Tendemos a asociar el cambio o medir el estado de la sociedad con los grandes acontecimientos, con las voces que gritan en televisión o en redes sociales y olvidamos el inmenso poder de los pequeños actos. En las aulas, en las asociaciones de mujeres, en los clubes de lectura
Si hay un libro que exprese de una forma más clara la sensación de desencantamiento, desmotivación y desafecto que me ha invadido en el último año, ese es “El informe” de mi adorada Remedios Zafra. Tanto es así que muchas veces he dicho a mis seres queridos: “Si quieres saber qué me pasa, lee este libro”.
“Pensé que otros estaban así, como yo, viviendo sin saber que tienen vida” escribe la autora en este informe en el que cuestiona la forma inhumana e hiperproductiva en la que trabajamos, y con un profundo amor por la vida, nos invita a repensar estos modos de trabajo, que lejos de llevarnos a un hacer con valor, nos provocan desapego y apatía.
Vivimos tiempos difíciles y es casi imposible salir indemne. En los últimos meses, en los mensajes de whatsapp que me cruzo con amigos y compañeros aparecen tímidamente las palabras “desánimo”, “tristeza”, “miedo”, “cansancio”.
Pensé en lo perjudicial que es para el mundo que personas con un talento desbordante, con pasión por lo que hacen y con grandes cosas que aportar a la sociedad, sintieran ese desafecto con sus trabajos y con lo que les rodea. Si esto sigue así “¿Quienes perturbarán a las personas para recordarles que son personas? ¿Quienes escribirán los poemas, los libros, las obras capaces de romper la coraza de un espíritu endurecido por fuerzas deshumanizadoras que se normalizan? ¿Quienes educarán con pasión?”, escribe Zafra.
Mientras leo y releo las páginas de “El informe”, copio un párrafo en el móvil y se lo mando a una periodista querida. Leí esto y me acordé de ti, le digo: “… me gusta pensar que cuando alguien hace bien su trabajo, el mundo se salva. (…) Esto acontece, por ejemplo, cuando una periodista se documenta con rigor para desvelar las mentiras de un político en una época en la que la sociedad está dejando de confiar en lo que escucha, y con ese ”hacer bien su trabajo“ causa efecto y ayuda a recuperar el valor de la verdad. O cuando un político responde a la ciudadanía como se espera de un trabajador con responsabilidad pública (…) O cuando un cocinero hace un guiso saludable o exquisito. O cuando un grupo de investigadores avanza en tratamientos que ayudan a los enfermos. O cuando los actores se sumergen en la magia del escenario y nos hacen volar…”.
Yo creo que salvas el mundo, le digo, y realmente lo creo, porque el hacer bien un trabajo, con ética, con rigor, con pasión, no es solo un acto de excelencia profesional, sino también y sobre todo, un gesto de resistencia ante la desidia, un acto de amor por la comunidad, una pequeña forma de rebelión contra esta corriente que pretende convertirnos en seres apáticos, resignados, solitarios, inertes.
Y entonces, algo mágico sucede unos días antes de escribir estas líneas. Una pequeña asociación de mujeres de Villacarrillo, un pueblo de la provincia de Jaén, me invita a que acuda a proyectar mi documental “A las mujeres de España. María Lejárraga” a la localidad, a tener una charla con los alumnos del instituto y por la tarde, con los vecinos que acudan al teatro. Llevan dos años intentándolo y no han cejado en su empeño. Estoy agotada de las últimas semanas, son cuatro horas en coche pero decido acudir. Y ahí está, la esperanza.
En el IES Sierra de las Villas, un auténtico museo con reproducciones de obras del Museo del Prado puebla los pasillos. ¿Y esto? Pregunto. “Fue una idea de la profesora de Historia del Arte, los alumnos estudian así las obras y hacen visitas guiadas a sus compañeros, aquella otra ala del edificio está dedicada a las propias creaciones de los alumnos, que también exponemos, y así vamos creando nuestro museo”. Me explica otra de las profesoras con sonrisa enorme.
En el aula hablamos sobre feminismo, sobre cine, creación, derechos, igualdad, memoria… Los profesores han trabajado a fondo y se nota, comparten reflexiones, pensamientos, todos nos emocionamos. Al despedirme, me regalan una planta de su propio huerto. “Las cultivamos aquí, con los alumnos”.
La proyección de la tarde está hasta los topes. Rosario, representante de la Asociación de Mujeres Ágora me cuenta: “En la asociación no tenemos presupuesto, pero queremos aportar a los demás; no nos conformamos con reunirnos entre nosotras, buscamos ofrecer actividades como esta al pueblo”. La película termina y la emoción nos embarga a todas. Una señora ha acudido a la proyección con su andador. Me abraza emocionada y me da las gracias. El nudo de mi garganta es cada vez más fuerte.
Me despiden con flores y aceite. Nos hacemos fotos. “No olvidaremos este día”, me dicen. Les aseguro que yo tampoco, y que lo tendré presente cada vez que me invada la desesperanza.
Tendemos a asociar el cambio o medir el estado de la sociedad con los grandes acontecimientos, con las voces que gritan en televisión o en redes sociales y olvidamos el inmenso poder de los pequeños actos. En las aulas, en las asociaciones de mujeres, en los clubes de lectura, en los cineclubes, en los huertos colectivos, en los pequeños museos creados por profesores llenos de vocación, se siembran instantes de cultura, de pensamiento, de vida. Y realmente me emociona. Este buen hacer, este hacer con pasión, salva el mundo.
Gracias mujeres apasionadas, que diría nuestra María Lejárraga, gracias por rebelaros contra el desánimo, gracias por inspirarnos y contagiarnos, por devolvernos las ganas. Gracias.