Cuando llamas a un fontanero para que te conecte una lavadora, le pagas; cuando llamas a un electricista, le pagas. ¿Por qué te parece aceptable no pagarle a un ilustrador, a un traductor, a un novelista, a un poeta, a un cineasta, a un fotógrafo?
Aunque existen ciertas reglas que -por suerte o por desgracia- se están perdiendo en la educación tradicional, aún hay algunas con las que seguimos estando de acuerdo y que pasamos a nuestros hijos e hijas. Entre ellas, la prohibición de robar, que existe en todas las culturas y en todas las religiones, como ley divina o civil.
Desde que los peques son lo ba stante mayores como para tender la mano y coger lo que les atrae, empiezan a oír: “No, cariño, eso no es tuyo; es de tu amiguito.” En los parques de juegos y en las playas todos tienen claro que, por mucho que les guste un camión volquete, una pala de plástico rojo, un molde de estrella o un cubo con dragones de colores, si no te pertenece, no puedes llevártelo a casa.
Todos sabemos que llevarte una bicicleta que no es tuya, tanto si es propiedad de un conocido, un desconocido o del parque municipal de vehículos de alquiler o préstamo, es robo. No puedes coger unas tijeras, cortar las flores que te apetezcan del jardín de la vecina o de un parque público y llevártelas a casa o regalárselas a tu madre, por buena que sea tu intención, por muchas flores que haya, ni siquiera cuando la vecina está de vacaciones y no disfruta de mirarlas.
El precepto de “no robar” está muy claro en la mente de todas las personas que han tenido una educación social. Incluso el caso de hurto por hambre, por la supervivencia básica, -“robo famélico”- está tipificado y, aunque no se castiga con la misma dureza que el robo, sigue siendo un delito.
Nadie que vaya con un hijo o un nieto a una librería daría por bueno el que el chico se lleve uno o dos libros sin pasar por caja.
Sin embargo, cada vez se da más la situación de que se pirateen novelas, ensayos, películas, música, fotografías, ilustraciones, traducciones… sin la menor mala conciencia.
Para mí es comparable a la imagen que proponía antes del jardín florido: las flores están ahí, no las protege nadie, no hay consecuencias (al menos inmediatas o graves), el jardín seguirá produciendo flores y, al cabo de unos días, ya no se notará el vacío de las que desaparecieron y, además, igual se van a marchitar.
Esa es la sensación que tengo yo con el robo de obras intelectuales y artísticas: que a nadie le parece particularmente terrible. El… “bueno… no está bien, pero tampoco es para tanto” es lo que suele recibir por respuesta cualquier autor. Robar un coche es más grave. ¿Por qué?
¿Cómo es posible que no se den cuenta de que, para escribir una novela, rodar una película, grabar un disco hacen falta talento y montones de horas, días, meses de trabajo y disciplina? ¿Cómo puede ser que no vean que es la dedicación profesional de esas personas, que viven de ello y que lo necesitan para sobrevivir? Nadie entraría en una carnicería a llevarse unos filetes sin pagar, o a una tienda de muebles a coger un sofá que necesita.
Creo que hay dos factores que influyen mucho en lo que está pasando con la piratería digital: por un lado, el que venía comentando: la falta de concienciación y de educación de las generaciones jóvenes, que reciben un mal ejemplo de sus padres y, en general, de las generaciones anteriores; por otro, esa precarización de la figura del creador de arte. Me explico:
En otros momentos históricos, el artista -de la rama que fuera- tenía una dignidad y un valor especiales. El público sabía que no todo el mundo era capaz de hacer lo que hacían Mozart o Beethoven, o Michelangelo, o Balzac o Visconti o Capa. Tenían claro que, si querían disfrutar de sus obras, tenían que pagarlas, igual que pagaban por comer en un buen restaurante o por encargar un mueble a un ebanista o por ir a una peluquería. Sin embargo, con el advenimiento de la era digital, y la engañosa etiqueta de la “democratización de la cultura” a través de internet y las redes sociales, mucha gente está convencida de que tiene derecho a descargarse cualquier obra sin pagar por ella. Al fin y al cabo, está ahí, a tu alcance; técnicamente es fácil de hacer; no te va a pasar nada por hacerlo y, además, te convences de que es bueno para su autor, porque así tiene un lector más, que incluso puede servir de multiplicador si le pasa esa obra pirateada a su grupo de amigos. Todos contentos.
Que el autor no reciba los pocos céntimos que le pertenecen por haberse pasado uno o dos años escribiendo esa obra, o rodando esa película o grabando ese disco no parece terrible
A esto contribuye también el que el “autor” ha quedado degradado en muchas ocasiones a “creador de contenidos” que es un concepto muy nebuloso, que abarca cualquier cosa y que rebaja, en mi opinión, la dignidad de nuestro oficio, que es un arte, o debería serlo.
No estoy diciendo que vivamos en una sociedad de ladrones, pero sí me llama la atención lo laxos que nos hemos vuelto en algunas cosas como el derecho a la propiedad intelectual. Se ha hecho absolutamente normal el buscar por internet hasta encontrar una foto que nos gusta o nos cuadra para ilustrar algo o para añadirla a un post en cualquiera de las redes sociales y no nos preocupa saber que esa foto tiene un autor que tiene derecho a cobrar por el uso de su fotografía y a que se le reconozca con su nombre.
Da la sensación de que el producto de todos los trabajos creativos, artísticos, “culturales” en general, es de todos, para uso y disfrute gratuitos. Incluso es frecuente, cuando una se queja de esta situación, que te digan “pero si tú te lo pasas bien escribiendo…”, como si el hecho de que uno disfrute con su trabajo eximiera a los demás de pagarlo. Yo tengo una relación de amistad con dos chefs y, por lo que me cuentan, hasta ahora no se le ha ocurrido a nadie ir a cenar a su restaurante y suponer que era gratis “porque a ti te gusta lo que haces”.
Cuando llamas a un fontanero para que te conecte una lavadora, le pagas; cuando llamas a un electricista, le pagas. ¿Por qué te parece aceptable no pagarle a un ilustrador, a un traductor, a un novelista, a un poeta, a un cineasta, a un fotógrafo? Supongo que por lo mismo que dijo hace muchos años el presidente Clinton en otro contexto: “Lo hice porque podía”, lo que viene a querer decir que, si podemos, lo hacemos, que necesitamos que nos pongan frenos y barreras internas o externas para limitar el uso de “nuestra libertad” que, lógicamente, no consiste en robar la creación de otra persona, por mucho que nos empeñemos en quitarle importancia.
Los dueños de las grandes empresas que controlan las redes sociales tampoco dan nada gratis, aunque se esfuercen por hacernos creer que todo es tan fácil, tan ligero, tan social. Siempre es mucho más cómodo y agradable regalar lo que pertenece a otra persona que regalar lo propio. Quizá todos, sea cual sea nuestra profesión, deberíamos plantearnos la pregunta: “¿a mí me gustaría que alguien se llevara sin pagar, sin preguntarme y sin citarme el producto de mi trabajo? Creo que la respuesta está clara.