Compañeros de instituto, de un trabajo anterior o de un grupo de amigos ahora extinto reaparecen por Navidad en plena saturación ociosa: «Voy porque si no quedas fatal»
El fenómeno de la Navidad intensiva o cómo se ha convertido en una celebración cada vez más larga
Es tan inevitable como el turrón, los villancicos o la cena familiar con el cuñado llena de comentarios incómodos: las reuniones por Navidad con los amigos del colegio, el instituto, la universidad o el antiguo trabajo se han convertido en un evento canónico al que es difícil renunciar. Algunos lo sufren más que otros. “¿Cómo le resumo yo a alguien todo lo que me ha pasado en un año?”, dice Rosa (nombre ficticio), una mujer de 50 años que ya se ha cansado de ir a estas convocatorias. Todos los testimonios de este artículo —excepto el consejo de los psicólogos— han sido recabados con la promesa de mantener su anonimato. No quieren quedar mal con esos antiguos amigos con los que cada vez tienen menos cosas en común.
Rosa solía quedar por estas fechas con sus amigas de la universidad de Derecho, pero en los últimos tiempos sus personalidades ha divergido tanto que ya no es capaz de sentarse con ellas a charlar como si nada estuviera pasando, a fingir que están en la misma situación o en el mismo punto vital. Durante el año todavía queda de forma individual con dos de las amigas de este grupo, a las que sí considera íntimas, pero al resto prefiere evitarlas. “Sus vidas han cambiado tanto que ya no me siento muy integrada”, explica.
Su pareja, sentada a su lado, lo ve de una forma más radical: “No, no tengo amigos que solo vea en Navidad. Si son amigos, intento ir a verles o quedar con ellos en otras épocas del año”. En unas fechas de calendarios hiperplanificados, en los que la cascada de reencuentros puede llegar a saturarnos, hay quien se plantea por qué quedar justo ahora si hace tiempo que se han debilitado los lazos.
Yo voy allí como mayoría silenciosa, como ese 50% de gente a la que no le queda más remedio que ir porque si no quedas fatal
La dinámica de este tipo de eventos puede ser intensa desde su germen. Alguien del grupo —Carlos, otro de los entrevistados (51 años), lo llama “figura aglutinante”— se encarga de convocar al resto, hace llamadas, monta un grupo de WhatsApp y convence a un número de gente suficiente como para que la reunión se perciba casi como obligatoria. Como si perdérsela fuera una falta de respeto al resto de personas que se han esforzado para encontrar un momento y juntarse. “Yo voy allí como mayoría silenciosa, como ese 50% de gente a la que no le queda más remedio que ir porque si no quedas fatal”, confiesa.
Cada año se reúne con sus ‘amigos’ de un trabajo anterior. “Fueron compañeros de trabajo y quieren que nos juntemos en Navidad como si fuéramos amigos, pero no somos amigos, fuimos solo compañeros de trabajo”, dice. Para él, “esas amistades de gente que no te llama, que no se preocupa por ti, que no te cuida, no son de verdad”. Así que va y juega un rol que tiene claro: “Mi papel es el de reír las gracias, hablar a la gente cuando ya no tiene con quien más hablar, y tratar de esquivar las preguntas que me hacen sobre mi vida. Luego se termina la cena y chao, hasta el próximo año”. Pero reconoce que su visión sobre el asunto es algo “pesimista” y que “hay gente que necesita este tipo de reuniones y le gustan y le hacen bien”.
Juan Antonio Román, psicólogo en la clínica Acierta Psicología, explica que la forma de encarar estos encuentros depende mucho del tipo de persona que seamos. Las personas extrovertidas, explica, se llenan de energía cuando están en grupos grandes y ajetreados. A los introvertidos, sin embargo, estas reuniones les resultan agotadoras, y harían bien en buscar pequeñas vías de escape para recuperar fuerzas. “Este tipo de perfiles pueden buscar tareas para alejarse del grupo y bajar la intensidad, o salir de vez en cuando a tomar el aire para calmarse”, aconseja Román. “Cada persona debería buscar sus propias estrategias para lidiar con esto”.
Son los ritos de la Navidad: están los regalos, el cuñado pesado y reencontrarse con esa vida pasada del instituto o la carrera en la que éramos personas diferentes. Creo que puede ser bonito
Rodrigo, madrileño de 37 años, entiende estos encuentros de una forma distinta a los entrevistados más mayores. “Creo que hay dos casos diferentes: el de las amistades que mantienes por compromiso, porque si vuelves a tu ciudad cómo no vas a tomar algo con esa gente que ha sido tan importante para ti. Pero también están los amigos de toda la vida que puede que vivan lejos y no pasa nada si les ves una vez al año. Es como si no hubiera pasado el tiempo”, dice. “Yo tengo un amigo en Australia, nos vemos una vez al año, pero cuando viene y charlamos durante un rato es como si no hubiera pasado el tiempo y recuperas en unos momentos la confianza que tenías en esa persona”. Son los ritos de la Navidad, opina Rodrigo: “Están los regalos, el cuñado pesado y reencontrarse con esa vida pasada del instituto o la carrera en la que éramos personas diferentes. Creo que puede ser bonito”.
La parte más perjudicial de estas reuniones puede residir no tanto en la cena, el alcohol o la nostalgia de una juventud que se ha romantizado, sino en las diferencias que se han ido forjando entre unos y otros –ideológicas, de carácter, vitales– y en las comparaciones derivadas de estas.
La psicóloga María Delblanch explica que “en principio, conectar con los amigos de la infancia es útil, porque nos ayuda a reconectar con esa parte de nuestras vidas que hemos perdido o que hemos dejado atrás, y no es malo volver a sentirse en ese entorno un poco más infantil o juvenil”. Puede tener su parte positiva rememorar viejas batallas, pero en algún momento de la noche también puede entrar en juego esa inquietud de compararse con el otro.
Bien gestionadas, estas reuniones pueden ser útiles para subir la autoestima y afianzar el sentido de identidad que poseemos cada uno de nosotros
“La teoría de comparación de Festinger defiende que las personas se comparan con otros individuos constantemente para evaluar sus propias decisiones vitales, y que de forma innata nos comparamos con las personas más similares a nosotros”, apunta la psicóloga. Los individuos que más pueden sufrir en estas reuniones no son los que menos hayan conseguido en la vida, en términos de dinero, familia o éxito profesional, sino aquellos con una baja autoestima. Son estas personas, según Delblanch, las que salen de esas convocatorias pensando que les va mucho peor que a los demás, aunque la realidad no sea esa. “Pero, bien gestionadas, estas reuniones pueden ser útiles para subir la autoestima y afianzar el sentido de identidad que poseemos cada uno de nosotros”.
Para no sufrir en exceso, Delblanch recomienda acudir a estas reuniones navideñas con las expectativas muy claras, siendo consciente de que la comparación social es una experiencia común, y sabiendo identificar los efectos negativos para frenar a tiempo y poner límites. En vez de compararse con los demás, también es útil centrarse únicamente en las fortalezas personales, hacer deporte o dormir bien antes de la cita, y encontrar dentro del grupo una persona o dos personas que puedan servir de apoyo: “Aquellas con las que puedas compartir experiencias agradables sin sentir la enorme presión del resto del grupo”.