La subcultura skinhead fascinó y aterrorizó en la España de los 90, basada en cuatro pilares fundamentales: la música, el fútbol, la territorialidad y la masculinidad, pero la suya es una historia que estaba por contarse
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El skin o es antifascista o es un nazi disfrazado. Son palabras de Fermin Muguruza en el epílogo de Rapados. Una historia de la subcultura skinhead autóctona (Verso), de Carles Viñas. El músico vasco rememora cómo en los 80 a algunos de los conciertos de Kortatu fuera de Euskadi acudían ultraderechistas que daban por hecho que el pelo corto y botas militares que solían lucir Fermin y su hermano Iñigo les daban la bienvenida. Esos fachas estaban más que despistados, valga la redundancia, pero aquello motivó que uno de los discos del grupo de Irún, El estado de las cosas, luciera bien visible la palabra “antifascistas” en la portada. Tal llegó a ser la confusión en la época. Tanto tuvieron que posicionarse los seguidores de un estilo, el skin, de claros orígenes mestizos.
En Rapados, Viñas, especialista en la materia que ya exploró en Skinheads. Historia global de un estilo (Bellaterra), pone el foco de su investigación en nuestro país. Antes de internet, las modas viajaban despacio. Tanto, que atendían a desplazamientos humanos ―y opuestos entre sí― como una dura migración o unas vacaciones en la Costa Dorada. Si en Gran Bretaña el alumbramiento tuvo lugar en la segunda mitad de los 60 cuando la joven clase obrera blanca local conoció la música y la estética de jóvenes llegados desde Jamaica, en España no se vio un skin hasta iniciados los 80. Una pena para el centralismo madrileño, pero esta vez no fue en la capital del reino, sino a ras de mar en localidades como la tarraconense Calafell.
“Jóvenes skins franceses que veraneaban en la costa catalana entraron en contacto con chicos autóctonos que se sintieron atraídos por la estética o la música y comenzaron a conocer el estilo”, apunta Viñas. Enric Gallart, que con los años pondría en marcha uno de los grupos musicales fundamentales del estilo, Skatalà, fue uno de esos chavales que recibió la epifanía. A su vuelta a Barcelona tras el periodo estival, en 1980 y moviéndose entre mods y punks, los testigos de la época le reconocen como el pionero skin a nivel estatal.
Era una capital catalana que a ojos de hoy parecería otro planeta. De cuando en las Ramblas se vendían más pájaros que fruta en plástico, cuando había crestas y no nómadas digitales en el céntrico Café Zurich. Los skins precoces solían reunirse en el Bar Fantástico, en pleno casco viejo, y procedían de barrios como Vila de Gràcia, Guinardó o Roquetes. Más tarde se formarían pandillas en las periferias obreras por las que serpentean el Besòs y el Llobregat, como Santa Coloma o Sant Boi. Por algo el vivido samboyano Kiko Amat firma un jugoso prólogo al trabajo de Viñas.
“La primera vía de acceso fue Catalunya, y Barcelona en concreto fue el epicentro desde el que se extendió el estilo. Tengamos en cuenta cómo era la ciudad a finales de los 70 y principios de los 80. Tenía vocación cosmopolita y estaba abierta a cualquier influencia europea del momento. Salía de una dictadura, la generación joven se alejaba del activismo antifranquista tan pujante años atrás y entendía que estaba en una nueva etapa en la que pasárselo bien debía estar en el centro de todo, por encima también de la militancia política. Por eso, inicialmente, el estilo no está marcado por la política, al contrario, lo principal era estar con los amigos, ir al fútbol, a los bares y conciertos”, afirma el autor.
En la actualidad es cuestión de unos clics y una tarjeta de débito, pero aquellos muchachos tuvieron que ir construyéndose como podían el look. Aquí en los albores hubo algún que otro polo Fred Perry, pero sobre todo pantalones vaqueros decolorados con lejía, tirantes caídos, chaquetas de aviador del ejército patrio, la mítica bomber, y, a falta de las canónicas botas Dr. Martens, eran populares las de punta de acero que utilizaban los trabajadores ferroviarios. Nos quedaríamos cortos si solo nos fijamos en la estética.
Para Viñas, los pilares fundacionales del estilo son cuatro. “La música, el fútbol, la territorialidad y la masculinidad. No se entiende el estilo skin sin la música. En Gran Bretaña, la banda sonora comenzó en los años 60 con la música jamaicana y en los 70, con el punk y el oi!, tuvo otros referentes. Paradójicamente, cuando el skin eclosionó aquí, la banda sonora fueron esos dos últimos estilos porque coincidieron con la cronología británica. Fue después cuando, a medida que el skin fue evolucionando, se hizo una arqueología, una búsqueda de los orígenes y se descubrió la música jamaicana. Es decir, el tránsito musical en el Estado español es a la inversa que en el caso británico”.
Junto a los mencionados Kortatu y Skatalà, y compartiendo background punk con ellos, los barceloneses Decibelios fueron la banda por excelencia del despegue de la escena skin. En el rol del fútbol entre nuestros rapados encontramos también la huella de su origen. “Tiene que ver con el estilo sea de importación británica. Allí aparece en los años del mundial organizado y ganado por Inglaterra. Ya era el deporte por excelencia de la clase obrera británica, pero entonces la juventud se sintió más atraída por él y se convirtió en un rasgo inherente al skin. En Barcelona el fútbol también tenía impronta y hay que pensar que en los 80 las opciones de ocio de la juventud no eran tantas como ahora. Ir el domingo por la tarde al estadio era una actividad principal para buena parte de los jóvenes”, resume Viñas.
A medida que se aproximaban los 90, tanto la guitarra como el balón estuvieron cerca de los hitos que partieron las aguas de la subcultura skin. Episodios más próximos a la crónica negra que a la anécdota. Algunos rompieron definitivamente la convivencia entre punks y skins, ahora con una creciente influencia ultraderechista entre sus filas. En octubre del 85, un concierto de Decibelios acabó coronado por banderas españolas y saludos nazis desde el escenario ante la pasividad del grupo. A principios del 86, se desencadenó una pelea a las puertas de la sala Zeleste y se hicieron habituales las razias neofascistas en el centro de Barcelona. El local alternativo Kafé Volter estuvo en el punto de mira del odio y las cacerías alcanzaron a miembros de la escena musical como Gallart, de Skatalà, agredido con una cadena de moto, o Saina, batería de L’Odi Social que salvó la vida tras un navajazo. En diciembre de ese año, los nazis convirtieron un concierto de Toy Dolls, de nuevo en Zeleste, en una batalla campal. Como sostiene Viñas, muchos de estos grupos radicalizados en la extrema derecha estaban vinculados a los ultras del Espanyol, las llamadas Brigadas Blanquiazules. A ese grupo pertenecía la considerada como primera víctima mortal de nuestro fútbol. Fue en enero de 1991 a manos de su némesis, los blaugrana Boixos Nois.
Hay menciones a skinheads ingleses en la prensa española de los primeros 70, y a mediados de los 80 los protagonistas del papel ya eran autóctonos. Pero fue en ese 1991 cuando la opinión pública se familiarizó con el término. Sonia Rescalvo, mujer transexual en situación de calle, moría en el Parc de la Ciutadella barcelonés apaleada por neonazis días antes de que estos tiñeran de violencia callejera el Día de la Hispanidad de aquel año. Informe Semanal les dedicaba el reportaje Cabezas rapadas, mentes fascistas, donde se alertaba de que “son pocos, pero son el huevo de la serpiente”.
Las noticias se llenaron de referencias a los rapados violentos y conectados a las gradas ultras del fútbol, convirtiendo el fortalecimiento de la ultraderecha en las calles en una cuestión de tribus urbanas. Muchos jóvenes adoptaron símbolos, ideas y actitudes fascistas en una mezcla de atracción por la performance autoritaria, la socialización y retroalimentación identitaria en los estadios, el contacto con organizaciones políticas que propugnaban la acción violenta, como Bases Autónomas, y los ecos de los primeros éxitos electorales de la extrema derecha occidental en medio siglo (entre 1984 y 1986 el Frente Nacional irrumpió sólido en el Parlamento Europeo y la Asamblea francesa).
Películas populares como El día de la bestia o Taxi ficcionaron la amenaza skin. La palabra pasó a ser sinónimo de nazi. Para Viñas, que eso ocurriera “no se entiende sin el papel distorsionador y sobredimensionador de la prensa escrita y reportajes televisivos que identificaban el estilo con el racismo y la violencia. Ese estereotipo arraigó en el imaginario ciudadano hasta crear una alarma social que configuró a los skins como demonios populares, los llamados folk devils en la sociología británica. Que por ejemplo ellos encarnasen el racismo servía para descargar la conciencia del resto de ciudadanos”.
Aquella mancha provocó que se creasen nuevos mapas de Barcelona, Madrid o Valencia. Los targets potenciales de la violencia ultra, como los jóvenes de estética o militancia de izquierdas, sabían qué zonas de la ciudad eran territorio peligroso si se pasaba por ellas en solitario. En Madrid, lugares con nombres oficiosos como la plaza de los Cubos de la calle Princesa o los bajos de Aurrerá en Argüelles. También los alrededores del Santiago Bernabéu y el demolido Vicente Calderón en días de partido. El periodista Santi Escribano, autor de una trilogía sobre música política (La mecha, La hoguera y un volumen en preparación con Ovejas Negrax), reconoce que, cumplidos los 40, sigue con ese chip. “Los días de partido del Rayo, especialmente en los años de 2ªB, los domingos de Rastro y determinadas okupaciones eran los sitios donde más pelaos de izquierdas veíamos. Fuera de la capital, Móstoles y Alcorcón tenían fama de buenos reductos skins antifascistas”.
En efecto, la usurpación de la estética y el mal nombre que los neonazis daban al estilo también posibilitó una reacción para desmarcarse y sacar pecho de los orígenes multiétnicos del mismo. Eran los sharperos, por el movimiento SHARP: skin heads against racial prejudice. “Se crearon células en todo el continente. No eran organizaciones estructuradas, esa era su mayor particularidad. Lo que diferencia al SHARP estatal con respecto a Europa es que aquí se vincula al contexto político de las luchas entre los nacionalismos periféricos, de un lado, y el español, de otro. Eso se proyecta en sus células, creadas mayoritariamente en Catalunya, País Vasco y Galicia. El apoliticismo que se le presuponía, resumido en el lema neither red nor racist, ni rojo ni racista, no se da aquí”, señala Viñas.
Uno de los círculos SHARP precursores fue el valenciano. Vinculado al centro social Kasal Popular, fue también caldo de cultivo de grupos musicales como Skaparàpid. “Yo pertenecía al movimiento, era la única chica que había”, recuerda Carmen Cercós, vocalista de la banda. “Escribí el tema Sharp ska para expresar la fustración de que nos confundieran con nazis. Siempre te tenías que justificar. En Valencia, además, a los mascachapas y makinetos de la ruta del bakalao les dio por ir con bombers o botas. Era un follón. La cultura skin es totalmente antirracista y antifascista. Me acuerdo que se decía aquello de los skins buenos y los malos. No, no, los skins son buenos. Otra cosa son los nazis”.
Hoy el skin es un estilo a la baja, tal y como afirma Viñas, que deja la puerta abierta a que, como moda, pudiera tener un futuro revival. “Ya no se dónde está ni qué hace o piensa mucha gente de mi época —cuenta Cercós—. Pero sigue habiendo mucho skin de corazón con principios antirracistas y antifascistas. Eso lo llevas dentro. Un corazón rapadito seguro que tenemos todas las que lo fuimos en su día”.