El linchamiento, la violencia, el “te van a matar”, no son justicia ni discurso ni réplica: son solo la muestra de lo desprotegidos que estamos frente a nuestra propia miseria. Y eso debería preocuparnos más que un tuit de mierda fuera de tono
En el barro helado de las trincheras de Flandes, un canto cruzó la tierra de nadie. , en alemán, respondido por un tambaleante desde el otro lado. Fue la víspera de Navidad de 1914, y los hombres que llevaban semanas matándose, decidieron por unas horas ser otra cosa: intercambiaron cigarrillos, regalos; compartieron chocolate y botellinas de licor y hasta jugaron un partido de fútbol. Aquella tregua no salió de las órdenes de arriba, sino de la intuición de los de abajo, de un entendimiento tácito: aquella guerra no era suya; no era de ninguno de ellos. Un suspiro duró, borrado a cañonazos, pero que dejó una grieta en la Historia. En la Segunda Guerra Mundial no hubo treguas de navidad. Allí donde la carnicería de la Primera era un absurdo reparto de colonias y balanzas de poder, la Segunda se cargó con el peso de las ideologías; fue una lucha de ideas que tenían la promesa de moldear el mundo para siempre. A un lado, el fascismo y el transaccionismo de identidad a cambio de sumisión y, al otro, un amalgama de democracias y comunismos, de aliados incómodos que solo compartían la certeza de que había algo más grande en juego. Detrás de las banderas empezaba a haber visiones, y la guerra pasó de ser un sinsentido a una cruzada. Y cuando se mata por convicción, no hay espacio para villancicos.
Stille nachtsilent night