La broma de Silvela (Por la abolición de la acusación popular)

El legislador podría reformar la Ley de Enjuiciamiento Criminal estableciendo algo muy sencillo: que la acción popular no pueda contradecir la opinión del Ministerio Fiscal y/o la víctima. De esa manera, los partidos políticos y otras asociaciones perderán un juguete para ganar dinero o darse mamporrazos a costa de los jueces

Hay temas que suelen ser objeto de un artículo científico, pero en este caso el asunto es de tal gravedad que precisa que sea conocido de inmediato por el gran público, y ojalá que por la política impulsando una reforma urgente. Se trata de la llamada “acción popular” en el proceso penal, conocida por toda la ciudadanía gracias a la prensa y algunas de sus intervenciones más escandalosas.

La acción popular supone que cualquier español puede ser parte acusadora en el proceso penal si se trata de un delito perseguible de oficio, pues, si sólo lo es previa denuncia o querella del ofendido, habrá que esperar a que éste reaccione. Fue introducida definitivamente en la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882 aunque con ambigüedad, pues la ley no decía casi en absoluto ni cómo desarrollar esa posibilidad de acusación ni en qué casos en concreto. Parece ser que la figura había venido impulsada años antes (1872) por el ministro Eugenio Montero Ríos, quien puede que la viera como un contrapeso del ministerio fiscal al no confiar en esta figura, que vio ampliada su presencia en los procesos con aquella reforma, menguando así el omnipresente papel que los jueces inquisitivos habían tenido durante siglos.

De hecho, la doctrina y la práctica de la época coincidieron, en general, en que la acusación pertenecía exclusivamente al ministerio fiscal y al ofendido, siendo la “acción popular” solamente una forma de poner en marcha el proceso penal en caso de que ninguno de los dos actuase. Pero que desde luego, dicha “acción” no podía obrar al margen de ambos, de manera que no podría mantener vivo un proceso penal en caso de que la víctima no estuviera interesada y el ministerio fiscal, una vez examinada la cuestión, decidiera de acuerdo a la legalidad no promover actuaciones. Ese fue el parecer inicial general de los juristas españoles, que era sustancialmente correcto. Mantener ese parecer nos hubiera evitado auténticos disparates como ver a los partidos políticos haciéndose lawfare entre sí utilizando dolosamente la acción popular, o bien a ciudadanos particulares que sólo pretendían extorsionar o triturar a quien señalaban como acusado, o hacer publicidad de una asociación a su costa, pudiendo así acceder posteriormente a subvenciones y otros beneficios. De todo ha habido.

Sin embargo, en 1888, la ciencia jurídica española cambió de parecer por culpa del exclusivo interés personal de un abogado y seis directores de periódico. El 2 de julio de ese año, en el número 109 (hoy 95) de la calle de Fuencarral en Madrid, se produjo el homicidio de Luciana Borcino, acuchillada y posteriormente quemada. Como principales sospechosos figuraron la asistenta y el hijo de la víctima (el llamado Pollo Varela), que teóricamente estaba en prisión aquella noche pero que, al parecer, como persona adinerada, salía y entraba del centro cuando quería con el beneplácito del director de la prisión, José Millán Astray, padre del posterior fundador de la Legión.

El Madrid de la época se dividió entre los partidarios de la asistenta y los hinchas del “señorito”, que ávidos de morbo compraban en masa todos los extras de la prensa que iban siendo publicados, lo que reportó a los diarios considerables ganancias. Finalmente se condenó a la asistenta, que fue ejecutada por garrote vil mientras gritaba “¡14.000 duros!”. Sin embargo, el Pollo Varela, que se libró, fue condenado años después por otra muerte en extrañas circunstancias…

No es mi intención recrear aquel antiguo debate social truculento, pero lo he contado con cierto detalle para demostrar que el caso atrajo la atención de casi todo el mundo, que compró prensa para saber más y más en un momento en que no existía ni la radio. Los periódicos eran el único medio de comunicación al margen de rumores y habladurías, y desde luego practicaron un indignante amarillismo que provocó el amargo estupor del mismísimo Benito Pérez Galdós, que dejó su testimonio por escrito.

Y como los periódicos necesitaban más y más carnaza, se les ocurrió la muy infeliz idea de entrar en el proceso como acusación popular para tener acceso directo al sumario. La espantosa idea debió de ser del abogado de esos seis medios de comunicación, que es un conocido de la Historia. Se trataba nada menos que de Francisco Silvela y de le Vielleuze, ministro de varias cosas en diversas ocasiones y hasta presidente dos veces en los gobiernos de la Restauración, pero sin embargo próximo a Cánovas del Castillo, lo que le dejó sin cargo durante una de las presidencias de Sagasta, de finales de 1895 hasta mediados de 1890. En ese período se dedicó nuevamente a su oficio de abogado.

Pues bien, Silvela, en 1888, tras haber atacado la acción popular años antes, tuvo entonces la osadía de utilizar su discurso de apertura como presidente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación el 31 de octubre de 1888 para hacer una encendida defensa de esa acusación popular, discurso que luego publicó como artículo en la Revista General de Legislación y Jurisprudencia del mismo año. Dicho discurso está trufado de exageraciones sobre los antecedentes históricos y el Derecho extranjero que harían reír ahora mismo a cualquier especialista, además de que está plagado de hipérboles sobre las bondades de la acción popular que estaban dirigidas única y exclusivamente a asegurar su trabajo como abogado en el caso en cuestión. Basta leer las páginas finales del artículo para darse cuenta de ello. 

Tan edificante comportamiento, sin embargo, tuvo el inesperado premio de la doctrina científica, que en los años posteriores, habiendo olvidado absolutamente el crimen y lo acaecido, compró acríticamente el relato de Silvela y dio por buena en nuestro ordenamiento, casi sin límites, la existencia de la acción popular. Hasta hoy. Sin embargo, la misma cayó en el olvido salvo en casos puntuales para que algunos sujetos obtuvieran el acceso a los procesos penales en supuestos en que no les correspondía, como sucedió con alguna compañía aseguradora. 

Pero en realidad, no fue hasta 1978 cuando el ya fallecidísimo Silvela, al publicarse la vigente Constitución de 1978, leyendo su artículo 125 hubiera proferido una ruidosa carcajada de haber estado vivo, al leer que “los ciudadanos podrán ejercer la acción popular (…) en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine (…)”. ¡España había constitucionalizado la acción popular en general! Eran tiempos en que interesaba políticamente vender al extranjero las supuestas esencias democráticas del ordenamiento español, y desde luego algo llamado acción “popular” encajaba como un guante en ese relato. Parece mentira el recorrido enorme que ha tenido lo que no fue más que la treta de un abogado para ganar dinero en un caso concreto. En estas condiciones es imposible dudar ya del origen espurio de la institución.

La pregunta es qué hacemos ahora con semejante engendro, inexistente en cualquier otro Estado europeo salvo Andorra, que imprudentemente la copió de España. Lo más sencillo sería reformar la Constitución y abolir por completo su referencia del art. 125, sin más. Pero como en España las reformas constitucionales aún hoy en día son incomprensiblemente más difíciles que coronar en solitario un 8.000 sin oxígeno ni preparación, habrá que esperar a que el legislador haga su labor y reforme la Ley de Enjuiciamiento Criminal estableciendo algo muy sencillo: que la acción popular no pueda contradecir la opinión del Ministerio Fiscal y/o la víctima. De esa manera, los partidos políticos y otras asociaciones perderán un juguete para ganar dinero o darse mamporrazos a costa de los jueces. Y los ciudadanos dejaremos de financiar con nuestros impuestos esos sainetes judiciales.

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