La acusación popular ha sobre estimulado la presentación de querellas sostenidas sobre recortes de prensa. Son los jueces los que tienen que rechazar semejantes montajes, pero no siempre lo hacen
Hay una guerra judicial. Entre el poder judicial y el Gobierno. Entre fiscales, jueces y acusaciones populares. Entre jueces conservadores y progresistas. La situación es kafkiana y se desarrolla a tal velocidad y en tantos ámbitos a la vez que la mayor parte de los mortales ya ha debido perder el hilo.
En los últimos días, hemos visto al PSOE proponer un recorte de la acusación popular a fin de evitar el uso perverso que se ha venido haciendo de este instrumento (un clásico de hace años). Llama la atención que ese recorte se pueda aplicar a procedimientos en curso (algunos de los cuales implican directamente al partido), porque esta “retroactividad” contradice el régimen transitorio habitual en estos casos. Y llama también la atención que una ley orgánica que afecta a un derecho constitucional se reforme con una proposición de ley, es decir, sin el control previo del CGPJ, el Consejo de Estado o el Consejo Fiscal (sobre todo cuando es improbable que salga adelante). Con todo, dicho esto, es evidente que la acusación popular tiene mucho margen de mejora y puede ajustarse y perfeccionarse.
Preocupa, por ejemplo, el modo en que ha podido favorecer las filtraciones, la espectacularización y la prolongación excesiva de los procesos y sus derivadas. Un caso paradigmático es el del fiscal general del Estado.
En estos días, el Ministerio Público ha solicitado que Alberto González Amador, la pareja de Ayuso, comparezca de una vez ante el juzgado que le investiga porque está a punto de expirar el plazo que se establece para eso. En mayo, junio y noviembre no se pudo obtener su declaración y aunque el plazo es prorrogable, no se puede prorrogar si no se toma declaración a los investigados. La dilación es obvia y contrasta con la causa abierta en el Tribunal Supremo contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, citado a declarar el próximo 29 de enero.
La Fiscalía ha apoyado también la apertura de una línea de investigación centrada en un delito de corrupción en los negocios cometido presuntamente por el novio de Ayuso, defendiendo la solidez de su investigación porque no se basa en informaciones periodísticas sino en un procedimiento administrativo contradictorio llevado a cabo por la Agencia Tributaria.
La acusación popular ha sobre estimulado la presentación de querellas sostenidas sobre recortes de prensa de los que no se deduce indicio delictivo alguno, sobre bulos y fake news.
Hoy mismo, la Audiencia de Madrid ha puesto en manos de Peinado otra querella contra Begoña Gómez revirtiendo la decisión de una jueza que determinó que no había indicios de delito. La causa contra la esposa del jefe del Ejecutivo arrancó en abril del año pasado tras una denuncia del pseudosindicato ultra Manos Limpias. Y tras la incorporación de nuevas acusaciones populares como Vox, HazteOir o Iustitia Europa, el caso viró hacia su relación con la Universidad Complutense y el Instituto de Empresa. La lista de imputados no ha dejado de crecer desde entonces.
Evidentemente, son los jueces los que tienen que rechazar semejantes montajes, como ya indicó hace tiempo el Tribunal Supremo, pero no siempre lo hacen. Por eso también es conveniente que se amplíen las causas de recusación de jueces y magistrados que hacen manifestaciones públicas claramente tendenciosas. Los jueces son un poder contramayoritario pero no son la oposición al Gobierno. Su obligación es la de defender nuestras instituciones democráticas, no la de boicotearlas. De manera que a estas recusaciones habría que sumar la adopción y aplicación de medidas disciplinarias y un control más eficaz de nombramientos y ascensos.
Los jueces de instrucción tienen mucho poder (pueden ordenar entradas y registros, detenciones y prisiones provisionales) y algunos de ellos lo usan de manera despótica abriendo, sin justificación, varias líneas de investigación simultáneas, especialmente si los casos son mediáticos. Así que faltan inspecciones y una vigilancia más exhaustiva del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que tendría que superar las consabidas tentaciones corporativistas.
Hoy mismo, se jubila el juez Aguirre, instructor en la trama rusa del procés, que imputó a Puigdemont en plena aplicación de la amnistía a fin de torpedearla. Y también hoy el Pleno del Tribunal Constitucional ha recusado a José María Macías para conocer de la cuestión de inconstitucionalidad que presentó el Supremo contra la amnistía. En el CGPJ, Macías encabezó a un grupo de vocales conservadores que se opuso activamente a la ley y bloqueó durante años la renovación del Tribunal Constitucional del que ahora forma parte. Todo un antisistema.
Entretanto, el poder judicial sigue sin acuerdo para renovar el modelo de elección de los jueces (el plazo se acaba el 6 de febrero). Los progresistas quieren que el Parlamento intervenga en la elección de todos los vocales y los conservadores que sean designados directamente por los jueces. El Tribunal Supremo, que ha sido consultado, ha remitido un texto en el que incluye propuestas en ambos sentidos, pero si intervinieran las Cortes sería sólo para refrendar a los candidatos elegidos por los jueces. O sea, el refrendo parlamentario se limitaría a constatar la idoneidad de esos candidatos. Sea como fuere, el sector conservador siempre sería mayoritario y, casi con total seguridad, alcanzaría los votos necesarios para sacar adelante los principales nombramientos en el Supremo, la Audiencia Nacional, los tribunales superiores de justicia y el Tribunal Constitucional. Eso sí… el Supremo muestra preocupación por garantizar el pluralismo… pero no por el que representa el Parlamento, sino por el de sus propias asociaciones profesionales. Genio y figura. El texto se ha aprobado por unanimidad.
El Consejo de Europa ha dejado claro que son tan válidos los mecanismos de elección a través de órganos de representación política, como por parte de los miembros de la carrera judicial. En realidad, como ya apuntaba el Tribunal Constitucional español en 1986, todo tiene sus riesgos porque tan negativa es la politización, como el corporativismo. Dice la Comisión de Venecia que lo importante aquí es garantizar que los jueces sean autónomos y que no trabajen al dictado de un partido.
La cuestión es que la solución a todo esto requiere tanto de la férrea voluntad política de unos y de otros como de leyes eficaces que los dejen atados al mástil del Estado constitucional, como en Ulises y las sirenas. Y, al menos, de momento, ese horizonte parece lejano.