El cambio de rumbo en la política de vivienda podría ser posible porque se está cumpliendo lo que Catherine Bauer consideraba imprescindible para que los poderes públicos afrontaran el problema: es ya un drama para una mayoría de ciudadanos
¡Es la vivienda! ¡La vivienda!
“La casa es nuestro rincón del mundo”, dijo el pensador Gastón Bachelard. En defensa de nuestro rincón del mundo hay manifestaciones en Madrid, un día después de la Fiesta Nacional, bajo el lema “La vivienda es un derecho, no un negocio”. Esa vivienda que Le Corbusier llamaba “machine à habiter”, la máquina para vivir, la productora de felicidad y bienestar que hemos convertido en la máquina más eficaz de la desigualdad. Lo anticipó el sociólogo Matthew Desmond en 2017: “La política de vivienda ofrece a los propietarios de viviendas adinerados grandes beneficios; a los de clase media, beneficios menores; y a la mayoría de los inquilinos, nada. Es difícil pensar en otra política social que multiplique con más éxito la desigualdad”.
En EEUU, el propietario medio de una vivienda ostenta un patrimonio neto 36 veces superior al del inquilino medio. En España, la mayoría de las personas que viven de alquiler en Madrid y Barcelona no podrán comprar nunca una vivienda. Es una de las conclusiones del estudio ‘De propietarios a inquilinos. Informe sobre la creciente desigualdad en el acceso a la propiedad’ publicado este miércoles por el Instituto de Investigación Urbana de Barcelona (Idra). El 70% de los inquilinos en las dos grandes ciudades españolas no esperan heredar ni poder adquirir una vivienda. En el otro lado, los caseros que alquilan se enriquecen cada año más y la mitad de las adquisiciones de vivienda las hacen personas que ya son propietarias. El mercado del alquiler opera como un gigantesco mecanismo de transferencia de dinero desde la población que menos tiene a la más adinerada, y la herencia o la ayuda de los padres se convierte en el único modo de acceder a la vivienda. Más del 50% de los beneficios de las rentas del alquiler van a parar al 20% más rico de la población; el 20% de los inquilinos con menos recursos dedica como mínimo un 45% de sus ingresos a pagar el alquiler. El 10% de la población posee el 56% de la riqueza y la brecha se agranda gracias al eficaz motor de la desigualdad que es la vivienda.
La historia se repite porque la sociedad occidental ya lo vivió en la época de la Depresión, cuando la engañosa prosperidad de los años veinte enmascaró el aumento de los alquileres, el estancamiento de los salarios y la escasez de viviendas para las clases media y baja. El New Deal americano que siguió al crac de 1929 introdujo un sistema de dos niveles que, en gran medida, sigue siendo el modelo de política de vivienda que se practica hoy en Occidente: generosas deducciones fiscales para los propietarios de viviendas y para los constructores e insuficientes viviendas públicas y segregadas para los menos afortunados. En ese contexto, la urbanista y activista Catherine Bauer escribió en 1934 ‘Modern Housing‘, una guía sobre la desmercantilización de la vivienda que hoy cobra de nuevo actualidad. “Una buena vivienda disponible para el ciudadano medio no puede ser un producto ‘normal’ de una sociedad capitalista”, escribió, muy en línea con el artículo 47 de la Constitución española que llama a la regulación del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. Bauer desconfiaba de los poderes públicos y creía que la conversión de una vivienda digna en un “servicio público” y un derecho básico solo se podría hacer realidad cuando fuera una exigencia de la mayoría de los ciudadanos y no solo de los habitantes de barrios marginales. Como activista, intentó que el New Deal recogiera sus propuestas sobre vivienda y fracasó. Noventa años después, la situación, al menos en Europa, es aun más grave, por la crisis del estado del Estado del bienestar, de la redistribución de la riqueza y del poder de la educación pública como elementos propulsores del ascensor social y el acceso a la propiedad. Al mismo tiempo, se está convirtiendo el problema de la vivienda en una cuestión generacional cuando los datos son claros: es y será un problema de clases sociales.
El cambio de rumbo en la política de vivienda podría ser posible porque se está cumpliendo lo que Catherine Bauer consideraba imprescindible para que los poderes públicos afrontaran el problema: es ya un drama para una mayoría de ciudadanos. La voluntad firme de la Administración, que se tradujese en recursos públicos y vivienda social, y el pacto entre todos los actores que influyen en el sector son imprescindibles pero nadie tiene la fórmula mágica para solucionar un problema de larga data y con muchas aristas.
Cataluña puede ser un laboratorio para implementar nuevas propuestas en materia de vivienda que ahora mismo no tienen cabida en la megalópolis en la que se ha convertido Madrid. Sin embargo, la caída de los precios ha venido acompañada de una disminución de contratos que confirmaría la hipótesis de que la regulación de precios reduce la oferta de pisos en alquiler porque los caseros recurren a estrategias como desviar la oferta hacia el alquiler de temporada (de menos de un año) y de habitaciones, fórmulas no sujetas a la regulación que los sindicatos de inquilinos reclaman incluir en las nuevas medidas públicas.
Al igual que el New Deal convirtió EEUU en una nación de propietarios, el mercado inmobiliario e hipotecario posterior a los años 60 hizo lo mismo con España. La generación del baby boom acudió a la vivienda y las clases más altas acumularon un patrimonio al que ahora resulta imposible acceder si no es a través de la herencia. Sin embargo, en la actualidad, la compra de casas para especular crece más rápido que la adquisición de vivienda habitual, y ya no es tanto un derecho social como una inversión. Catherine Bauer, como muchos urbanistas, argüía que el poder de moldear el entorno propio era primordial para desarrollar una vida plena. “La libertad y la flexibilidad son probablemente las cosas más difíciles de lograr con políticas públicas”, escribió. Para asegurar que los ciudadanos dispongan de un rincón en el mundo desde el que desarrollar una vida digna es imprescindible no premiar el rentismo y desarrollar un parque público de vivienda que excluya de la lógica del mercado un bien necesario para la supervivencia y el bienestar de los ciudadanos. Un país en el que no sea un sueño imposible tener un techo bajo el que vivir con dignidad.