Qué canales utilizamos para contar nuestras experiencias y cómo lo hacemos, cuáles ‘queremos’ que sean las consecuencias y qué necesitamos, o de qué manera puede cierto discurso servir para estigmatizar un tipo de sexo son algunos de los asuntos sobre los que muchas andan estos días pensando
Quién calló, quién sabía, por qué el silencio: el caso Errejón no interpela solo a un hombre o a un partido sino a una sociedad entera
En estos días de remolino social y político, con un caso de violencia sexual y machismo en el centro –el de Íñigo Errejón- las redes bullen, pero también los grupos de feministas, los chats, las conversaciones. No solo hay certezas, hay también muchos debates, muchas preguntas, muchas dudas. En un momento de polarización, ponerlas todas sobre la mesa es a veces complicado. El título de este artículo es parte del final de otro, uno de los muchos que en las últimas horas se han publicado sobre estos quebraderos de cabeza que consumen a muchas estos días. Comparto algunas de las reflexiones que las autoras –María Batalla e Irene Redondo– hacen en El Salto y otras no, pero comparto que las feministas nos estamos haciendo preguntas y que esas preguntas deben seguir sin señalamientos.
Vivimos desde 2016 una catarsis colectiva con picos y valles. La violación de cinco hombres a una mujer en los Sanfermines de ese año y la investigación, el proceso judicial y las diferentes resoluciones después fueron el inicio de esas curvas. Coincidieron en el tiempo, además, con el MeToo, que durante todos estos años ha tenido réplicas. Desde el principio, y en cada ocasión que un caso sacudía a la sociedad, miles de mujeres se animaban a compartir sus historias de violencia y acoso sexual, o de experiencias machistas que habían tenido un fuerte impacto en sus vidas. O quizá lo que sacudía a la sociedad era, ya no solo el caso particular, sino precisamente el relato masivo y simultáneo que las mujeres hacían de sus experiencias y que daba idea de la envergadura y de la normalización de la violencia, del silencio y de las complicidades.
Cuado comenzó a conceptualizarse la idea de que estábamos ante una cuarta ola feminista, la ruptura del silencio de las mujeres acerca de sus vivencias estaba en el centro. Esa revelación masiva acaba con la idea de que el machismo y la violencia son algo excepcional para poner sobre la mesa un problema estructural con raíces profundas.
Cómo lo contamos, dónde lo contamos
¿Qué canales han utilizado las mujeres para compartir sus experiencias? Fundamentalmente, las redes sociales, así como algunos foros concretos. El éxito de algunos hashtags en redes, como el Cuéntalo, impulsado por Cristina Fallarás, o de espacios como Everyday Sexism (en inglés) o Micromachismos se debió precisamente a la ausencia anterior de canales para hablar de manera segura, para sentirse escuchadas y, de alguna manera, reparadas.
Habría, sin embargo, que dejar clara la diferencia entre qué aportan unos canales y qué aportan otros, o para qué pueden servirnos cada uno. Las mujeres tenemos todo el derecho a decidir si queremos compartir nuestras historias y de qué manera hacerlo, en qué espacio y hasta dónde llegar, y si denunciar en los tribunales o no hacerlo.
Los perfiles en redes sociales o blogs pueden ser ese espacio liberador de la palabra y sanador, también espacios de toma de conciencia colectiva. Hay una diferencia, sin embargo, entre eso y una publicación periodística que señale con nombres y apellidos a un acosador o agresor. En este caso, no se trata solo de difundir un testimonio sino de hacer una investigación que sostenga el señalamiento de una persona concreta y la atribución de responsabilidades: recabar testimonios, confirmar identidades, pedir datos, contrastar información periférica…
Estos días, al calor del caso Errejón, que se inició por una publicación en el perfil de Instagram de Cristina Fallarás, se han creado otros perfiles en redes con nombres genéricos que se ponen a disposición de las mujeres para recibir testimonios y ayudarlas u orientarlas en algún sentido. Algunos se han relacionado con nombres de feministas, en otros no hay claridad sobre quién hay detrás, y ese es un punto importante si se trata de que las mujeres puedan compartir con seguridad sus relatos. Pero, además, parece importante reflexionar colectivamente y hacer pedagogía sobre para qué queremos cada uno de esos espacios: crear la idea de que un canal anónimo puede servir para que un agresor responda públicamente de sus actos puede ser engañoso y frustrante para las víctimas.
En el caso de Errejón, la publicación en el perfil de Fallarás sirvió para que un partido interrogara a un diputado por los hechos que se le atribuían. Él los admitió y se marchó. Pero es esa admisión de sus actos la que ha hecho que la resolución haya sido rápida y fácil teniendo en cuenta que se trataba de un señalamiento anónimo. Cualquier protocolo contra el acoso y la violencia sexual establece, por ejemplo, los pasos para llevar a cabo una investigación a partir de la denuncia interna de una mujer, es decir, las consecuencias (ya no penales, sino sociales o laborales) sobre la persona señalada no son inmediatas.
Podemos pensar, eso sí, que la difusión de testimonios con visos de verosimilitud que apunten hacia personas concretas debería servir para que partidos, empresas u organizaciones miren hacia dentro, hagan las preguntas o comprobaciones pertinentes y piensen en cómo abordar, ya no solo ese caso, sino el machismo estructural en general. Si sabemos que la denuncia, formal o informal, es tremendamente difícil por las consecuencias, el miedo y el estigma, conviene darle una vuelta a si estos canales pueden servir como pistas hacia las que mirar, si bien en sí mismos –y sin las comprobaciones pertinentes– no deberían servir para tomar medidas contundentes contra el señalado.
No se trata de desacreditar ningún canal, sino de pensar en el sentido y función de cada uno y de que puedan funcionar complementariamente, también con lo que hacemos desde la calle o desde otros espacios. Acudir a los tribunales es, también, un canal, pero un canal no obligatorio, contrariamente a lo que muchos quieren hacer creer estos días. En primer lugar, porque nadie obliga a una víctima de agresión o acoso a denunciar penalmente los hechos. En segundo, porque cada mujer es la que debe decidir qué justicia y reparación busca o necesita, y qué puede sostener en cada momento. Lo que seguramente no podemos –ni debemos– es esperar lo mismo de cada uno de esos canales. Y en tercer lugar, porque no todos los comportamientos machistas o misóginos son penalmente punibles, pero eso no quiere decir que no merezcan un reproche social o laboral o que no deban tener consecuencias.
Las consecuencias
Unida a la reflexión sobre los canales está la que corresponde a las consecuencias. Algunas compañeras están preguntándose estos días si las historias concretas sirven o no para acabar con la cultura de la violación y la impunidad, para transformar nuestro contexto, o cuándo y de qué manera pueden hacerlo o no. “Un feminismo que se presenta estos días mediante un fuego redentor, posiblemente aleje a muchos y muchas, en vez de convencerles de que nuestro proyecto trae un mundo más generoso y amable para todos”, afirma el colectivo Cantoneras en otro artículo.
El debate sobre el punitivismo y la justicia feminista es sumamente interesante y necesario. Pero, ¿no tenemos derecho a la rabia, al desahogo?, ¿están sirviendo los procesos de llamada ‘justicia restaurativa’ allí dónde se han puesto en marcha? No digo que la rabia, la injusticia y la impunidad con la que convivimos las mujeres justifique cualquier comportamiento o deba evitarnos la reflexión, pero a veces da la sensación de que ante cualquier catarsis tengamos que salir corriendo a alertar del punitivismo, a señalarnos a nosotras mismas como si fuéramos una panda de vampiras, si tener en cuenta el contexto desigual en el que todo esto sucede.
La proporcionalidad de las respuestas y de las consecuencias es un debate. Cómo deben canalizarse los testimonios o las denuncias, también, o cómo ponemos las condiciones para terminar con la impunidad y crear entornos seguros. Igual que lo es cómo hacer que estos ‘escándalos’ individuales no se queden en eso, en un suceso concreto escandaloso y llamativo, sino que sirvan para mirar alrededor y seguir cambiando lo estructural. Es maravilloso pensar el feminismo como un proyecto que traiga un mundo más generoso y amable para todo el mundo, porque lo es, y eso no puede hacerse a costa de crear una cultura de la venganza, pero tampoco a costa de ignorar los malestares de las mujeres y de asumir que hasta ahora parece que la reparación ha funcionado más bien poco. Estamos cansadas de ser amables todo el rato, y creo que merecemos que eso sea tenido en cuenta.
Sexo y poder
Hay una pregunta clave que hacernos cuando contamos, desde cualquier lugar, la violencia sexual y los comportamientos machistas graves: ¿qué contamos?, ¿qué detalles damos para que quien nos lea o escuche sepa qué ha sucedido y lo entienda o se haga a la idea de la envergadura de los hechos y qué detalles desvían la atención o espectacularizan? La línea no siempre es tan clara como puede parecer.
En este caso, los relatos de las mujeres sobre Errejón incluyen la descripción de prácticas, digamos, no convencionales. Algunos de esos detalles parecen necesarios para entender de qué tipo de situaciones o de comportamiento sistemático estamos hablando. Pero corremos el riesgo de estigmatizar un tipo de sexo, de asumir que determinadas prácticas son necesariamente violencia sexual. La violencia sexual va de consentimiento y de consenso entre las personas, y no tanto de prácticas concretas. Un hombre puede violentar haciendo el misionero o masturbando a una mujer: lo ‘normalizado’ o frecuente de las prácticas no las hace ni mejores ni no violentas, de la misma manera que las menos convencionales o habituales no son ni humillantes ni machistas por sí mismas.
Machista es imponer tu deseo y tu voluntad. Machista es coaccionar o chantajear, explícitamente o no. Machista es sentir que si haces o no haces algo, se te castigará o tendrá consecuencias, sea dejar de llamarte, de hablarte, alejarse de ti, o agredirte físicamente. Machista es no estar dispuesto a considerar a la otra una igual con necesidades y voz propia, alguien con quien consensuar, no alguien a quien utilizar, menospreciar, o ningunear. Entre otras muchas cosas. Todo eso puede constituir a veces violencia y otras, destrato: no tiene consecuencias penales, pero es absolutamente reprochable y no aceptable en según qué espacios.
Por qué siguió con él
Sí, las mujeres tenemos que hacernos responsables de nuestros actos. Pero, ¿les vamos a pedir a los hombres que se hagan responsables de los suyos o vamos a centrar el discurso, una vez más, en lo que hacen o dejan de hacer las mujeres? Comprender por qué las mujeres nos quedamos en relaciones problemáticas e incluso violentas en cualquier sentido es acercarse a una realidad tremendamente compleja. Socialización, roles de género, trauma, vínculos traumáticos, ciclo de la violencia, expectativas sociales…
Querer resolver esa complejidad con un ‘asume tus actos’, ‘que se hubiera ido’, ‘por qué después fue con él a su casa/ se subió a un taxi/ o siguió la relación con él’ habla del profundo desconocimiento general que sigue existiendo sobre este fenómeno, a pesar de años de leyes especializadas. No podemos volver a lo que ella hizo, porque es volver al discurso de la minifalda, de la resistencia, del ibas provocando, del tú te lo buscaste. Y porque es renunciar a hacer la pedagogía necesaria para que la sociedad comprenda que la respuesta a las preguntas sobre por qué nos quedamos, por qué volvemos y por qué seguimos no nos corresponde a cada una de nosotras sino que debe ser conjunta porque tiene que ver con el sistema en el que nos criamos: el patriarcado.