Tenemos derecho a saber cuál ha sido realmente el comportamiento del rey en relación con golpe de estado, los negocios sucios con dictaduras extranjera y los asuntos más cruciales de la política interna de este país
Discúlpenme por iniciar este artículo con una breve referencia autobiográfica (que vale lo que vale). Soy hijo de la transición española. Nací en 1975. Crecí en la España a la que Juan Carlos le resultaba un rey simpático, campechano y bonachón, hecho que venía ayudado, todo hay que decirlo, por el pacto general de silencio de la élite política y de la prensa españolas hoy conocido por todos.
Era una España que luchaba por dejar atrás el oscuro y largo período de la dictadura, por consolidar una constitución moderna y una democracia recién estrenada, que se abría al mundo y crecía y se desarrollaba económica, social y culturalmente. Para la mayoría de españoles, en especial para los de corta memoria como en mi caso, era fácil aceptar el relato impuesto por la clase política y la prensa de un rey comprometido con la defensa de la democracia y que, incluso en el peor de los casos, carecía de poder y era inocuo para el devenir político y social de nuestra sociedad. Yo fui siempre republicano, en el sentido profundo de esta venerable tradición de pensamiento político. Y, a pesar de ello, de joven pensaba y defendía que los principios republicanos no eran totalmente incompatibles con la idea de la monarquía constitucional, que era a fin de cuentas una cuestión menor, poniendo siempre como ejemplo las monarquías nórdicas. ¡Ay, los ejemplos!
Sucede que conforme pasa el tiempo se van sabiendo cada vez más cosas de cómo fue realmente la transición española, del papel que jugó el rey en los primeros años y en especial en el golpe de estado del 81, de su comportamiento no sólo personal e íntimo, sino económico y político, también en el plano internacional.
Incluso los más ingenuos de nosotros siempre supimos que al rey lo había designado Francisco Franco como sucesor, ungiéndole como Príncipe de España en 1969. Siempre supimos de su mala relación con su padre, don Juan de Borbón, y de las extrañas circunstancias de la muerte de su hermano Alfonso. Siempre supimos que aceptarle a él y la corona formaba parte imprescindible del pacto constitucional que buscaba la reconciliación nacional y el renacer de España sobre bases sólidas, aunque dicha reconciliación tuviera que hacerse también con los sectores más reaccionarios de la dictadura franquista. Siempre supimos que su relación con Sofía no pasaba de ser una mala relación profesional y que el rey tenía numerosas amantes. Siempre sospechamos, incluso, que su papel en los últimos años del franquismo y los primeros de la democracia tenía claroscuros y que ignorábamos muchas cosas que podían ser relevantes. Pero nos parecía un mal menor. Era uno de esos casos en los que es mejor no mirar debajo de la alfombra, tan felices como estábamos con el nuevo pisito que creíamos habernos comprado entre todos (¡sólo después supimos que el piso era de alquiler y que la renta acabaría disparándose año tras año!).
Con el cambio de siglo, más de 25 años después de la coronación de Juan Carlos, el pacto de silencio de la élite política, con Suárez, González y Aznar a la cabeza, y de la prensa española, de todos los medios que dominaban el debate público en España, comenzó lentamente a resquebrajarse. Sus aventuras sentimentales comenzaron poco a poco a airearse. Aparecieron las primeras voces sugiriendo la posibilidad de que el rey estuviera implicado en negocios sucios (léase, ilegales). En 2007, The Times criticó abiertamente “el lujoso estilo de vida” del monarca. En 2011 se destapó el “caso Urdangarín”, y ahí comienzan a precipitarse las cosas.
A inicios de 2012, Der Spiegel reveló el contenido de un cable diplomático en el que el Embajador de Alemania en España aseguraba que el rey había mostrado simpatía por los golpistas, hecho que fue inmediatamente desmentido por la Casa Real, pero que los audios con Bárbara Rey recientemente publicados confirman con claridad. Poco después en ese mismo año se produjo el “affaire” de Botswana y su historia sentimental con Corinna Larsen pasó a ser de dominio público, algo que en sí mismo no habría tenido mayor repercusión de no ser por los elevados costes económicos generados al erario público en un momento de crisis financiera y draconianos recortes presupuestarios. La opinión pública ya había cambiado. Y aunque todavía no sabíamos prácticamente nada de lo que después se destaparía, para muchos fue evidente que el rey debía abdicar, cosa que finalmente sucedió en junio de 2014.
Sólo después se ha sabido que el rey habría colaborado con, e intercedido en favor de, la dictadura argentina de Videla. Que Adolfo Suárez había reconocido en una entrevista a Victoria Prego que durante la transición no se hizo un referéndum sobre la monarquía porque se sabía que hubiera sido rechazada por el pueblo español y que había sido más inteligente colarla como parte del pacto constitucional, sin posibilidad de discusión separada. Que en sus intermediaciones con las dictaduras de países islámicos como Marruecos, Jordania y sobre todo Arabia Saudí, con las que mantenía excelentes relaciones, habría podido obtener gigantes beneficios económicos personales. Que el rey disponía de cuentas millonarias en paraísos fiscales, de la existencia de sociedades pantalla y oscuras fundaciones y de la propiedad de opacos fondos internacionales, de algunos de las cuáles el actual rey Felipe VI figuraba como beneficiario, que habría donado grandes sumas de dinero a Corinna Larsen, que habría cometido fraude fiscal y se habría acogido a una regularización parcial ofrecida por Hacienda, que podría haber cometido un delito de acoso y amenazas a Corinna, que él y parte de la familia real habría gozado de grandes sumas de dinero a través de “tarjetas royal black” de origen no suficientemente esclarecido y ciertamente no legal, y un largo etcétera de escándalos y sospechas.
Los dos últimos escándalos han sido la publicación de las fotos con su amante Bárbara Rey y los fragmentos de audio de sus conversaciones, que han abonado aún más un secreto a voces. Ya era conocido que el rey había tenido información del golpe de estado con antelación y aparentemente no habría hecho nada por detenerlo hasta que ya vio que su éxito era casi imposible. Lo que los nuevos audios revelan es su simpatía por Alfonso Armada, uno de los golpistas condenados por los hechos de 1981, por haber mantenido la boca cerrada. Todo ello nos lleva a preguntarnos: ¿qué papel tuvo realmente el rey Juan Carlos en el golpe de estado? ¿Defendió el sistema democrático la noche del 23F realmente por convicción o porque no tuvo más remedio?
Alguien podría pensar que nada de esto importa ya, que son hechos de un pasado cada vez más lejano, que su “exilio” en Abu Dabi ya está siendo suficiente castigo por todo lo que pueda haber hecho, que no hay que reabrir nuestras profundas heridas de la historia. Pero se equivocaría.
Los españoles tenemos derecho a saber. Tenemos derecho a saber todo lo que concierne a las cuestiones más importantes de nuestra historia reciente. Tenemos derecho a saber cuál ha sido realmente el comportamiento del rey en relación al golpe de estado, a los negocios sucios con dictaduras extranjeras, a los asuntos más cruciales de la política interna de este país, y en general a los posibles delitos que hubiera podido cometer. Tenemos derecho a saber todo eso porque Juan Carlos, nos guste o no, fue rey de España y nuestro jefe del estado durante casi 40 años. Y porque, con independencia de la responsabilidad legal de sus acciones, muchas de las cuales no quedarían por cierto cubiertas por la inviolabilidad constitucional, primero porque no fueron cometidas en el ejercicio de su cargo, y segundo porque se produjeron o continuaron después de su abdicación en 2014, tenemos todo el derecho a juzgarle políticamente.
No se trata de una cuestión, como digo, jurídica. Ni tampoco de una cuestión para historiadores y biógrafos, que ya harán, espero, su trabajo. Se trata de una cuestión política, en el sentido más genuino y noble de la palabra. Y los ciudadanos, a los que nos pertenece la democracia española, esa que tal vez, no sabemos, Juan Carlos de Borbón pudo querer aniquilar cuando todavía era un bebé, tenemos todo el derecho a formarnos un juicio político de su reinado. Entre otras razones, porque un día, inexorablemente, va a ocurrir que Juan Carlos dejará de estar entre los vivos, el gobierno español de turno tendrá que decidir qué se hace con su cuerpo y qué tipo de homenaje se le rinde, y nosotros ciudadanos, los auténticos soberanos de este país, tendremos que formarnos una opinión sobre si la decisión que tome el gobierno nos parece acertada o no (y si es que no, eventualmente, castigar a ese gobierno).
De todos los derechos fundamentales que los ciudadanos tenemos en democracia, quizá el derecho a saber y juzgar sea el más básico. Ya va siendo hora que nuestro parlamento, que dice representarnos, abra una comisión de investigación seria y rigurosa sobre todo este asunto.