Ni somos iguales ante la Ley, ni se ampara el derecho de todos “a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”. Ni la codicia neoliberal garantiza el derecho a la salud en la práctica, en clara tendencia a dejarlo reducido al mínimo. Las ideologías ultras están sacralizando la discriminación como norma en toda diferencia
Un día como éste, hace 46 años, se votaba la Constitución española que rige en la actualidad. En el escueto Centro Regional de TVE en Aragón trabajamos a destajo. Entre otras mermas a la inalcanzable perfección, me molestaba que hubieran preterido a mi tierra, comunidad histórica con sus fueros y su Justicia como Defensor del Pueblo, frente a las de Catalunya y el País Vasco. Sin tiempo para casi nada, apenas llegué a la puerta del colegio electoral a tiempo de votar. Había que intentarlo. Sin entusiasmo. Hoy Aragón está regido por un gobierno de marcada derecha extrema que anula logros importantes de la andadura democrática. Y ese recorrido con grandes dosis de desencanto lo hemos venido transitando muchos demócratas de aquellos días y de todos los que han seguido y seguirán.
Vivimos hoy lo que en prensa se califica de “feroz debate partidista”. No es tal en sentido estricto: lo que hay es un brutal ataque de la derecha política, judicial y mediática al gobierno constitucionalmente establecido. De acuerdo con la Constitución -recalquemos-, basado en mayorías parlamentarias. Y eso que no es que se caracterice por ser muy radical en sus actuaciones.
Pedro Sánchez saca de quicio la derecha intensa, sobre todo, y a la que durante décadas se disfrazó de cierta izquierda incluso en su propio partido. Las invectivas de las viejas glorias del PSOE son tan salvajes o más que las de sus antiguos presuntos rivales. Es demasiada casualidad esa armonía entre el señor oscuro de “el que pueda hacer que haga” y un Felipe González que pasea su odio y su rabia por lo más furibundo del panorama mediático y siempre, invariablemente, que Sánchez se encuentra en un momento delicado. Se diría que les ha robado algo, o dañado algo de su propiedad. Debe ser eso, que la Constitución y la Democracia son suyas, incluso para destruirlas si se tercia. Porque lo que está pasando en España dista de ser normal.
“La avalancha de agresivas sobreactuaciones contra Pedro Sánchez, tanto desde un PP y su entorno que no acaban de entender por qué la presa es tan esquiva como de viejos compañeros suyos sumidos en la melancolía del poder perdido, es ya un ruido que no cesa”, escribe Josep Ramoneda. Y es verdaderamente paradójico que un PP cargado hasta las pestañas de corrupción y juego sucio se presente inmaculado para culpar al gobierno de todos los males de la humanidad.
En algunos casos el odio es patológico al punto de atreverse a hacer diagnósticos psiquiátricos de la personalidad de Sánchez … basados en consabidas teorías publicadas en prensa desde hace años para presentarlo prácticamente como un monstruo. Dadas referencias de otros miembros ilustres de los Haters del presidente creo que empieza a ser preocupante.
Es cierto que Sánchez hizo o dejó de hacer, y eso pasa factura. Pero evidencia que si este gobierno les parece de extrema izquierda a abatir, el anterior, primero de coalición, no tenía grandes posibilidades de sobrevivir -incluso en sus integridades físicas- en el país del atado y bien atado. Y a fe que lo está.
Si nos ponemos exquisitos se sigue incumpliendo de entrada el Artículo 15 de la Constitución que conmemoramos. A numerosos niveles. “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”. Porque puestos a mirarlo, múltiples declaraciones políticas y mediáticas insultantes desparramadas a quienes les molestan sobrepasan el nivel admisible. No se pueden calificar de libertad de expresión.
El deterioro de la débil democracia que se instauró hace 46 años es ostensible en el tiempo. Había habido una gran controversia con las autonomías, históricas o no, de primera o de segunda. En 1980 Felipe González se pasó por Zaragoza para templar nervios y hacer una de sus primeras promesas falsas (total y rotunda después con el referéndum de entrada en la OTAN). Lo de Aragón se arreglaría y su autonomía sería plena, me dijo, y no fue así. Hoy, lo que son las cosas, las comunidades autónomas, son casi reinos de taifas, y no precisamente una estructura federal.
La idea de gestión en proximidad falla quizás en la vieja tradición española de las arcas abiertas, en algunas zonas que no la recibieron como nueva. Ha habido casos sangrantes, lo es ahora el de la Comunidad Valenciana. Las autonomías en manos del PP (a menudo con Vox o siguiendo sus directrices) se han establecido como una especie de Estados independientes con Madrid a la cabeza en su pulso ridículo contra el Estado real, España, que la alberga. Van a lo suyo y tiene consecuencias, en el terreno económico con la recogida y distribución de impuestos en favor de las rentas más altas y hasta en la salud, una vez más. Cada día se evidencia, hoy con las medidas contra las epidemias estacionales. Parece que mucha gente sigue sin entender cómo condicionan sus vidas unas políticas u otras.
Con el tiempo la Constitución se fue reduciendo para la derecha a un solo artículo: “La unidad indisoluble de España” y, eso sí, las fuerzas del orden para preservarla. Resulta irritante que se llamen constitucionalistas quienes menos lo son, precisamente. En conjunto ni somos iguales ante la Ley, ni se ampara el derecho de todos “a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”. Ni han establecido aún los poderes públicos en 46 años las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. Ni la codicia neoliberal garantiza el derecho a la salud en la práctica, en clara tendencia a dejarlo reducido al mínimo. Las ideologías ultras están sacralizando la discriminación -que prohíbe expresamente el texto constitucional- como norma en toda diferencia: “por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Todo esto lo sabemos.
No esperábamos en aquel tiempo la deriva que se ha producido. No tanta. Que la supuesta concordia lograda para la elaboración del texto volviera a sacar la bota de los fascistas vencedores de la guerra para sentar sus reales sobre todos. Con malas artes. Atreviéndose a usar en su provecho la Constitución que degradan cada día.
La Transición fue uno de los mejores momentos para el periodismo. Había que inventarlo casi, tras la larga dictadura. Fue apasionante. En pocos momentos, antes y después, ha sido tan libre y tan servicio público. TVE también. Ahora asusta asomarse a ese pozo sin fondo de desinformación y manipulación política en gran parte causante del momento de tensión que vivimos. No es total, por supuesto, pero el volumen de quienes se dedican al servicio político partidista, sin disimulo siquiera, es más que notable. No puede ser inocuo manipular tanto, malmeter con tal saña y todos los días.
En este aniversario, poco color y nula trascendencia. No han acudido ninguno de los socios del PP: Vox, CC y UPN. Tampoco los nacionalistas del grupo de investidura de Sánchez. A destacar las impenitentes soflamas de Feijóo y el disfraz de kimono rojo de una Ayuso con cara de sueño que quizás por eso, contra su costumbre, no ha proferido que sepamos, ni un insulto.
Las largas dictaduras como la de España se pagan caras en el tiempo, y mucho más si no se limpian los elementos tóxicos. Para lo que había, hemos funcionado hasta mejor de lo que cabía prever con esos mimbres -los ciudadanos también pueden influir más de lo que parece- pero habría que hacer más y el viento viene ya a la contra.
Mirar atrás produce un cierto desencanto, aquel viejo, presentido, de que hubo que cuidar más la recuperación de una democracia tras prolongado letargo y estar especialmente atentos a los avatares del camino. Sigue habiendo demasiadas malas hierbas en su transcurso, lo bueno quizás es que cada vez se notan más y suele ser un paso para reaccionar.