Cogí un autobús y en siete paradas estaba a las puertas del infierno

La Torre está a siete kilómetros de la plaza del Ayuntamiento de Valencia, los que separan la vida corriente de una sociedad posbélica. La llegada tardía de los recursos públicos y la ausencia de logística desesperan a los municipios de la zona cero arrasados por las inundaciones, donde reina la rabia y una solidaria anarquía

El acta de la reunión del comité de emergencias por la DANA: 1.900 personas denunciadas como desaparecidas en el 112

València se despierta el día de los muertos con más de 200 sobre la mesa. Pero en la capital, algo más callada de lo habitual, pasean familias vestidas de fiesta hacia los parques y grupos de jóvenes desayunan en las terrazas. Hay taxis, pasos de cebra y discurren ligeros los coches por las grandes avenidas. Un festivo normal, a excepción de las bicis cargadas con garrafas de agua y grupos de gente acarreando bolsas y mochilas. Van a la zona cero, l’Horta Sud, el epicentro de la mayor catástrofe que se recuerda, a siete kilómetros de la plaza del Ayuntamiento de la tercera ciudad de España. El autobús 27 transporta a un ejército de jóvenes con escobas que no son de la resaca de brujas de Halloween. En siete paradas se abre la puerta. Bienvenidos a La Torre.


Vecinos y voluntarios de la pedanía de La Torre limpian las calles de la localidad, este viernes.

El suelo sigue marrón y los vecinos siguen luchando por deshacerse del barro artesanalmente, con herramientas precarias. Son cuadrillas de amigos que se miran de vez en cuando: no saben cuándo acabarán o si servirá para algo. Faltan camiones, cañones de agua para deshacerse de manera efectiva del lodo, falta dragar las calles. Para alguien que fuera por primera vez a La Torre, la peor DANA del siglo podría haber pasado ayer mismo, no hace tres días. Algunos, a ratos, han recuperado la luz y el agua. Sobrevivir allí, donde no hay tiendas, médicos o supermercados, sigue siendo cuestión de amigos, caridad y destino.

Salvo algunos camiones y un par de patrullas de policía desbordada, que pone cintas de no pasar que nadie respeta, no hay síntoma de que aquí llegue el Estado. La avalancha de voluntarios desembarca en La Torre sin que nadie los dirija. La Policía Local de València tiene un toldo con una persona para liderar la operación de ayuda. Sobran ganas de hacer algo, pero falta toda la logística. El Ayuntamiento de València acaba de poner un punto de reparto de alimentos en el barrio que gestiona una ONG. Están ‘de suerte’, desde las inundaciones tenían que ir a buscar comida caminando un kilómetro cada día.

Hay mucha rabia en La Torre: “Las putas fotos, no sé a qué vienen aquí a hacer fotos” dice una joven de veinte años con una niña de dos a horcajadas. Hay rabia por los muertos, por las casas que ya no lo son y, sobre todo, porque es el tercer día apañándoselas solos.

Como en Catarroja, Sedaví, Picanya, Massanassa, Chiva. Como en Alfafar, cuyo alcalde pedía este jueves de manera desesperada que acudiera alguien: “Hay gente conviviendo en casas con muertos”. Es del PP, como el gobierno autonómico, pero no dudó en criticar que no hubiera llegado nadie. “Tenemos la policía local y una patrulla autonómica. Hemos tenido que vaciar un supermercado y repartir”. Pidieron a sanitarios voluntarios que les ayudaran o les trajeran medicinas. Aunque haya danas, los partos, los virus o las apendicitis no se paran. El día era soleado, la gota fría había pasado y Alfafar seguían sobreviviendo con voluntarios y trueques.

En Catarroja no pudo entrar nadie hasta el jueves. Amasijos de coches, apocalipsis en las calles, sin luz, agua ni teléfono por el que pedir ayuda para gente mayor o para urgencias. Hay vecinos que han tenido que caminar 10 kilómetros para ir a casa de familiares. Se sale a pie pisando barro y esquivando pilas de coches porque no hay infraestructuras. A estas horas hay un número indeterminado de cadáveres por recuperar y familias que no saben nada de los suyos. Esto tiene además una vertiente de salud pública, porque la descomposición de cadáveres, y más en un ambiente de barro y humedad, puede desembocar en enfermedades.

Una mujer dio a luz en Silla en lo peor de la inundación. Hay quien ha tenido que beber un vaso de agua, con suerte, al día. Como Silvia, a la que le pilló la inundación en Aldaia: “Éramos unas 15 personas refugiadas en la esquina de un polígono seis horas de pie bajo la lluvia, veíamos pasar por nuestro lado una tromba de agua con puertas, contenedores y hasta un tráiler de camión”. Sobrevivió por la solidaridad de Ana y Greta, que la alojaron, la vistieron y la alimentaron junto a sus familias.

Tras la tragedia, y ante la ausencia de una gestión rápida que paliara los efectos del desabastecimiento, se han tenido que montar cadenas de favores, los edificios han hecho despensas comunales y han atendido a mayores y niños con voluntarios y sanitarios que también quedaron atrapados en muchos pueblos. Alguien acompañó a alguien a buscar su coche, alguien prestó el teléfono a alguien y alguien consiguió a otro alguien las pastillas de la tensión. En medio de ese caos, pillajes y detenidos por arrasar y robar coches, casas y supermercados. La falta de agentes, de luz y de suministros básicos han hecho de argamasa para el caos y el enfado.

Las policías locales de cada municipio hacen lo que pueden. Antes de las inundaciones que barrieron sus pueblos no tuvieron información ni coordinación para lo que venía. Tampoco ahora tienen demasiada. En Benetússer, donde la lengua de agua ha borrado del mapa la comisaría, no tienen ni calzado para ellos ni material para ayudar a los vecinos. “Aquí vemos camiones pasar, pero no para nadie, vamos pidiendo cosas a los vecinos, un generador, y vamos auxiliando a otros como podemos”, dice un agente el viernes por la tarde.

Aunque la situación mejora poco a poco en algunos municipios –a Paiporta por fin ha llegado el Ejército–, es difícil de entender por qué a 15 minutos en coche de la capital se ha impuesto una precariedad posbélica.


Vecinos de Paiporta trabajan en la limpieza de calles, locales y viviendas de la localidad junto a una montaña de vehículos arrastrados por la corriente, este viernes.

Primero, porque cayó barranco abajo una cantidad de litros equivalente a cuatro veces la capacidad del Ebro. Eso hay que combinarlo con la falta de rapidez de la Generalitat a la hora de solicitar recursos extraordinarios al Estado, una gestión cuestionada y que se suma a las críticas por la falta de acción para prevenir los daños de la peor DANA del siglo, con alertas que llegaron demasiado tarde.

La primera vez que el gobierno valenciano pidió al central que enviaran refuerzos de la UME (la Unidad Militar de Emergencias, dependiente del Ministerio de Defensa) fue el martes a mediodía para Utiel. Por la noche, a las 20.36 y con toda l’Horta Sud ya arrasada, el gobierno de Mazón pidió más refuerzos, que ya no se pudieron desplegar hasta que bajaron las aguas.

Se ha esperado al jueves a pedir más efectivos para ayudar a la logística, pese a que para entonces eran ya un clamor las peticiones de auxilio de alcaldes y vecinos. Además, la dirección de la emergencia, en manos del gobierno de la Comunitat Valenciana, ha repartido unidades militares de manera desigual. Hay poblaciones que tienen y poblaciones que no. Hay administraciones autonómicas que se han ofrecido a colaborar, como Catalunya, a la que de momento no se ha solicitado ayuda. Igual ha pasado con los bomberos forestales de Valencia, que han denunciado que quieren ayudar y se les está “infrautilizando”.

A la magnitud de la tragedia y los tiempos de respuesta se suman las dificultades de movilidad para los ciudadanos y de acceso para la maquinaria y el Ejército en algunos municipios. Las inundaciones dejaron carreteras locales devastadas, puentes caídos y daños en cuatro vías esenciales para Valencia: la que va a Madrid, la que va a Alicante y el anillo de circunvalación, aún lleno de coches y con restos de las cargas que perdieron cientos de camiones. La conexión ferroviaria con Madrid estará parada al menos dos semanas. El metro no prevé retomar la normalidad hasta dentro de meses. Los colapsos por carretera desde el martes de la tragedia son habituales.

Para ordenar toda esta movilidad, desde las cuentas de la Generalitat se limitan a “pedir” a la gente que no vaya a las zonas de DANA o que no coja el coche. De momento, el llamamiento no ha surtido efecto y los vehículos pesados de ayuda militar y civil tienen serias dificultades para moverse o reparar carreteras.

Hay localidades que han visto bomberos o camiones cisterna para aliviar la sed, pero no al Ejército ni un plan logístico de ayuda en cuestiones cotidianas o limpieza. Por ejemplo, en La Torre, adonde está previsto que la UME llegue en las próximas horas y donde las escobas domésticas siguen siendo la principal herramienta. La mañana festiva del viernes ha significado allí limpiar sin ver el fin y seguir buscando comida. Alguien pregunta en la plaza de la iglesia si hay sopa o algo caliente. En muchas casas no se puede cocinar, aunque hay quien tiene un infiernillo. Una cadena humana transporta cajas con donaciones para que coman quienes el martes hacían la sobremesa despreocupadamente sobre confortables manteles.

Doy la vuelta. Camino y me voy. En 20 minutos se puede abandonar La Torre y dejar allí un mundo traumatizado con problemas para sobrevivir mientras acuden este viernes festivo miles de voluntarios hacia allá, camino de saturar las vías sin que, una vez más, la administración competente tome ninguna medida efectiva que lo impida.

Silvia también hizo ese viaje desde el infierno a la normalidad, pero lo hizo en autobús. Desde Aldaia a Valencia: “Me acompañaron andando lejos, al barrio del Cristo, a ver si podía irme a Valencia y de ahí a mi casa, en Barcelona, porque había venido aquí por trabajo”. Había perdido su coche, su maleta, había sobrevivido bebiendo poco, sin poder lavarse, racionando la comida. Pasó un autobús y recogió a Silvia. Al llegar a la capital, este jueves, las puertas del autobús la escupieron en el centro de la ciudad, al lado de la plaza de España. Hacía sol. Llevaba puestas unas zapatillas prestadas, pequeñas para su número y llenas de fango. “Me quedé en shock. Los bares estaban abiertos y la gente se reía”.

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