Lo diga el porquero o el rey

Perdonen la torra y la inmensa pereza que les habrá producido todo esto, pero el discurso del rey no pudo estar más plagado de verdades, cosa que no empece para que no le hagan ni puñetero caso

La gente lo ha disuelto todo hacia lo fácil, y hacia el lado más fácil de lo fácil, pero nosotros debemos mantenernos en lo difícil»

Rainer María Rilke

Siguiendo las enseñanzas de Juan de Mairena debemos colegir que las verdades son las mismas las diga Eumeo o Felipe VI y que el discurso real de la buena noche contiene unas cuantas de ellas. Me parece especialmente relevante la referencia al bien común como punto de referencia de la política y de los políticos y la defensa de la democracia liberal, de los derechos humanos y del fortalecimiento institucional junto a la petición del cese de la cacofonía que llena la esfera pública para recuperar un debate político sosegado y centrado en las verdaderas aspiraciones de la ciudadanía. 

¿Quién podría oponerse a esas ideas centrales?

Los hay, desde luego y no han tardado en hacerlo saber. En un alarde de manejo de los tecnicismo de la ciencia política lo han llamado “turra” o han mostrado su “pereza” o bien han considerado que como no ha dicho lo que desde su ideología hubieran querido su discurso es “derechizado”. Otros se han dedicado al meme fácil y populista, como si el Palacio Real no fuera propiedad de Patrimonio Nacional y, por tanto, de todos. Es perfectamente lícito disentir y criticar, aunque es evidente que lo hacen más por tratarse del rey que por el contenido, y que de haber sido el porquero el que pronunciara muchos de esos lugares de consenso no hubieran sido tan ácidos. En total los aburridos, hastiados y muertos de pereza representan al 17,18% del electorado dicho sea por poner las cosas en contexto y considerar si se trata de la opinión general o, incluso, de la opinión mayoritaria. 

Que el ruido y la violencia del debate político centrado en el poder -en conservarlo o en ganarlo o en manejarlo- y no el debate de los intereses comunes tiene hastiados a la mayoría de los ciudadanos no admite discusión. Más allá de los activos, activistas, periodistas, movilizados o directamente interesados existe una amplia masa de votantes que ha desconectado en gran medida del debate público. No quieren estrés, no quieren vivir en medio de esos altercados constantes y solo aparentemente importantes, un ecosistema en el que hasta los que nos vemos obligados profesionalmente a sumergirnos nos hastiamos a menudo. No tienen redes o no las usan con fines políticos, han desconectado de los medios informativos refugiándose en el entretenimiento y están peligrosamente cerca de abrazar el desprestigio de toda política, de pretender que todos los representantes públicos son iguales, de abrazar la idea de que la solución a sus problemas no llegará del libre juego democrático de representación y de que nada de lo que sucede en la esfera pública les atañe. El ruido no beneficia al interés general y, en todo caso, está pensado para sostener intereses particulares o partidistas. La serenidad es un caldo de cultivo mejor para la convivencia, lo diga el rey o Agamenón. 

Y esto nos lleva al tema del bien común, objetivo último de la acción política. ¡Claro que existe un bien común de la sociedad! El bien común estriba en la creación de las condiciones sociales para desarrollarnos en paz, con justicia y en libertad. Sólo quienes pretenden romper con lo existente para sustituirlo por algo que no se atreven a precisar pueden pretender que tal plan es indeterminado o insuficiente. El bien común incluye un conjunto de bienes materiales, educativos y éticos que permitan el mejor desarrollo de los individuos dentro de la sociedad, creando para ello una adecuada organización social. El bien común exige la equidad en la distribución de esos bienes de forma que se de cumplimiento a la determinación constitucional de que vivimos en un estado democrático, social y de derecho. Todos los términos importan y todos afectan al citado bien común. Desde las ópticas partidistas se eligen a veces unos por encima de otros, con una primacía inexistente en la enumeración constitucional. Debe darse todo a la vez, eso constituye el bien común. Me gustaría mucho que todos los que consideran que esto es aburrido, un tostón, nos explicaran abiertamente, sin caretas, por qué tienen pensado sustituirlo para volverlo vertiginosamente divertido, porque hasta el momento no lo han hecho y eso da mucho que pensar. 

Ninguna de las tres cosas puede ser masacrada en nombre del interés ideológico o partidista. Ninguna. Por eso es una obligación para el que busca el interés general oponerse a cualquier ataque a la democracia, al estado social o al estado de derecho. No hay hombre, organización, partido o interés ideológico que merezca que ni uno de estos pilares sea destruido. Y está sucediendo. El día que cualquiera de ellos quiebre habremos vuelto a lo peor de nuestra historia, como sabrán todos los que tienen memoria.  Defender la democracia liberal, el mejor de los sistemas que hemos sido capaces de diseñar, es una obligación para todo aquel que cree en el interés general. En este momento de desorden mundial es una obligación que nos atañe a cada uno de nosotros, aunque no sea lo más fácil, aunque resulte más sencillo rendirse al discurrir de la masa. La democracia liberal y el concepto europeo como salvaguarda de la misma es otra de las cuestiones que defendió Felipe VI y hay que ser más que porquero domador de onagros para considerar que no es el sentir más común de los ciudadanos de este país. 

Se refirió también el rey al consenso necesario para fortalecer las instituciones y mantener en ellas la confianza de la sociedad. No hay peligro más grande en muchas de las diatribas actuales. Las instituciones constituyen las vigas que sostienen la democracia. No hay teórico de la democracia que no considere que el primer paso para acabar con ella consiste en el debilitamiento de esa armazón. Entiendo que hay grupos y grupúsculos y hasta partidos que están disimuladamente en ello, en socavar la actual democracia liberal para hacer nacer otro régimen, tal vez importado, a la chita callando y sin poner sobre la mesa un programa que saben no tendría el respaldo ni siquiera de la totalidad de sus propios votantes. 

Y, desde luego, no se puede asumir el deterioro de la confianza ciudadana en la existencia de un Estado de Derecho real y con garantías en nuestro país. Cada paso que se da en este sentido –desinformando, retorciendo, generalizando, atacando, desprestigiando– es una bomba lapa colocada en los pilares de hormigón que sostienen todo el armazón de nuestra convivencia. El bien común, el interés general, obliga a buscar los explosivos y desactivarlos porque por mucho que haya quien crea que derribando el edificio salvará lo que prefiere, lo cierto es que es imposible; si el edificio se derrumba tampoco lo que defienden quedará incólume. 

Perdonen la torra y la inmensa pereza que les habrá producido todo esto, pero el discurso del rey no pudo estar más plagado de verdades, cosa que no empece para que no le hagan ni puñetero caso. Que nos iría mejor si se lo hicieran, no es menos cierto. Y eso lo puede comprender una persona que intelectualmente se considera republicana y un monárquico porque, ya saben, un rey de ahora no es peor que un rey mitológico ni tampoco peor que un porquero. Juan de Mairena lo suscribiría.  

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