La izquierda política no tiene una propuesta política de qué turismo queremos para la mayoría social. Y en la izquierda social este debate no ha penetrado, con lo cual las protestas contra la turistificación corren el riesgo de perder aceptación y protagonismo entre las clases trabajadoras
A la izquierda el turismo le ha pillado con el pie cambiado. Enfrentamos una doble crisis de enormes consecuencias y la izquierda carece de una propuesta clara de cómo abordarla. La creciente turistificación de ciudades y territorios, acelerada tras la crisis financiera global de 2008 como vía para garantizar la reproducción del capital, y reactivada después de la pandemia de la COVID-19, ha dado lugar a un creciente malestar social.
En el turismo se focalizan múltiples problemas socioeconómicos: alza del coste de la vida, y en particular del precio de la vivienda; masificación de espacios públicos; aglomeraciones en el transporte público o pérdida de tejido comercial de proximidad. Y todo esto a cambio de empleo, pero extremadamente precario, con trabajadoras que tienen que medicarse a diario para poder soportar las cargas laborales. En consecuencia, se ha extendido la percepción de desplazamiento, de expulsión, de los lugares origen o de donde se decidió construir una vida. En el turismo se concentra la preocupación por la pérdida del derecho a la ciudad.
Este malestar social ha derivado en un nuevo ciclo de protestas que inició el pasado mes de abril en Canarias y se ha extendido ya por más de una decena de ciudades españolas. Las movilizaciones han sido protagonizadas por un amplio abanico de organizaciones sociales –ecologistas, sindicatos de vivienda, vecinales, colectivos por el decrecimiento turístico…–, con pesos diversos según los casos. En ellas no ha estado la izquierda política con mayor poder institucional, comprometida con un modelo desarrollista. O bien, desde otros espacios políticos, aunque ha simpatizado con las manifestaciones, ha participado acomplejada, porque es fácil señalar los límites de lo que hizo cuando tenía presencia institucional o, según los casos, poner en evidencia la timidez con la que enfrentó el problema.
Pero, al mismo tiempo, la otra cara de la crisis turística es que un tercio de la población española no puede hacer vacaciones –como mínimo una semana fuera de su casa– y que en comunidades como Andalucía puede alcanzar hasta la mitad. Las cifras son parecidas a las de la media europea. Esto quiere decir que un número creciente de personas tienen dificultades económicas para poder hacer vacaciones. Y la izquierda tampoco está ahí. No tenemos demandas y propuestas claras para desarrollar programas públicos de turismo social o de generación de infraestructuras sociales, como parques o transporte público, al servicio del ocio y el turismo de los sectores populares. Disponemos de distintas iniciativas públicas sin coordinación, aisladas en distintas dependencias administrativas, sin coherencia.
El problema es que las políticas turísticas no han sido pensadas para satisfacer las necesidades de la mayoría de la población. Cuanto mucho se ha impulsado medidas de retorno social de la presencia turística en una determinada área, pero no somos sujetos beneficiarios de las políticas turísticas, que han sido concebidas para beneficiar a grandes capitales. Programas como el Imserso, cuyos recursos salen del Ministerio de Sanidad, solamente generan debate por su dotación presupuestaria o por quién gana el concurso, pero nada sobre la calidad de la atención de nuestros mayores, porque eso no es lo que importa. El programa fue concebido para beneficiar al sector privado ampliando el período que los hoteles podían estar abiertos. Desde hace veinte años tenemos abandonado el gran complejo de turismo social que fue Perlora, en Asturias, y pareciera que solo se esperase un inversionista para que lo compre y destine los terrenos a la construcción de complejos residenciales de lujo.
La izquierda política no tiene una propuesta política de qué turismo queremos para la mayoría social. Y en la izquierda social este debate no ha penetrado, con lo cual las protestas sociales contra la turistificación corren el riesgo de perder aceptación y protagonismo entre las clases trabajadoras, porque la complicidad con los sindicatos es muy limitada y porque no hay una interpelación de qué turismo queremos ganar para el grueso de la población. Si a esto le añadimos cierta dosis de pretendido virtuosismo moral cuando se debate sobre turismo, corremos el riesgo de no tener capacidad de conectar con amplios sectores de las clases populares. El deseo de vacaciones y todo lo potencialmente positivo que pueden comportar parece no entrar en el debate político.
Intervenir en la doble crisis
Es urgente construir un programa de intervención política desde la izquierda en relación con el turismo, capaz de enfrentar esta doble crisis. Y habrá que hacerlo tanto desde las instituciones, o aspirando a intervenir desde ellas, pero también desde la calle. En primer lugar, hay que hacer frente a la turistificación. Las protestas y movilizaciones deben continuar y ampliarse, fortaleciendo alianzas para ampliar su base social. En ellas hay que exigir un plan de choque inmediato para no seguir creciendo turísticamente: cerrar proyectos de ampliación de infraestructuras, como aeropuertos o puertos; poner fin a la promoción internacional; suspender nuevos macroeventos; cerrar o reconvertir organismos público-privados dedicados a la promoción turística. Y, a partir de aquí, habrá que plantear un programa de intervención que ponga límites a las dinámicas del capital turístico, desde diversos ámbitos de intervención: urbanístico, fiscal, medioambiental y laboral, entre otros. Todas estas vías de regulación deben servir para evitar seguir profundizando en un modelo de especialización turístico que comporta cada vez más empobrecimiento y vulnerabilidad. Y, a su vez, hay que poner en marcha un programa de diversificación económica con capacidad de generación de empleo masivo. Sin duda, aplicar un programa de este carácter no puede sostenerse sin presión social, con organizaciones sociales movilizadas desde dentro de las empresas, con sindicatos con vocación sociopolítica, y desde fuera, con luchas ecologistas, por el derecho a la vivienda, vecinales. Sin presión social, la izquierda política no tiene contrapesos que le permitan avanzar, y aunque esto conlleve contradicciones y tensiones, es el camino necesario.
En estos momentos, hacer frente a las dinámicas de la turistificación supone también confrontar un cambio de estrategia en curso por parte de los grandes capitales turísticos y desde las administraciones públicas: la tendencia hacia la elitización turística. Ante los riesgos derivados de un escenario de emergencias crónicas –cambio climático, crisis energética, interrupciones en la cadena de suministros, escasez de minerales extraños, tensiones geopolíticas– que agudizan la incertidumbre del desarrollo turístico, los capitales buscan refugio en el mercado de alto poder adquisitivo. También es una forma de sortear la creciente tensión social identificada con la masificación. Esta estrategia, sin embargo, ahonda en el problema en el que nos encontramos, porque requiere de un incremento del gasto de recursos públicos para hacer frente a la competencia entre ciudades por un segmento más reducido que el de las clases medias y trabajadoras. Además, que gasten mucho no significa que los beneficios se redistribuyan equitativamente, ni que su consumo no sea ambientalmente mucho más dañino, a causa de la hipermovilidad y contaminación derivada del uso de megayates, jets privados, vuelos en primera clase o del consumo desproporcionado de agua. Pero, además, nos aleja de la capacidad de asumir el gasto de una transición socioecológica justa que reduzca el peso del turismo y trate de diversificar nuestra economía.
La otra dimensión de la crisis turística tiene que ver con la capacidad de poner en marcha políticas e infraestructuras para facilitar que la mayoría pueda hacer vacaciones. Desde la izquierda defendemos el tiempo libre, como tiempo liberado del trabajo, pero no solo como vía de recuperación de un empleo agotador y alienante, sino como momento para desarrollar capacidades y para vivir, tiempo para el deseo. Y esto podemos organizarlo sin salir de nuestra casa, en nuestro entorno cercano o desplazándonos, que es cuando hablamos de turismo. La cuestión es que estas formas de disponer de nuestro tiempo libre pueden ser realizadas bajo las lógicas de la reproducción del capital o bajo dinámicas de emancipación. Por eso necesitamos movilizar recursos públicos que lo posibiliten: programas de turismo social adecuados a distintas edades y necesidades; infraestructuras públicas como parques o transporte público; capacidades de gestión de las áreas naturales; formación profesional adecuada a un público local mucho más exigente; fortalecimiento de estructuras asociativas, sindicales o de la Economía Social y Solidaria para ampliar la oferta de ocio y turismo; infraestructuras sociales al servicio de la reorganización de los cuidados. Pero también necesitamos fortalecer propuestas desde la Economía Social y Solidaria, desde el sindicalismo y la autoorganización popular. Habrá que recuperar igualmente el espíritu dominguero, con un ocio y un turismo fuera del mercado y de la tutela del Estado. El gran límite de esta promoción de un turismo para mayorías sociales es que deberemos organizarlo en la proximidad geográfica, teniendo en cuenta los límites biofísicos del planeta. Y si los vuelos internacionales no son pueden ser universales habrá que limitarlos y tener criterios democráticos de selección, para que no sean únicamente los recursos económicos los que lo permitan.
La izquierda necesita abrir el debate sobre el turismo y elaborar una propuesta propia, que trate de poner límites a los capitales y que, a su vez, construya la perspectiva de un mundo mejor que queremos ganar en el que el tiempo liberado del trabajo sea un elemento de deseo de una sociedad postcapitalista. Un mundo por ganar, en el que el otro turismo también esté presente.