La primera vez que lanzó una ‘fake news’ (a veces, le gustaba hablar como a los progres con estudios), fue para hacer creer, a quien pudiera leerlo en Internet, que cierto inquilino del entresuelo, un tal José Luis Pitagol Votoenblanco, era un consumidor compulsivo de pistachos
Detrás de la ventana, no estaba nevando. Raro es el año que nieva en Barcelona. Así que, al fin y al cabo, podría decirse que, otra vez, eran unos días de Navidad normales. Y, esto también, que hacía un frío que pelaba. Por tal razón, don Abrelatas Flequillín Pantojo se echó sobre los hombros la manta de la mili, que conservaba desde hacía décadas. Era una manta astrosa, de color oscuro y echaba peste a humedad. Si embargo, ello no era óbice para que don Abrelatas se sintiese a sus anchas divulgando todo tipo de infundios ante la pantalla del portátil. Para ser un portátil, resultaba un trasto muy grande, pues era de los primeros que salieron al mercado, aunque el suyo se lo habían regalado juntando puntos en la caja de ahorros, cuando todavía existían estas instituciones. Todo era muy antiguo en su vida. No digamos sus principios, de los que estaba muy orgulloso.
Aun así, hay que reconocer que la actividad que le ocupaba la mayor parte de su tiempo libre era bien moderna. Bueno, más que moderna, era muy actual, estaba vigente. Porque, en realidad, era tan antigua como la civilización. A don Abrelatas Flequillín Pantojo le pirraba inventarse trolas sobre los demás y ponerlas en circulación desde el anonimato. Había creado varios avatares en las redes para este fin, pero el que más usaba era El Altramuz Leal. Le encantaban los altramuces, siempre tenía una bolsita junto al ordenador, que iba picoteando a medida que se le ocurrían ideas con que poner de vuelta y media a los vecinos de la escalera.
Precisamente, la primera vez que lanzó una fake news (a veces, le gustaba hablar como a los progres con estudios), fue para hacer creer, a quien pudiera leerlo en Internet, que cierto inquilino del entresuelo, un tal José Luis Pitagol Votoenblanco, era un consumidor compulsivo de pistachos. ¡Sí, decía bien: de pistachos! Evidencias, no tenía ninguna. Pruebas, solo una; pero fundamental. Un viernes por la tarde… ¡Ah, encima tuvo que ser viernes por la tarde! ¡Si es que salta a la vista!, don Abrelatas se frotaba las manos regodeándose en que el acontecimiento hubiese tenido lugar en el momento más sospechoso y siniestro de la semana. El viernes por la tarde la gente deja de trabajar y hace lo que quiere. Devolver libros a la biblioteca…, ya, ya, una forma hipócrita de enmascarar las bacanales de las que, sin lugar a dudas, ellos mismos deben sentirse avergonzados.
En efecto, un viernes por la tarde encontró una cáscara de pistacho sobre la alfombrilla ante la puerta de aquel detestable vecino, y no de otro. Del progre que había puesto escandalosamente esa alfombrilla con la cita de Antonio Machado, un republicano de dudosa moral. En la alfombrilla se leía impreso: “Caminante, no hay camino, pero deja los zapatos fuera”. Aquel viernes, don Abrelatas volvía de comprar altramuces, por supuesto. Porque el pistacho…, ¡todo el mundo sabe lo que es el pistacho: el alimento preferido de Gadafi! No recordaba don Abrelatas Flequillín Pantojo dónde se había enterado de este dato tan relevante. Seguro lo vio en Discovery Channel. ¿Qué puede comer un dictador sanguinario de ese país tan raro que lo mismo se llama Líbano, que Libia, que Liberia…? No, Liberia seguro que no era. Estaba en otro continente. O, a lo mejor, en el mismo, pero por otro lado. En África, uno nunca sabe qué camino está pisando. Como la alfombrilla del vecino.
Todos los progres comen pistachos, don Abrelatas lo captó al vuelo y le salió una mueca de repugnancia. Hay que reconocer que, al principio, se había pegado un susto de muerte; pues, en vez de ver en el suelo una cáscara de pistacho vacía, le pareció identificar una cucaracha, como las que pululaban a todas horas por su casa. Creyó que ese bicho asqueroso se le había escapado a él, y temió que los vecinos se enterasen de que la vida le superaba, y que no podía con nada que no fuese navegar por Internet. Así que pasó al ataque. Antes de que empezasen a criticarle, más aún, que ya es decir, al fin tomaría él la iniciativa. Vale, no era una cucaracha. Peor aún, era un pistacho. ¡Espuertas de pistachos era lo que ingería aquel vecino desaprensivo, lo mismo un Gadafi cualquiera que lee artículos de Javier Pérez… Royo! Todos los Javier Pérez tienen mucho rollo, de eso estaba bien seguro don Abrelatas Flequillín Pantojo.
Víctimas de los bulos de racimo con que dinamitaba las redes sociales, uno tras otro fueron cayendo en el descrédito todos los vecinos de la finca. Una vez, vio asomados al balcón a los cinco hijos de la señora de la puerta de al lado. Estaban contemplando el arco iris muy contentos. ¿Arco iris? ¡Adoctrinamiento! ¿Qué educación familiar se puede esperar de una mujer que vive sola con sus hijos! ¡Seis personas solas en una casa! ¡Qué barbaridad! Ya podría haber cien, que seguirían solas igualmente; porque las mujeres y los niños siempre estarán solos si no hay un hombre en la casa. Al reflexionar sobre este concepto, don Abrelatas recordó que su serie de infancia preferida era Un hombre en casa. Lo que más le gustaba era el título. Antiguamente, sí que había valores.
Con los rumores y las calumnias que don Abrelatas propagaba sin parar, se extendió entre los vecinos un mutuo recelo. Aparentemente, nadie se tragaba esas patrañas, pero daban qué pensar, y así se creó un irrespirable clima de desconfianza. Ya nadie le sujetaba la puerta del ascensor al vecino para compartirlo. Al contrario, si lo veía venir se daba prisa para entrar solo. Una vez, en el portal, pero dentro, no en la calle, el inquilino del entresuelo vio que al hijo pequeño de la vecina se le caía una cáscara de pipa al suelo, y se abalanzó a recogerla, por miedo de que ahora también le acusaran a él de comer pipas, como Pippi Långstrump o alguien relacionado. Estuvo a punto de darle un pescozón al niño por haber puesto su reputación en peligro. Y aunque fue capaz de contener su mano, no lo consiguió con la lengua, y le dijo que todo el mundo sabía lo que pasaba en su casa cuando llovía y hacía sol, y que o lluvia o sol, pero que todo no se podía tener en la vida. Y desapareció murmurando, pero para que le oyeran, que estaba la finca que daba asco de cáscaras de pipas. Y de plátanos. Y de patatas. Y que la culpa no era de los pistachos. Así fue como, en muy poco tiempo, aquel edificio se volvió un lugar triste y sombrío, donde ya nadie respetaba a sus semejantes, donde la gente ya no creía en nada que no fuera en sus propios miedos, y donde nadie esperaba nada del porvenir porque todo el mundo vislumbraba un futuro aún peor.
En resumidas cuentas, don Abrelatas Flequillín Pantojo consiguió que todo el vecindario se comportase como él. A falta de proyectos en común, buenas son las enfermedades contagiosas. No es que la desdicha de los otros reconfortase la propia, don Abrelatas no lo veía así, no. Desde su punto de vista, todo estaba, al fin, en orden y, de una vez por todas, se había impuesto la verdad, aunque para ello la verdad hubiera tenido que inventársela.
Aquella mañana de vacaciones navideñas, don Abrelatas se había ido a los Encantes Nuevos, en la calle Valencia con Dos de Mayo, para comprarse de segunda mano el helicóptero amarillo de los Madelman. Era una adquisición que iba más allá del coleccionismo. Necesitaba el helicóptero para una cosa. Porque resulta que, reuniendo montones de Exín Castillos, encontrados en mercadillos, o localizados por Wallapop, había construido una reproducción del Valle de los Caídos más que fidedigna. Si Álex de la Iglesia la hubiera visto, le habría contratado para hacer la maqueta en esa película suya que llevaba el título de una canción de Raphael, Balada triste de trompeta. En gustos musicales, don Abrelatas se tenía un por un melómano, ojo, amante del sonido tanto como de la música, y Raphael se le quedaba corto. De un tiempo a esta parte, sus discos preferidos eran los de Supertrump. Durante un instante, calibró la posibilidad de que Pippi Långstrump también estuviese en el ajo. Cuidado con las palabras que acaban en Trump. Lo cantaban los Focomelos: todo lo que rima es verdadero. Es más, aunque no lo parezca, hasta la misma democracia acaba con Trump. Don Abrelatas se apresuró a apuntar esta idea, pero luego tiró el papelito porque le pareció una frase desagradablemente ambigua.
El caso es que el helicóptero de los Madelman significaba la guinda de su proyecto. Pues, ni más, ni menos, tenía planeado recrear la exhumación de los restos de Franco en el Valle de los Caídos. Para hacer el cadáver, había preparado un buzo de Montaplex, que parecía ya de por sí bastante embalsamado, y, con el fin de darle veracidad, le pegó en el rostro un sello de correos con la cara del Caudillo, que guardaba desde niño cuando empezó una colección. A falta del añorado mensaje de nochevieja de Francisco Franco, él le rendiría su personal homenaje con esta acción de arte contemporáneo, y con música del himno nacional, el Cara al sol y el villancico Dime, niño, de quién eres. La gente tiene que mojarse.
Pero un día la tristeza llegó hasta su corazón. Sucedió en el preciso instante en que iba a poner en marcha su cuidadosa escenificación, ya que cayó en la cuenta de que no tenía amigos para compartirla. Ni amigos, ni siquiera espectadores (que para eso están los amigos). No tenía a nadie porque, a veces, los vecinos le temían y él los despreciaba, y otras veces era al revés, y los vecinos le despreciaban y él los temía. Aun así, repartió invitaciones por los buzones, sin precisar en qué consistía la función. Siempre hay cosas que a uno le gustan mucho, pero que le da vergüenza decirlas en público. En política, también. Como ya había pasado mucho rato de la convocatoria sin que apareciera nadie, se resignó a empezar su patriótico espectáculo solo y lleno de resentimiento. Y cuando ya se disponía a hacer aterrizar el helicóptero sobre una plataforma llena de banderines y pendones (en el sentido de estandarte), retumbó en toda la casa un ding dong tubular. Hacía años que nadie llamaba a su puerta, y al sonido del timbre le precedió un chasquido eléctrico como de cortocircuito, pero, afortunadamente, no pasó nada. Y eso que en España siempre pasan cosas. Esto es porque no estamos preparados para nada.
José Luis Pitagol, el inquilino del entresuelo, estaba al otro lado de la puerta cuando la abrió, y llevaba en la mano una bolsa de kilo llena de pistachos. Finalmente, se había animado y aceptó la invitación. Sentía una curiosidad tremenda por lo que pudiera haber organizado su vecino, y de algún modo también se sentía halagado de que le hubiera tenido en cuenta. Cuando todo va mal, hay que empezar desde las cenizas. José Luis Pitagol no era mucho de comer pistachos, si bien es cierto que, ocasionalmente, los había comprado. Sin embargo, desde que se corrió la voz de que Gadafi, o sus herederos, se los mandaban por toneladas, se aficionó a este fruto seco de manera compulsiva. Es muy duro estar a la altura de la propia leyenda, y más cuando es inmerecida.
“¿Me permite que tome uno?”, le preguntó don Abrelatas Flequillín Pantojo señalando con el índice el paquete de pistachos. Y su vecino alargó los brazos y se lo tendió con generosidad, al tiempo que añadía: “¡Los he traído para eso!”. Con un ademán, el anfitrión invitó al inquilino a pasar al interior, y este le siguió por un pasillo lleno de metopas con escudos militares y una estantería con toda la colección de Los hombres de Harrelson, en VHS. “¿Es como el Valle de los Caídos, verdad? Nunca he estado, pero ni ganas”, dijo José Luis Pitagol cuando se encontró ante la maqueta. Don Abrelatas se encogió de hombros y le contestó: “Yo tampoco he ido nunca, pero creo que no me ha quedado mal. ¿Puedo coger más pistachos? Aquí solo tengo altramuces. Si usted gusta…”. La verdad es que los pistachos no le desagradaban. Cogió un tercero y, sin prestar atención, dejó caer la cáscara al suelo y siguió andando.
Cuando se hizo de nuevo la oscuridad en el pasillo, una cucaracha joven confundió la cáscara de pistacho con su abuela, que estaba sorda. Insistió varias veces; pero, harta de que no le contestara, supuso que se trataba de otra cosa, así que le dio un bocado para ver si, por lo menos, era comestible; pero sabía fatal y se dio media vuelta en busca del dueño de la casa. ¡Menudo timo de abuela! ¿Quién habría puesto esa cosa en medio del camino? Aquello era tan falso que no se podía ni comer. Entonces, sucedió algo terrible. A José Luis Pitagol se le volcó accidentalmente la bolsa de pistachos, y cayeron todos sobre la joven cucaracha, que pereció al instante. De este modo tan trágico, había descubierto que las mentiras no se pueden comer, pero se lo pueden comer a uno.