El reciente informe de Draghi para la Comisión Europea marca otro hito en esta evolución. Reconoce el fracaso de los intentos de reactivación económica de la última década y, crucialmente, identifica el problema no en los salarios, sino en la estructura económica
Cuando comenzó la pandemia y se paralizó la mayor parte de la actividad económica del país, tuvimos un intenso debate en el Gobierno sobre cómo responder a una situación que era absolutamente inédita. No había una hoja de instrucciones que seguir para casos así porque, sencillamente, nunca había pasado algo igual. Pero el dilema era enorme, y tenía que ver con una de las discusiones centrales de la teoría económica: el papel del Estado en la economía.
La experiencia previa de la crisis de las hipotecas subprime y la subsiguiente crisis del euro no ofrecía muchas pistas; al contrario, su gestión había seguido una línea neoliberal inequívoca: austeridad, recortes en servicios públicos, liberalizaciones y políticas orientadas a reducir salarios. En aquella época, la infame troika —Banco Central Europeo, Comisión Europea y Fondo Monetario Internacional— abogaba por reformas que supuestamente mejorarían la competitividad de las economías europeas, centrándose especialmente en las del sur. La receta era simple: trabajar más por menos. Esta ortodoxia neoliberal, con su lema de “¡menos salarios!”, solo contemplaba la intervención estatal para socializar las pérdidas de grandes empresas, especialmente bancos, sin un papel activo en la producción y organización económica.
Estas reformas empobrecieron a los países del sur, particularmente a sus clases trabajadoras. Las tensiones económicas persistieron hasta que el Banco Central Europeo implementó políticas heterodoxas, justificadas como “innovaciones temporales”. Estas medidas permitieron financiar programas públicos y mantener a raya a los especuladores financieros, salvando el momento crítico de la zona euro y manteniendo cierto pulso económico. El nuevo mantra era más moderado: “un poco de Estado para dinamizar la economía no está mal”.
Con la llegada de la pandemia, la Comisión Europea optó también por la heterodoxia, lo que ayudó a resolver nuestros debates nacionales. Se implementaron programas de estímulo económico keynesianos para compensar el cierre de actividades y servir como palanca de modernización. Esta estrategia funcionó, evitando una crisis económica más profunda al socializar los salarios de las clases trabajadoras y proteger el tejido económico. El nuevo lema era claro: “mucho más Estado para financiar y diseñar los programas de modernización”.
El reciente informe de Draghi para la Comisión Europea marca otro hito en esta evolución. Reconoce el fracaso de los intentos de reactivación económica de la última década y, crucialmente, identifica el problema no en los salarios, sino en la estructura económica. Draghi subraya la necesidad de que Europa se modernice con mejor industria, especialmente en la intensiva en tecnología.
Este enfoque, aunque difícil de aplicar en una Unión Europea políticamente dividida y con una Comisión derechizada, apunta a una cuestión crucial para el futuro económico: qué tipo de estructura económica queremos.
Sin entrar en demasiados tecnicismos, hay algo que es relevante recordar: el concepto de productividad puede llevar a equívocos si no se entiende bien. Si un equipo A produce tres sillas en una hora y un equipo B produce dos sillas en una hora, es obvio que la productividad del equipo A es mejor. Incluso es legítimo considerar que el equipo B es mucho menos eficiente y habría, también, quien les acusara de pasar demasiado tiempo tomando cafés. Esta ha sido la analogía preferida de los altavoces del neoliberalismo durante décadas. Sin embargo, contiene un error básico pero que muchas veces pasa desapercibido: nuestras economías no solo producen sillas.
Y como las economías producen distintos tipos de productos, los cuales no son equiparables entre sí (¿es más productivo hacer tres sillas o dos ordenadores?), la productividad agregada para un sector o economía se mide a partir del valor monetario de lo producido. Así, ya no usamos elementos físicos (sillas) sino su precio (en euros, por ejemplo). Y eso introduce distorsiones fundamentales, ya que los precios no sólo dependen de los factores de producción sino de otras condiciones de mercado. Eso hace que producir cosas que, en general, son caras sea habitualmente leído como «ser más productivo». Si un país produce y vende en una hora sillas a 100€ y otro país produce y vende ordenadores en la misma hora a 1.000€, el segundo parecerá más productivo y rico. Pero eso no tiene nada que ver con las condiciones laborales sino con el tipo de producción.
Dicho de otra forma, a nivel macroeconómico importa lo que producimos. No todos los productos son iguales: no es lo mismo especializar a tu país en productos de bajo valor añadido que hacerlo en productos con alta intensidad tecnológica. En esa carrera, los segundos van a ganar inevitablemente. Lo que Draghi dice en su informe es que Europa ha perdido la carrera digital y que la mayoría de las grandes empresas digitales no son europeas, sino estadounidenses y chinas; por lo tanto, Europa no se está especializando en los sectores más dinámicos y que arrastran al resto de la economía sino en otros, menos potentes desde el punto de vista del desarrollo económico.
Puede que el lector recuerde que al poco de comenzar la pandemia, y en medio de estas discusiones, se desató una gran controversia mediática porque yo había señalado que la dependencia que tenía España con el turismo era una debilidad enorme. Mi posición era que nunca sería posible “acortar la distancia” con las economías del norte si nuestra estructura económica estaba basada principalmente en el turismo y en la construcción. Lo que tocaba era apoyar, impulsar, financiar y dirigir desde el Estado los sectores más dinámicos y con mayor intensidad tecnológica. Es decir, aplicar lo que en economía del desarrollo -una rama mucho más práctica y realista que la teoría económica- se sabe desde hace décadas. El espíritu del informe de Draghi -y digo espíritu porque hay muchos matices que incorporar- se suma a lo que algunos decíamos entonces.
No obstante, hay mucho que falta en el informe. Por un lado, para que una política industrial sea eficaz puede requerir que el Estado asuma la dirección del proceso de modernización, especialmente si el punto de partida es malo. No se trata sólo de financiar o dar dinero a las grandes empresas, sino de la palabra maldita de los neoliberales de puertas hacia fuera de las empresas: planificar. No imagino a la actual Comisión Europea llegando tan lejos. Por otro lado, la dimensión ecológica está coja, pues no se trata sólo de dar más peso a la industria per se, aunque sea la digital, sino de medir los costes ecológicos y energéticos de cada sector y empresa y escoger cuáles pueden permitirse y cuáles no dentro de un planeta finito.
Puede que Draghi haya dejado atrás sus años en la troika. Sin embargo, no creo que detrás haya una conversión radical. Simplemente está siendo práctico, y sabe que si la economía europea tiene alguna oportunidad para abordar con éxito los retos que vienen por delante es con este programa o uno similar. Durante la pandemia no hubo conversiones ideológicas masivas por parte de los funcionarios de Bruselas, como tampoco las hubo durante los años treinta mientras se aplicaba el New Deal en Estados Unidos. Keynes tampoco era, por decirlo así, un revolucionario. De hecho, él mismo insistió en algo que sus críticos -por la derecha- pasan desapercibido: sus propuestas tenían como objetivo salvar al capitalismo de sí mismo.
La pregunta crucial es si las autoridades europeas comprenderán este espíritu de época a tiempo, antes de que nuevas formas de fascismo acaben con los derechos sociales, la democracia y el proyecto europeo en su conjunto.