El Ajuntament de Palma desaloja a varios adultos y menores que habían construido una casa en un terreno público, sin uso, para construir un punto verde. Los afectados, que han tenido que dar en adopción varios animales, rechazan la oferta de ir a un albergue porque les impediría trabajar
Ventajas fiscales para el alquiler asequible, límites a los extranjeros no residentes y un sistema público de garantías: las nuevas medidas de vivienda del Gobierno
Tuvieron dos horas para vaciar casi siete años de vida. María y Ramón cargaron en una furgoneta lo que pudieron llevarse de una casa construida con sus manos y bastantes kilos de pladur. Cuatro lecheras y más de una docena de antidisturbios los observaban ir y venir. Con la ropa, los juguetes del hijo pequeño, los balones de fútbol de su hermano mayor, las herramientas y la chatarra que Ramón recoge para venderla a una empresa de gestión de residuos y la mercancía que María vende en un rastrillo fueron llenando la caja de su furgoneta. Quitaron el freno de mano, salieron del terreno, la verja se cerró tras ellos y dejaron de ser okupas a ojos de la Justicia.
Al desahuciarlos, el Ajuntament de Palma ponía punto y final a los trámites burocráticos para recuperar una parcela donde se instalará un punto limpio. En el mismo sitio que María, Ramón y sus hijos consideraban su hogar, los vecinos de las urbanizaciones y los barrios cercanos, y las empresas del polígono industrial donde se encuentra el terreno, llevarán muebles, electrodomésticos, restos de poda, escombros o líquidos que no se pueden verter por las tuberías. Si no encuentran otra alternativa, es probable que la familia vea ese trajín desde su domicilio actual. El martes 7 de enero, la mañana en la que se produjo el desahucio, los dos adultos, el adolescente –14 años– y el niño –cuatro– durmieron en una caravana. A sabiendas de lo que iba a suceder, ya la tenían aparcada justo delante del terreno.
Empadronados en la casa
Ron está atado a la caravana con una cadena. Es la única forma de evitar que el perro, acostumbrado a la libertad que da una finca vallada, se escape. Es la única mascota –junto a unos gatos– que han podido conservar: los otros ocho perros que tenía la familia han acabado en el centro de protección animal de la ciudad. Huérfano de compañía canina, Ron guarda todos los cachivaches que María y Ramón tienen bajo edredones y mantas, en un intento de protegerlos de las humedades de enero. Cae la tarde y el viento baja frío de la Serra de Tramuntana, recortada en el horizonte.
Ron está atado a la caravana con una cadena.
En el exterior de la furgoneta, guardan como pueden la mercancía que venden en los mercados.
Sobre los bultos, un Sagrado Corazón enmarcado. Como si estuviera en el recibidor de un piso familiar. A apenas tres metros de la imagen de Jesucristo, junto a la puerta de la caravana, el hijo pequeño de Ramón y María duerme la siesta. Un rato de respiro para sus padres: desde el desahucio, ha intentado trepar varias veces la verja donde termina el cemento de la acera. Más allá del metal todavía se ven las placas de pladur que la maquinaria municipal ha reducido a escombros. Los cuatro están empadronados en esas ruinas recientes. Lo recuerda María:
–Vino un inspector a revisar la casa. Agua, luz y sobre todo los baños. ¿Puedes abrir la ducha? Tuve que abrirla y demostrarle que salía el agua caliente del mismo termo.
–Como cuando se enseña una casa para alquilarla o venderla…
–Sí, una cosa muy parecida porque nos miró que estuvieran todos los cables en su sitio, que la electricidad iba, cómo salía el agua, de dónde la cogíamos… Pieza por pieza lo miró todo para comprobar que iba perfectamente. Las luces nos las hizo abrir dos y tres veces para comprobar que no pegara chispazos. Unos días después ya estábamos empadronados. Con ese certificado pudimos hacerle todos los papeles al niño.
Su pareja le sigue el hilo, relatando por qué, hacia septiembre de 2018, pusieron un candado en una parcela que no era suya:
–Yo le tenía echado el ojo a ese terreno: sabía que el Ayuntamiento no lo utilizaba para nada porque iba bastante por el polígono a comprar material de obra. De hecho, el dueño de una nave que está cerca me regaló muchas placas del pladur que utilicé para construir nuestro hogar. Cuando entramos, aquello estaba lleno de gente que iba a drogarse o a echar un polvo. Por las buenas (o por las malas), conseguimos que se fueran y nos dejaran tranquilos. Yo quería criar a mis hijos al aire libre, no en un picadero. Luego vino otra familia, que se hizo una casa al lado de la nuestra y estuvo allí hasta un par de días antes del desahucio. Cada uno hacía su vida, nos respetábamos y todos contentos. En todos estos años, ningún alcalde se ha interesado por nosotros. Ni el que había antes [José Hila, PSOE, con el que la finca pública pasó de “zona verde” a “servicios generales” para aprobar, en enero de 2023, el proyecto de instalación del punto limpio] ni el que hay ahora [Jaime Martínez, PP]. Al poco de entrar apareció una pareja de [policías] locales e intentaron echarnos porque sí. No tenían ningún documento y no lo consiguieron. Luego nos hemos hecho hasta colegas de muchos policías y bomberos que vienen por aquí a correr. Se quedaban mirando la casa como diciendo: “Joder, está bien hecha”.
Cuando entramos, aquello estaba lleno de gente que iba a drogarse o a echar un polvo. Por las buenas (o por las malas), conseguimos que se fueran y nos dejaran tranquilos. Al poco de entrar apareció una pareja de locales e intentaron echarnos porque sí. No tenían ningún documento y no lo consiguieron. Luego nos hemos hecho hasta colegas de muchos policías y bomberos que vienen por aquí a correr
Ramón señala las ruinas de la que, hasta el 7 de enero, era su casa.
La vida en ocho metros cuadrados
Ramón se sienta ante la mesa de la caravana, en un sofá que han forrado con una toalla azul y grana. En el centro de la toalla, tamaño XL, el escudo del Barça, y sobre la cabeza de Ramón, una pantalla de televisión, reponiendo, sin volumen, el capítulo de una serie antigua. María está detrás de su pareja, recostada sobre la cama en la que duermen cada noche. El habitáculo es perfecto para escaparse un fin de semana en familia al mar o a la sierra, pero minúsculo si se piensa en que, en tan solo ocho metros cuadrados, hay que almacenar ropa, calzado, utensilios de cocina, comida y bebida. Y vivir.
Sin embargo, era la caravana o la caravana. Los padres de estos dos menores dicen que no tenían alternativa. La que les propuso el Ajuntament de Palma –entrar en un albergue municipal– les impedía seguir ganando dinero sin tener que reinventarse: los horarios de entrada y salida del albergue, explican, harían inviable ir los sábados, muy temprano, a son Fuster, el mercado donde, con licencia municipal, tienen un puesto, o madrugar, también muchísimo, para echar peonadas durante la recogida de la algarroba, o para salir con una moto que carga una piedra de afilar a sacarle filo a los cuchillos de hoteles y restaurantes –él–, o para limpiar los hogares de otros –ella–. El Consistorio no ha ofrecido su versión de los hechos al cierre de este reportaje.
La familia reside ahora en una caravana. El habitáculo es perfecto para escaparse un fin de semana en familia al mar o a la sierra, pero minúsculo si se piensa en que, en tan sólo ocho metros cuadrados, hay que almacenar ropa, calzado, utensilios de cocina, comida y bebida. El Ayuntamiento de Palma les ha ofrecido un albergue cuyos horarios imposibilitan que puedan trabajar correctamente
El tiempo pasa. Ya tienen más de cuarenta. Los achaques, y otras circunstancias, hacen complicado conseguir un contrato. Ganar más dinero. Reintentarlo con los trabajos de antes. Ramón explica que fue operario de la construcción (“haciendo verticales”). María hizo muchas temporadas en hoteles de Santa Ponça (“Hasta que un accidente de tráfico me destrozó la espalda: tengo varios clavos y un bulto, me duele”). Ya no es posible.
Aunque han tenido que entregar a la protectora municipal varios perros, la familia conserva algunas mascotas en la caravana.
Sobrevivir con 600 euros al mes
¿E intentar alquilar algo, ahora que saben que el Ajuntament de Palma les cubriría la fianza? “He vivido de alquiler, la buena verdad, pero hay diferencia entre pagar 250, que era lo que pedían cuando llegué a la isla, a 700 euros por una habitación, que es lo que te encuentras ahora. Hace años podías medio encontrar casitas por quinientos o seiscientos euros, ahora te piden muchas cosas, aparte del contrato, las nóminas y Santa María bendita. Por eso he vivido de okupa”, dice Ramón. “¿Cómo vas a alquilar una vivienda para dos o tres meses?”, se pregunta María: “Con los terrenos pasa lo mismo, solo los ofrecen para acampar un fin de semana. Yo necesito larga duración. No pido nada gratis, pero no llegamos”.
El “no llegamos” de María y Ramón son unos ingresos inferiores a mil euros al mes. “Normalmente, juntamos unos 600, y ahora quizás sea menos porque uno de los dos tiene que quedarse en la caravana para proteger nuestras cosas: si nos vamos, nos las quitan”, comenta ella. Automáticamente, se quejan de que “aunque” la han pedido “seis veces, con ayuda de asistentas” sociales, el Govern les ha negado la Renta Social Garantizada. Cuando empezó el proceso de desahucio (lo supieron en noviembre) y aprovechando que se aplazó en diciembre (fueron al último pleno de 2024 para presionar al equipo de gobierno, del PP en minoría), la pareja ha conseguido pedir cita previa en el IBAVI, el Instituto Balear de la Vivienda: “Las voluntarias de la PAH y Lucía Muñoz, concejala de Podemos, nos han echado una mano, y la cita nos la han dado como urgente, pero es dentro de dos meses”. Su situación de vulnerabilidad se la explicarán a un funcionario de la entidad autonómica que gestiona el parque de vivienda público el próximo 13 de marzo.
Normalmente, juntamos unos 600 euros, y ahora quizás sea menos porque uno de los dos tiene que quedarse en la caravana para proteger nuestras cosas: si nos vamos, nos las quitan
Un plano del mercado de son Fuster, donde venden los sábados, con el membrete del Ajuntament de Palma.
El PP prohíbe vivir en caravanas
Entre julio y septiembre del año pasado hubo 227 desahucios en las Illes Balears. Un 20% más que durante el verano de 2023. Ninguna comunidad autónoma tuvo una tasa tan alta. En Menorca, Mallorca, Eivissa y Formentera casi quince desahucios por cada 100 mil habitantes. Los campamentos de chabolas, los descampados llenos de caravanas y furgonetas, las filas de estos vehículos-vivienda en las rectas calles de los polígonos son el reverso de las estadísticas que recoge el Consejo General del Poder Judicial. Basta recorrer la periferia de Palma para comprobarlo.
Allí estaba el terreno que okuparon María y Ramón, en Son Malferit; zona de levante, tradicionalmente, la más proletaria, hoy, en pleno proceso de revalorización. Allí siguen ellos, y sus hijos, dentro de una caravana. Allí se está fogueando un malestar que se convertirá en protesta el 8 de febrero. Varias asociaciones de caravanistas han convocado una manifestación en rechazo a la ordenanza cívica que el ayuntamiento palmesano quiere aprobar para multar a las personas que pernocten sobre cuatro ruedas.
–¿Sabes por qué le acepté la palabra al señor alcalde para que hiciéramos una visita al albergue con nuestros críos? Para que marcharnos del terreno no fuera tan traumático para ellos. Era una manera de prepararlos, de que se fueran haciendo a la idea. El mayor ya ha tenido problemas en el instituto. Los compañeros saben dónde está viviendo y se burlan de él. Ahora me gustaría decirle algunas cosas al señor alcalde, desde la educación, que no se debe perder, pero cuatro cosas muy claras. ¿Si un indigente que no tiene nada por qué no puede dormir en una caravana? ¿Tiene que dormir en la puta calle, en la Plaza España, para que te vean y sientan empatía? Si no te ayudan, lo único que hacen es pegarte una patada para quitarte del medio.
Los compañeros saben dónde está viviendo y se burlan de él. Ahora me gustaría decirle algunas cosas al señor alcalde, desde la educación, que no se debe perder, pero cuatro cosas muy claras. ¿Si un indigente que no tiene nada por qué no puede dormir en una caravana? ¿Tiene que dormir en la puta calle, en la Plaza España, para que te vean y sientan empatía? Si no te ayudan, lo único que hacen es pegarte una patada para quitarte del medio
Dice Ramón. Si la ordenanza cívica se aprueba, su mujer y él no tendrían dinero para pagar una multa que se movería entre 750 y 1.500 euros. Tampoco, un refugio familiar al que acudir. Un conflicto con su suegra, que vendió, al heredarlo de la abuela de María, el piso en el que vivió la pareja cuando se conocieron fue lo que, según cuentan, les llevó a okupar el terreno municipal. El hermano de María, que tiene cincuenta, alquila con su pareja una habitación en un piso compartido donde duermen “cinco personas más”. Los hijos que Ramón tuvo antes de conocer a María ya son adultos y viven en la península. Ella no quiere irse de Mallorca, la isla en la que nació: lo probó hace mucho tiempo, para trabajar en un hotel de Benidorm, y le pudo la morriña. Él, que es segoviano y lleva veinte años en Palma, piensa en marcharse todos los días.