Solo son cosas

La casa envejeció como sus propietarios y moradores. Los descendientes decidieron venderla para comprar un piso y hacer más fácil la última etapa de la anciana Erundina. Cuando la periodista llegó a su ciudad, preguntó por todo lo que había en el desván. “Se tiró a la basura”, le dijeron

Muertos sus padres, Avelino recibió la herencia de su familia y supo que tendría que ceder a las pretensiones de su esposa Erundina. Ya era hora de tener casa propia. Como funcionario, él contaba con un trabajo fijo, llevaban más de una década de matrimonio y tenían dos hijas. Tras haber recorrido diferentes destinos por España, recalaron en Vigo, donde residían en un piso de alquiler, cerca de la estación. Don Juan, un solterón adinerado, propietario de casi todos los terrenos del barrio donde se ubicaba su casa, le insistía para que aprovechara la ganga de un terreno que tenía en venta y donde podría construir un edificio. La zona prometía, era un solar cercano a la finca de la iglesia de los Capuchinos y, con seguridad, la ciudad terminaría por abrir una calle importante en el lugar.

Los 40 eran los años del hambre, la posguerra y la escasez. La familia de los cuatro sobrevivía gracias a lo que les mandaban de la aldea de donde llegaban patatas, frutas y productos de la matanza con los que pasaban con holgura todo el invierno. Pero encontrar materiales de construcción era otro cantar. La madera era fácil de conseguir porque talaron los árboles del terruño, pero no había clavos ni cemento y mucho menos cables, hierro o ladrillos. A no ser que cedieras a la usura del estraperlo o tuvieras influencias en las altas instancias. Dicho y hecho. Erundina habló con su vecina Maruxa, una madre soltera que ocupaba la planta baja de su edificio y disfrutaba de la protección de un procurador en Cortes con buenos contactos políticos. Ese gran señor se avino a ponerles las cosas fáciles.

Pero faltaba dinero para una empresa tan ambiciosa porque la herencia de Avelino -de la que se deshizo con gran dolor de corazón- no alcanzaba. Entonces, Erundina escribió a su hermano Claudio, que había emigrado a Argentina, y le pidió un préstamo. Cuando el edificio de piedra, con un bajo y dos pisos, fue una realidad, sus propietarios lo pusieron en alquiler para pagar las deudas y siguieron pagando la renta. La vida de la familia estuvo desde ese momento condicionada por el proyecto residencial y nada se hacía ni disfrutaba porque había que pagar la casa. 

Publicaciones relacionadas