En un escenario de neoimperialismo antidemocrático la UE debería reforzar sus capacidades, siguiendo la estela de lo que ha sido su política de respuesta a la pandemia, lejos de las políticas de austeridad anteriores, avanzando en la integración en materia fiscal, en los eurobonos y en el afianzamiento de una política industrial propia
En estas semanas previas al día de toma de posesión de Trump se han ido sucediendo un conjunto de acontecimientos que hace solo unos meses nos hubieran parecido fruto de mentes calenturientas. El próximo ocupante de la Casa Blanca amenaza con anexionar países, reapropiarse de canales, cambiar nombres de enclaves geográficos. Su próximo titular del nuevo Departamento de Eficiencia, Elon Musk, entrevista a la líder del partido neofascista alemán, que afirma que Hitler era comunista. Ese mismo magnate de la industria tecnológica hace una encuesta en su canal particular de noticias y bulos variopintos, en las que pregunta a los británicos si no sería conveniente que los EEUU “liberaran al Reino Unido de su gobierno tirano”. Mark Zuckerberg afirma que, en beneficio de la libertad de expresión, eliminará la verificación y moderación en sus redes. Larry Fink, el CEO de Black Rock (el fondo de inversión más importante del mundo) anuncia que dejará de condicionar con cláusulas de respeto y protección ambiental en sus inversiones y abandona la “Net Zero Asset Managers Initiative”, que trataba de influir ambientalmente las inversiones en la Bolsa de Wall Street. Los republicanos han conseguido que en 20 estados se haya prohibido que los fondos públicos de pensiones incorporen cláusulas ambientales en sus inversiones, clamando contra el “capitalismo woke” que castiga la producción de carbón y encarece los precios de la energía.
Todo parece de locos. Pero se trata de una locura perfectamente orquestada. Detrás del intento anexionista de Trump existe la evidencia que el 22% de los hidrocarburos del mundo están en esa zona, así como grandes reservas de gas. Es un área rica en minerales y “tierras raras” imprescindibles para la industria digital y cuya producción está ahora controlada por China en un 90%. La distribución de esos elementos básicos no es homogénea, sino que se concentra en lugares muy concretos. Los países en que se concentran esos recursos sufren ahora todo tipo de presiones. Los magnates de la industria digital quieren estar cerca de quién les garantice energía y materiales imprescindibles para ellos.
Recuperamos pulsiones y conductas que nos acercan a la época del imperialismo clásico. Las grandes potencias actuales buscan asegurar el acceso y control de recursos considerados estratégicos. Si en el pasado se luchaba principalmente por materias primas como petróleo, minerales y productos agrícolas, ahora, además de esos recursos tradicionales, crece el interés por controlar los llamados “minerales críticos”. En otras épocas era clave el control de las rutas comerciales más importantes. Ahora, además de las rutas físicas, se está librando por el control de infraestructuras digitales como cables submarinos de internet y satélites. El control cultural e ideológico en el que también se combate a través de las redes, permite evitar la militarización y controlar a distancia. Las grandes inversiones realizadas en think tanks como Heritage o en la red Atlas Network lo atestigua, y a través de ellas, su influencia crece en toda Europa y en América Latina. Su agenda está muy clara: promover propuestas de desregulación; abogar por recortes de impuestos para los más ricos y reducción del gasto público; oponerse a políticas de justicia climática. Todo esto en el mismo momento en que el último informe de Copernicus advertía que el 2024 fue el año más cálido registrado en el planeta y el primero en superar en 1,5°C.
Veremos si una vez en el poder, Trump y sus ahora aparentemente enloquecidos adláteres siguen con sus propuestas e iniciativas con el mismo nivel de radicalidad con el que ahora se manifiestan. Si el caso de la Argentina de Milei nos puede servir de precedente, lo cierto es que el nivel de deterioro de las políticas sociales y de las instituciones públicas de todo tipo en Argentina está siendo espeluznante.
Europa está también en el punto de mira. Pero la Unión Europea tiene el tamaño demográfico, la fuerza económica y el potencial de ciencia y conocimiento capaz de jugar un papel clave contra esa ofensiva imperialista y reaccionaria. Y tiene, además, la legitimidad de los valores con los que construyó el proyecto europeo después de las dos guerras de la primera mitad del siglo XX. Pero lo que más preocupa a los viejos y nuevos adalides del neoliberalismo más antiestatalista y reaccionario es el llamado “efecto Bruselas”. Se habla del “efecto Bruselas”, cómo la capacidad de la Unión Europea de establecer normas globales en diversos ámbitos que, de alguna manera se acaban aplicando en todo el mundo debido al tamaño del mercado europeo (y sus fuertes capacidades importadoras y exportadoras) y la interdependencia económica global. Este fenómeno tiene importantes implicaciones en los tiempos actuales, marcados por la turbulencia política y la inestabilidad geopolítica. El ataque a los fundamentos democráticos y sociales de la Unión Europea es el ataque a una forma de globalización reguladora unilateral que sigue impulsando los valores europeos a escala global.
En un escenario de neoimperialismo antidemocrático la UE debería reforzar sus capacidades, siguiendo la estela de lo que ha sido su política de respuesta a la pandemia, lejos de las políticas de austeridad anteriores, avanzando en la integración en materia fiscal, en los eurobonos y en el afianzamiento de una política industrial propia. Pero, simultáneamente, generar mejores condiciones de vida (en temas como la ocupación, la desigualdad y el cambio climático) e incrementar la implicación ciudadana en sus dinámicas institucionales para salir del sesgo tecnocrático que la ha ido caracterizando. Ello contribuiría a promover un discurso positivo e inclusivo sobre Europa, combatiendo así la retórica nacionalista y euroescéptica que se expande con fuerza. La democracia está en juego.