La mejor manera de contrarrestar el proyecto autoritario que se extiende explotando el miedo, la incertidumbre y la sensación de precariedad es actuar en el sentido opuesto, creando más seguridad social, es decir, democratizando el poder, el tiempo y la riqueza
Estos días se habla a menudo de las amenazas que enfrenta la democracia. Se hace con motivo del auge de fuerzas ultraderechistas en todo el mundo y de los intentos de desestabilización que se suceden de un país a otro para servir fines abiertamente autoritarios. El hombre más rico del mundo, protagonista de alguno de estos intentos recientes, ya anunció hace años esas intenciones: Derrocaremos a quien queramos, dijo a propósito de una crisis política en Bolivia. Ahora, cuando aquella doctrina se va convirtiendo en práctica, se hace más evidente si cabe que la principal amenaza a la democracia no es de orden electoral, cultural o ideológico: es la concentración sin límites del poder y la riqueza en manos de una minoría. Frente a ello, la respuesta no es el repliegue sino el avance. Redistribuir tiempo, poder y riqueza es hoy defender la democracia.
Este argumento no es en absoluto novedoso. De hecho, es uno de los principios del pensamiento democrático desde sus orígenes en el mundo clásico: la igualdad política que da sentido al demos se consideraba incompatible con las jerarquías y las servidumbres que genera el atesoramiento desmedido de poder y de riquezas (que era para los griegos propio de una plutocracia: el régimen en que gobiernan los ricos). También fue una de las premisas sobre las que se construyeron los estados de bienestar del siglo XX: la convicción de que las sociedades más igualitarias, más cohesionadas y más justas eran también las más dinámicas y las más prósperas. Las décadas de dominio neoliberal enterraron esa convicción bajo ideales que hoy vuelven de formas cada vez más tétricas: la sociedad que no existe sino como conjunto de individuos; el yo liberado de toda interdependencia, que se traduce inevitablemente en un sálvese quien pueda; el culto a los millonarios como la wonderful people que carga sobre sus espaldas el peso parasitario de los demás.
Hoy esos ideales ya no sostienen la defensa del libre mercado y de las “democracias mínimas” que nutrieron la ideología del mundo globalizado. Como poco, se han convertido en munición contra derechos sociales y libertades públicas que hasta hace nada se consideraban poco menos que incuestionables. Sobre ellos se edifican proyectos políticos autoritarios, que prometen firmeza para afrontar los desafíos de un mundo cada vez más desigual, injusto y violento. La fórmula es exactamente esa: más desigualdad, más injusticia, más violencia contra quienes menos tienen. Mientras tanto, las fortunas que financian esos proyectos y dirigen sus destinos no paran de crecer y multiplicarse a la vista de todos.
Claro que escandalizarse ante esta amenaza hoy sirve de poco. La mejor manera de contrarrestar el proyecto autoritario que se extiende explotando el miedo, la incertidumbre y la sensación de precariedad es actuar en el sentido opuesto, creando más seguridad social, es decir, democratizando el poder, el tiempo y la riqueza. Dicho de otra manera, la forma de defender la democracia no es atrincherarse, sino profundizarla: más redistribución, más estado de bienestar, más protección social. No es sólo una fórmula deseable para lograr sociedades más justas, más estables y cohesionadas. También es la única alternativa viable a los ideales autoritarios que se replican por el planeta.
Desgraciadamente, no hablamos de realidades ajenas. En España, el 1% de las personas más ricas concentra hasta un 22% de la riqueza. El 10 % de quienes más tienen posee más de la mitad de la riqueza del país. En contraposición, la mitad más pobre de la población apenas posee un 8 % de la riqueza total. Mientras una pequeña minoría acapara una cantidad enorme de recursos, las mayorías trabajadoras no tienen apenas nada. Es un reparto injusto, peligroso e ineficaz desde todos los puntos de vista. También es un orden difícil de alterar, pues representa intereses poderosos y bien organizados.
Los intentos recientes de democratizar las relaciones laborales sirven como ejemplo de esos obstáculos y resistencias. Una y otra vez se anunció que la subida del salario mínimo y la reforma laboral iban a destruir empleo y a poner en peligro el tejido empresarial y económico del país. Hoy los datos demuestran todo lo contrario. Se han alcanzado cotas históricas de ocupación, se ha reducido drásticamente la temporalidad, también la brecha salarial de género. Los hogares con ingresos bajos han caído un 25 % respecto a 2019; aquellos con baja intensidad de empleo se han reducido a la mitad. La desigualdad, medida por el índice de Gini, está en el dato más bajo desde 2008. La economía, lejos del apocalipsis anunciado, crece muy por encima de la media europea. Las mejoras salariales, especialmente en los deciles más bajos de la distribución de ingresos, han actuado como motor del desarrollo económico del país.
No era cierto, por tanto, que mejorar la posición del trabajo en el reparto de la riqueza del país fuera contrario al desempeño económico. Es importante recordarlo hoy, cuando algunos de aquellos argumentos vuelven con motivo de la confrontación por la reducción de la jornada laboral para 12 millones de trabajadores y trabajadoras Es importante recordarlo también por otro motivo. En el año 2023, con los últimos datos disponibles, un 26,5 % de la población en España seguía en riesgo de pobreza y exclusión social. Para los niños, niñas y adolescentes, ese porcentaje era de un 34,5 %. Detrás de la realidad persistente, estructural de la pobreza en España sigue habiendo un reparto desigual e injusto de la riqueza, que no solo es inasumible e inmoral en una sociedad rica: también es contrario al interés económico y una amenaza para la cohesión social y política de una democracia.
De ahí se derivan las prioridades políticas que defendemos en el seno del Gobierno. La reducción de la jornada laboral; una mayor capacidad impositiva sobre multinacionales y grandes fortunas; la intervención del mercado de la vivienda, convertido hoy en factor de riesgo de pobreza para la clase trabajadora; la adopción de una prestación universal por crianza (configurada precisamente como un nuevo derecho de ciudadanía: el derecho a que la pobreza y la desigualdad no sean un destino heredado). Es una evidencia que, en este contexto difícil, cada una de estas medidas choca con grandes obstáculos, y que hará falta fuerza suficiente y presión social para contrarrestarlos. Es así porque cada una de estas medidas reitera ese mismo propósito: la redistribución de la riqueza, del poder y del tiempo como horizonte democrático para la sociedad.
Un famoso economista dijo una vez que los más pudientes serían capaces de apagar el sol porque no reparte dividendos. La oscuridad que intuimos en el presente no está separada de ese empeño ciego y cortoplacista por defender el orden en curso y la posición de quien más tiene. Redistribuir la riqueza y el poder, defender un interés general que es hoy por hoy inseparable de la libertad política y la justicia social, no sólo es una fórmula más eficaz, más capaz y más estable que los fallidos corsés del neoliberalismo. También es el único camino para defender la democracia frente a quienes hoy quieren vaciarla, asediarla o subvertirla.