Pobres, pero felices

Conviene recordar que la desigualdad no solo depende de fuerzas aparentemente inmutables como la globalización o el capitalismo; la desigualdad, por supuesto, es una elección política

El guionista Eduard Sola dio el fin de semana uno de los discursos más emocionantes que recuerdo sobre un escenario. Con papel sobre el atril, voz entrecortada y el Gaudí a mejor guion por Casa en flames en mano, leyó que “Si mi abuelo era analfabeto y yo me dedico a escribir, es porque algo ha pasado, y eso se llama progreso. Si estoy aquí delante recogiendo un Gaudí no es gracias sólo a mí, sino a la escuela pública. Si yo me dedico a escribir es que algo estamos haciendo bien”.

Ayer estuve toda la tarde dándole vueltas a este discurso mientras pensaba en mi abuela Florentina. No es analfabeta, pero dejó de ir al colegio muy pequeña porque tuvo que encargarse del cuidado de familiares y animales en la casa del pueblo. Mi abuela fue criada con el único objetivo de cuidar y complacer. Y más de ochenta años después ahora se da el gusto de complacerse a sí misma yendo semanalmente a clases para adultos, llenando libretas de sumas y restas, aprendiendo a distinguir la “g” de la “j” en rectísimos renglones, añadiendo nuevos adjetivos a una vida regida por verbos modales, especialmente el deber. A veces se disculpa cuando comete una falta de ortografía por Whatsapp. “Perdona, nena, qué burra soy”, me dice, con toda la vergüenza que deberían tener los que le arrebataron la oportunidad de haber estudiado, un privilegio que sí tuvieron sus hermanos varones.  

Pensé también en mi abuela cuando escuché a Ayuso allende los mares haciendo una especie de alegato en favor no del progreso, sino de la pobreza jubilosa. La presidenta de la Comunidad de Madrid está en Perú, una más de esos viajes transoceánicos que hace de vez en cuando, especialmente si el “vez ”y el “cuando” coinciden con alguna polémica personal en España. Desde Lima reivindica “la historia de la de la Hispanidad”, una de sus líneas maestras favoritas, y allí también dijo que “Hay que ver este lugar donde hoy hay población que está sumida en la pobreza y, sin embargo, es alegre, es amable, es humilde”, añadiendo que desde que es presidenta de la Comunidad de Madrid siempre ha “querido reivindicarlo”.

Suponemos que por reivindicar no se refería a la pobreza en sí misma, sino a eso de la alegría en la pobreza, un estereotipo tan manido como conveniente para un gobernante que no consigue, ni pretende, paliarla. Pareciese querer añadir Ayuso que los pobres allá son felices, no como los de Madrid que se dedican a quejarse y exigir una vida un poco más digna, un alquiler un poco más digno, unos servicios sociales un poco más dignos. “Tenemos tanto que aprender de ellos”, ay.  

Curiosamente suelen ser las personas ricas o con solvencia económica las que les dicen a los demás eso de que el dinero no da la felicidad. Son los mismos que hablan de responsabilidad individual o que atizan constantemente las coletillas del esfuerzo y la humildad para llegar lejos en la vida. Ellos saben perfectamente que el dinero no es una cuestión marginal para nuestro bienestar, es una cuestión central. Pero mucho mejor pobres y resignados, que pobres y empoderados. Mejor pobres y resignados, que pobres que aspiran a quitar privilegios a los que los ostentan. Conviene recordar que la desigualdad no solo depende de fuerzas aparentemente inmutables como la globalización o el capitalismo; la desigualdad, por supuesto, es una elección política. 

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