Tengo una objeción sobre la identidad. Y sí, la quiero discutir

Afirmar que uno no está dispuesto a debatir su identidad no le hace más fuerte. Sólo fortalece el solipsismo y el individualismo, tan del agrado de este capitalismo tecnoturbo que vivimos. Ya casi nos han convencido de que la sociedad no existe, sólo el individuo

En los últimos días he escuchado a dos personas del mundo de la cultura asegurar que uno elige su identidad. No sólo eso. Ambas redondeaban la frase añadiendo que no están dispuestos a debatir su identidad con nadie. Lo más llamativo es que ambas proclamaban esto desde una posición en apariencia progresista. Pues yo tengo una objeción que me gustaría discutir.

Estoy de acuerdo en algo: a quién amamos es algo que no se puede debatir. Nuestros sentimientos, tampoco. En general, eso es lo problemático de los sentimientos: no se pueden discutir, se comparten o no. Por eso es fácil convertirlos en elementos de división. Los asuntos tan subjetivos e íntimos no nos acercan a quien es diferente, sino a quien nos quiere mucho o es idéntico a nosotros. Yo personalmente me aburro cuando todo el mundo a mi alrededor es como yo y piensa igual. 

En todo caso, mi objeción se debe a un salto lógico que cada vez resulta más frecuente. Que los sentimientos íntimos sean incuestionables es una cosa. Deducir que mi identidad se basa sólo en mis sentimientos, y que esa identidad, no sólo ha de ser aceptada, sino que nadie me la puede discutir, es básicamente una falacia.

La identidad es una cosa viscosa, de muchas capas y cambiante. Yo soy el lugar y la familia en que nací, mis genes, la educación que recibí, la cultura en que vivo, hecha de siglos de historia que también pesan, y mis propias experiencias de la vida. Por suerte el cerebro es maleable y la experiencia nos va dejando huella. Todo eso me ha hecho una mujer, heterosexual, escritora, periodista y amante de las lentejas estofadas. La vida me ha hecho madre, amiga y vecina, pues nuestras relaciones son uno de los componentes de la identidad. Mido 177cm, así que soy -por biología- alta, pero también por cultura, puesto que si viviera en una sociedad en la que la media de las mujeres fuera 177cm pasaría a ser estándar. 

Aunque casi no hablamos de ello, el dinero determina nuestra identidad. Se puede ascender de clase, como a mí me ha sucedido, y también se puede descender, como quizá me suceda. También soy agnóstica, por cierto, y esto no es muy relevante aquí, pero en otros países me convierte en un demonio. Hay aspectos de la identidad que cambian, otros no, como el color de la piel, salvo que uno sea Michael Jackson. Lo más relevante es que la identidad es una construcción individual y social al mismo tiempo. Una parte de ella emana de nuestros deseos, nuestros sentimientos y nuestros actos. Otra surge en la realidad y en ese terreno consensuado que cada individuo establece con la sociedad. 

En mis tebeos de la infancia, el loco llevaba un sombrero bicorne, la mano en el pecho, y decía “soy Napoleón”. ¿Por qué era el loco? Porque el resto de personajes no tenía ni una solo indicio real de que el tipo fuera Napoleón y además tenía evidencia en contra. Eso sí, estaba convencido de ello y no aceptaba discutirlo. Parte de nuestra identidad requiere ese contraste con lo real, además de un consenso. Y no es gratuito ni es sólo opresión. Necesitamos saber quiénes somos tanto como necesitamos saber quiénes son nuestros semejantes, aquellos con los que vivimos en sociedad, los que nos venden una barra de pan, los que nos gobiernan o conducen el autobús.

Cuando Salinas escribe “qué alegría más alta vivir en los pronombres”, habla de la felicidad de zafarse de todo lo que la sociedad nos echa sobre los hombros desde antes de nacer. Y pesa mucho, es cierto. El verso es hermoso, dispara nuestra imaginación. Pero no es práctico. Sin identidad sólo existimos en esa habitación aislada del mundo donde el poeta y su amada se encuentran, libres, en su esencia. Podemos luchar contra esas identidades impuestas, como plantea Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente: “Patria, lengua, religión, esas son las redes de las que he de procurar escapar”. Pero ¿cómo lo hizo Joyce, que hablaba en ese pasaje? Debatiendo, escribiendo, viviendo. O sea, discutiendo. 

Afirmar que uno no está dispuesto a debatir su identidad no le hace más fuerte. Sólo fortalece el solipsismo y el individualismo, tan del agrado de este capitalismo tecnoturbo que vivimos. Ya casi nos han convencido de que la sociedad no existe, sólo el individuo. Nos hemos creído que nuestra idea del mundo es el mundo, nuestros sentimientos cuentan más que cualquier hecho y la verdad es la media de las mentiras. Como no podemos controlar nada del mundo externo -ni la crisis climática, ni las guerras, ni los abusos de poder-, porque de eso se encargan los que mandan, nos dejan nuestro cuerpo. Gracias, muy amables. Además nos dejan creer que somos exclusivos dueños de nuestra identidad. Y que no debemos debatirla. Todo lo que erradique matices y evite conversaciones con el que piensa diferente conviene al aislamiento solitario de todos y cada uno. Conviene, en última instancia, a los que mandan.

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