La situación provocada por la conducta de Juan Carlos y la condición actual de la monarquía española más se parecen a las antiguas constituciones históricas en las que la persona del rey no solo era inviolable sino sagrada, y eso no es propio de la voluntad abierta del constituyente
Los jueces Castro e Yllanes han instado al rey a que renuncie a su inviolabilidad en el discurso de Navidad. En estas fiestas pasan estas cosas, la gente pide a los reyes, convencidos de que son ellos los que dan cosas, pero estos dos excelentes jueces saben quiénes son los reyes y, en realidad, saben que en una monarquía constitucional nadie puede estar por encima de la soberanía que reside en el Parlamento, es decir, encima de la capacidad y voluntad democrática expresada mediante leyes.
En otras monarquías, una que sigue, la británica desde 1689, los reyes lo saben y respetan; en otras, que ya no siguen, el ejemplo más reciente es la griega del cuñadísimo de los Borbones, lo ignoraron y se acabó. Además, se sabe que la palabra de un rey en un discurso navideño no tiene ningún valor, como ya hemos podido comprobar en el antecesor y padre del actual monarca. Pero debe entenderse en la propuesta, al menos así lo entiendo yo, que se trata de una provocación sin esperanzas de respuestas pero sí de reflexión ciudadana.
Ya nos conformaríamos con que el rey se comprometiese al cumplimiento estricto de la Constitución en lo que se refiere a su inviolabilidad, interpretada en la persona de su padre de manera más que extensiva por los juristas de la Corte o el cumplimiento de la ley orgánica de 2015 sobre inmunidades y privilegios de jefes y exjefes de Estado, firmada por él mismo, que recoge los compromisos internacionales del Reino de España en esta materia.
Malos tiempos. Además coincide la petición con la escalada política de la Casa Real emprendida por su actual dirección y un momento polar en la política española en la que difícilmente se pondrían de acuerdo PSOE y PP para una eventual reforma de la Constitución. En todo caso, en Zarzuela se entendería como un signo de debilidad impropio de una monarquía con una dinastía de escasa o nula tradición democrática como la borbónica.
Sin embargo, como afirmó de manera acertada en su tiempo José Antonio Martín Pallín, ni siquiera habría necesidad de reformar la Constitución, bastaría con que se cumpliera la actual y que se aprobara de una vez una ley sobre la Corona que no deje interpretaciones cortesanas a los juristas más domésticos.
La situación provocada por la conducta de Juan Carlos y la condición actual de la monarquía española más se parecen a las antiguas constituciones históricas en las que la persona del rey no solo era inviolable sino sagrada y eso no es propio de la voluntad abierta, no digo de la oculta, del constituyente que ya recibió, sin embargo, el paquete real, un regalo, vía ley de la reforma política de 1977.
Son deseos navideños, como que se descubran a la opinión pública esos sondeos en manos de Adolfo Suárez sobre las preferencias republicanas de la ciudadanía. En todo caso, ¿quién nos garantiza, sin que el legislador español haya dicho palabra alguna desde los acontecimientos que han presidido el reinado de Juan Carlos, que el actual rey no esté recayendo en los mismos vicios de su padre?