El boom de la capital de la Costa del Sol como destino turístico y laboral aleja los precios del alcance de parte de la población
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“Más gazpachuelo y menos brunch”. Este deseo en una pancarta condensa el malestar de una parte relevante de la ciudadanía malagueña que salió a la calle el 29 de junio. La protesta, convocada por el Sindicato de Inquilinas, se sostenía sobre dos pilares: uno material (la escasez de vivienda asequible) y otro identitario: la sensación creciente de que la ciudad ya no es propia, porque ha sido tomada al asalto por turistas en patinete y franquicias a su servicio.
Al día siguiente, los políticos tocaron a rebato para subrayar que el problema les preocupa mucho. No es nuevo: hace tiempo que la ciudadanía emite señales de hartazgo. Comprar o alquilar es una aspiración cada vez más lejana para cada vez más malagueños y malagueñas, que ven cómo, entre tanto, sus representantes ponen alfombra roja al milmillonésimo turista. A veces el hastío se cubre de una capa de irreverencia. Un puñado de pegatinas aparecieron a mediados de marzo sobre carteles de apartamentos turísticos del centro: “AnTes esta era mi casa”, “A Tu puta casa”, “AnTes to esto era centro”, decían.