Víctimas del ansia digital

Las ventajas no repercuten en mayor capacidad de movimientos, pensamientos y diversidad de actividades personales, sino que alimentan una voracidad inagotable de las empresas, las amistades o las administraciones para que en cada momento hagas más, respondas más, resuelvas más

Una de las perversiones que nos dejó la pandemia fue el caramelo envenenado del teletrabajo, una fórmula aparentemente empática que, con la promesa de facilitar la conciliación de la vida privada con la profesional, se adueñó de nuestras vidas las 24 horas del día, sometiéndonos a una esclavitud irredenta. El tiempo perdido en la ruta de ida y vuelta al trabajo no viene a compensar el descanso, el ocio y los cuidados familiares sino todo lo contrario. Es urgente aprender a aprovechar las ventajas y huir como de la peste de los inconvenientes de esta ansia digital que quiere colonizarnos.

En el minuto de mayor intimidad de cualquier persona –una comida familiar, una discusión de pareja, la charla con una hija adolescente o la conversación más profunda con tu amigo–,   siempre puede irrumpir el aviso de una obligación laboral, una llamada de la jefatura o el compromiso inaplazable que llega en forma de alerta premiosa y urgente, sin que realmente lo sea. Nos hemos habituado a vivir a la sombra del aviso acuciante, que está permanentemente presente en nuestras vidas por vía telemática, banalizando así las situaciones que verdaderamente requieren una atención perentoria. Con una promiscuidad omnipresente, los artilugios tecnológicos –el ubicuo terminal inteligente o la domótica– se conjuran de forma asfixiante e invasiva hasta llegar a anular nuestra voluntad como seres teóricamente libres.

“No puedo entender cómo quedabas para salir con tus amigas antes de que existieran los teléfonos móviles”, le dice la nativa digital a su abuela, y la verdad es que la jubilada hiperconectada con familia y amistades también se lo pregunta. Tan lejos ha quedado ese tiempo de hace apenas unas décadas cuando la vida fluía con un ritmo que nos parecía natural, pero que hoy consideraríamos extremadamente lento, tedioso e insoportablemente dilatado.

En una de las tradicionales comidas familiares, celebrada en estas Navidades, pude comprobar cómo uno de los comensales se disculpaba y se retiraba del ágape para interactuar con su móvil con cierta frecuencia. Concejal de una ciudad intermedia, era requerido para la firma inmediata de documentos oficiales, algo que gracias a las nuevas tecnologías podía hacer con facilidad desde su teléfono a través de procedimientos digitales. “Ni en Navidades le dejan en paz”, pensé. “La interventora del ayuntamiento se va de vacaciones y quiere dejar todo resuelto antes de que empiece el año”, se explicó. 

La pregunta espontánea que nos hacemos las personas que somos nativas analógicas es evidente y recurrimos a la memoria para buscar la solución. ¿Cómo se hacía antes de que existiera una firma digital? La respuesta también es evidente: la señora interventora se pertrechaba de carpetas, legajos y demás documentos para concentrar su firma en una misma jornada y un único horario, al que debían ajustarse las demás personas firmantes que acudirían presencialmente a su despacho.

La industria del ocio y el consumo sabe utilizar con pericia esa necesidad de inmediatez que la tecnología ha despertado en la sociedad actual. Las películas adquieren preferentemente un formato de series (novelas “por entregas”, se decía antes) y las plataformas administran los capítulos, las dosis, como el dealer al iniciado, para garantizar así su fidelidad. No basta con la secuencia de episodios, porque si el producto tiene buenos niveles de audiencia se añadirán nuevas temporadas, con el mismo modelo que siguen las producciones de sagas exitosas con parte II, II, IV, etc. Es una forma simple que ha encontrado el marketing para aprovechar los nuevos gustos de consumo conformando así una clientela cautiva.

Por nuestra parte, nos dejamos seducir con facilidad sin oponer resistencia ni aplicar un razonamiento crítico a las opciones que se nos presentan como oportunidades y no son más que señuelos. Te dicen que la estupenda película que no llegaste a tiempo de disfrutar en las salas de cine –donde ha estado lo que dura un suspiro– llegará pronto a la pantalla de tu salón. Naturalmente, se hace esperar unas semanas –tiempo que las redes sociales y la publicidad se encargan de aprovechar para mantener la expectación–,  y cuando vas a disfrutar del estreno tu operador te pide un precio por el alquiler. “Venga, vamos a pagarlo. Son sólo cinco euros”, argumenta tu pareja, “es menos que lo que cuesta el cine”.

Tú te planteas que a ese precio debes añadir lo que pagas por el coste de todo el sistema que te permite acceder al cine en casa y sabes que el hábito del alquiler superfluo no es saludable para tu bolsillo porque “tacita a tacita” (como diría Carmen Maura) se van los dineros por el vertedero sin darte ni cuenta. No obstante, la cultura es importante, es un valor intangible por el que merece la pena apostar, te dices, y te convences de que el gasto está plenamente justificado porque, además, irá destinado a recompensar el esfuerzo y el genio creativo de las gentes del mundo de la cinematografía. El argumento buenista suele ser falso y lo sabes, pero acalla las dudas de tu conciencia. En la ecuación no suele estar presente la posibilidad de esperar un par de semanas o meses más para disfrutar de la película en abierto, como seguro que va a ocurrir.

Hasta en los más mínimos detalles nuestro comportamiento ha cambiado para poder servirnos de las ventajas de los avances tecnológicos que nos hacen la vida más fácil. Y los beneficios son tan descomunales que sería idiota pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ni los más nostálgicos defienden que la lavandería a mano sin máquinas automáticas era menos contaminante, que el cine en blanco y negro resulta más romántico que las proyecciones a todo color en tres dimensiones, que la escritura en máquinas de hierro aventaja a los ordenadores porque te permite velocidades de expresión que resultan más creativas. Es absurdo negar tan palmaria evidencia. Reflexión muy distinta es la que nos lleva a pensar que existe un reverso de la moneda que puede resultar muy perjudicial para nuestros intereses como seres humanos y está en nuestra mano ser conscientes de los riesgos para intentar evitarlos.

Nada indica que los beneficios de la era digital redunden en una existencia más placentera que la de tiempos analógicos para los seres humanos y que la calidad de vida sea mejor en una u otra etapa. El conflicto se plantea cuando haces balance y compruebas que la rapidez y facilidad que te permiten los nuevos recursos y habilidades para acceder a todo y con todo, no te permiten disfrutar más y mejor, ser más feliz ni disponer de más tiempo, sino todo lo contrario. En el moderno proceso vital digital las ventajas no repercuten en mayor capacidad de movimientos, pensamientos y diversidad de actividades personales, sino que alimentan una voracidad inagotable de las empresas, las amistades o las administraciones para que en cada momento hagas más, respondas más, resuelvas más… y así siempre, en un crecimiento exponencial de impactos ad infinitum

Naturalmente, este modus operandi nos ha transformado en otros seres humanos, personas diferentes que hemos acomodado nuestros comportamientos a las nuevas realidades actuando con mayor rapidez, practicando la multitarea y multiplicando nuestras respuestas a los millones de estímulos que nos invaden.

El precio está muy claro: acumulamos ansiedad y nuestra salud mental se resiente. Porque el tiempo libre que nos podría dejar esta forma rauda de actuar no lo dedicamos al reposo, el cultivo del espíritu y el pensamiento, sino que practicamos la antropofagia egótica, porque siempre queremos más, hacemos más y buscamos llegar a más. Incluso, existe una nueva dolencia denominada FOMO –por sus siglas en inglés, Fear Of Missing Out)– cuando sufrimos ansiedad por la pérdida de oportunidades, cuando renunciamos a alguna actividad que está a nuestro alcance. Más perverso aún es el efecto que las ventajas tecnológicas despiertan en las empresas ávidas de obtener mayores plusvalías de sus trabajadores equipados con los últimos artefactos. 

He visto a periodistas jóvenes escribir sus crónicas directamente en la rueda de prensa o el evento que han de cubrir, acuciados por la urgencia que imprimen los medios a sus trabajadores, quienes están obligados a actualizar la información, hacer el resumen, incluir los hipervínculos y, en el caso de la prensa escrita, montar sus noticias sobre la maqueta del periódico, donde –por desgracia– han mermado e incluso desaparecido los editores y correctores humanos de textos. No es extraño que los nuevos reporteros y reporteras tengan que hacer las fotos, los vídeos y demás ilustraciones o complementos de las noticias. 

Si entre el discurso de los protagonistas de la información –en política, sucesos, economía, cultura, etc.– y la sociedad a la que está destinada no hay nada más que simples amanuenses del teclado, este proceso se reduce a la mera propaganda y resulta que el oficio periodístico se convierte en algo irrelevante e innecesario. Si los profesionales no disponen de unas mínimas condiciones y tiempos para imprimir un valor añadido a la materia informativa que manejan serán simples recaderos que trasladan frases de un sitio a otro; algo que bien podría hacer una máquina. El periodismo requiere de una cierta reflexión, la elaboración del análisis personal y ético de los profesionales que deben poner orden en las ideas, añadir contexto y conocimientos de su cosecha y experiencia. Por ese nivel de excelencia detectamos a los mejores y más fiables. Las agencias de noticias son magníficas escuelas de periodistas habituados a ofrecer la noticia más completa con el enfoque más atinado en tiempo récord.

Es cierto que la velocidad es una de las características de nuestro oficio, siguiendo la máxima de uno de mis primeros jefes en Faro de Vigo: “La noticia es como la sardina: cuanto más tiempo tiene, peor huele”. Pero una cosa es la premura de tiempos y otra muy distinta, el desprecio a la calidad del producto en aras de la velocidad y una mayor productividad.

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