apoyada en una confianza en el pasado. El peso de estar en el país de Cervantes o de Shakespeare, en lugares donde se hace literatura con mayúsculas desde hace siglos (lugares que inventaron el concepto de las cosas con mayúsculas y que todavía deciden lo que queda fuera y dentro de esa frontera), cae sobre la juventud y la novedad, pero al mismo tiempo provee la conciencia de una tradición. La seguridad de un privilegio, supongo, pero no solo eso. O quizás sí, pero: ese privilegio incluye un lenguaje común, una serie de supuestos comunes, que incluso en sociedades que (y esto lo comparten con la sociedad argentina) sienten que su punto cumbre quedó en el pasado provee una suerte de insumo para el futuro. 

Publicaciones relacionadas