Pesimismo y capitalismo

Somos pesimistas ante la evolución de un hipercapitalismo que se acelera año a año. Pero procuramos no decirlo porque no somos capaces de imaginar alternativas o, simplemente, porque no deseamos pasar por antisistema, aunque en secreto lo seamos

Hace ya años que la mayoría de los europeos se declara pesimista ante el futuro. Lo mismo puede decirse de los estadounidenses: baste como ejemplo el hecho de que han vuelto a hacer presidente a Donald Trump, un vendedor de crecepelo. Sabemos de ese pesimismo generalizado. A veces lo atribuimos al cambio climático. A veces le atribuimos consecuencias como el auge de la ultraderecha. En cualquier caso, solemos considerar el pesimismo como un simple factor dentro de una ecuación política y económica muy compleja.

Es lo que hace Mario Draghi en su extenso informe sobre la competitividad europea. Dice que nos hace falta innovar para no seguir quedándonos atrás respecto a Estados Unidos y China, que debemos gastar más en armamento y aumentar muchísimo la inversión pública. Y dice también que hay que acabar con el nacionalismo y con el pesimismo. El pesimismo, decíamos, como simple factor social.

El pesimismo está justificado. ¿Vivirán nuestros hijos mejor que nosotros? Parece que no. ¿Vivirán peor? Parece que sí. Pensar de este modo induce por fuerza al pesimismo. ¿Por qué creemos que el futuro será peor que el presente, que a su vez vemos peor que el pasado inmediato? Porque el clima está cambiando, porque las corrientes migratorias crecen de forma incontrolable, porque los salarios reales son cada vez más bajos, porque el acceso a la vivienda es cada día más difícil, porque no sabemos vivir sin consumir productos innecesarios, porque no sabemos qué hacer con la inmensa cantidad de residuos que generamos.

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