Una nueva etapa

El retorcimiento de la lengua que usamos para comunicarnos y entendernos nos irá alejando cada vez más a unos de otros hasta llevarnos al punto en que no seremos capaces de hablar con los demás, escuchar lo que dicen, comprenderlos, argumentar y debatir

Hace ya un tiempo que tengo conciencia clara de que estamos viviendo un fin de ciclo, un final de etapa. Algo que había durado mucho tiempo se está acabando y no tenemos nada claro qué es lo que viene ahora.

En la historia de la literatura se aprecia muy bien que a una época sucede otra cuyas características son claras y ya se ven venir mucho antes de que eclosionen. Durante años, me estuve esforzando por ver los signos de los nuevos tiempos para saber qué nos esperaba en la siguiente época en la historia de la mentalidad, de lo que aceptamos por consenso general, de lo que nos parece bien o nos parece mal.

Por lógica, pensaba que al desmadre de la post-postmodernidad (o como queramos llamar a lo que ha estado sucediendo desde finales de los ochenta o principio de los noventa) seguiría una etapa en la que sentiríamos el deseo de volver a tener reglas y normas, eliminar excesos y volver a lo rectilíneo, lo serio y lo burocrático. No me hacía ninguna gracia, porque yo siempre he preferido las épocas “románticas”, con su amor por la subjetividad y la individualidad, la exaltación de la pasión y la aventura y esas locuras tan literarias. Lo que no se me había ocurrido es que, en la nueva etapa, pudiera suceder que ambas posiciones se dieran a la vez, creando un caos del que no vamos a poder salir. Cada vez hay más países cuyos gobiernos se deslizan a posiciones de feroz reglamentación y de “ordeno y mando”, mientras que la población sigue creyendo que vive en un mundo en el que todo es posible y no se ha dado cuenta aún de que las cosas están cambiando muy deprisa.

Desde que el deseo de libertad nos impulsó a llegar a una sociedad en la que la opinión de cada individuo -esté o no refrendada por los hechos objetivos- es reina, da la sensación de que hemos perdido casi por completo un discurso común que nos permita un mínimo de convivencia.

No voy a quejarme de la libertad, ni la de expresión, ni la de otras cosas. Llevo toda la vida aportando mi esfuerzo y mi voto a que seamos libres (sé, por mi edad, lo que significa vivir en una sociedad donde la libertad no existe) y pueden creerme que no me quejo de lo que hemos conseguido. De lo que sí me quejo, y me preocupa e incluso a veces me angustia es de haber llegado a una situación en la que no tenemos ya una narración que nos una y nos haga buscar juntos la solución a los problemas comunes de nuestro país. 

Antes uno tenía conciencia clara de estar en un lado concreto del espectro político y social. Todo el mundo sabía -aunque no todo el mundo se atrevía a decirlo en voz alta- si era de izquierdas o de derechas, si era pobre o rico, obrero o empresario, esclavo o esclavista, víctima o verdugo. Como decía mi admirado Leonard Cohen: “sometimes, you know which side you’re on seeing who is on the other side”, “a veces sabes de qué lado estás, viendo quién está al otro lado”.

Ahora da la sensación de que hemos perdido el norte, hemos perdido no ya el mapa sino hasta la misma brújula. No sabemos quiénes somos ni adónde queremos ir. Posiblemente ni siquiera sepamos ya que estamos en marcha, que vamos de camino, porque no sabemos ni que nos estamos moviendo ni hacia dónde.

No conseguimos ponernos de acuerdo en nada. La lengua va perdiendo su capacidad de unirnos a través de la comunicación porque el consenso sobre lo que significan las palabras que usamos está dejando de existir.

Los partidos se van vaciando de contenidos, algunos ni siquiera tienen un auténtico programa electoral más allá de un par de eslóganes que no significan nada, los ciudadanos no van a votar o votan al buen tuntún, según los últimos posts del candidato en las redes sociales o la última mentira que se hayan inventado los contrarios o los periodistas en busca de clickbait, los jóvenes no quieren ubicarse en el espectro político que está a su disposición, nada les satisface y parecen no darse cuenta de que no se puede no ser político, que no ir a votar y “no meterse en política” ya es darle el voto a un lado, frecuentemente al más pernicioso para el bien común.

El que el ejercicio de nuestra libertad, que tanto nos costó conseguir, nos haya traído a esta situación es particularmente triste. Cualquier opinión, por peregrina que sea, tiene el mismo valor que la de una persona que ha dedicado su vida a una especialidad concreta y puede argumentar con hechos. La ciencia ha perdido consideración y respeto y hasta hay gente que desprecia a los científicos y los llama elitistas “porque dicen que saben más”. ¡Pues claro que saben más! Cuando uno se rompe una pierna, también va a un hospital en lugar de fiarse de que se la arregle su vecino, que es bancario, por poner un ejemplo. En mi juventud a nadie se le habría ocurrido decir en serio que la Tierra era plana, mientras que ahora hay quien lo dice incluso con orgullo. 

Antes de llegar a la época actual había, al menos en parte, un cierto consenso sobre qué cosas nos parecen aceptables o inaceptables socialmente, qué queremos conseguir juntos para el futuro común. Cuando en el siglo dieciocho se hablaba de “decoro”, a uno podía gustarle más o menos la idea del decoro en sí, pero todos sabían qué era y estaban de acuerdo en que era socialmente necesario.

En ciertos temas había dos discursos, evidentemente. Lo que las derechas querían no era igual que lo que querían las izquierdas, pero durante bastante tiempo la cultura del diálogo y el debate era lo bastante sólida como para poder llegar a acuerdos y compromisos. Ciertos comportamientos eran vistos por ambas posiciones como inaceptables: los insultos en público o la ridiculización mediática de un contrario, por poner un ejemplo, las mentiras flagrantes. La ignorancia daba vergüenza y nadie se habría arriesgado a dar una opinión sobre un tema del que lo ignorase todo. Ahora parece que no importa. “Es mi opinión”, se dice, y el tenerla da derecho a cualquier estupidez.

Hace poco me contaron que en una empresa, una de las empleadas había decidido que no le gustaba la luz que había en la salita donde toman café. Cambió las bombillas sin hablarlo con nadie y dejó el lugar en una semipenumbra a su gusto. Hubo una reunión, “tengo derecho a mi opinión”, fue todo lo que la empleada dijo a sus compañeros de trabajo. Decidieron por votación que volverían a la luz que había antes y ella les anunció que cada vez que ella entrara a tomarse el café apagaría las lámparas “ejerciendo su derecho democrático a hacerlo”. Y lo hace. Apaga la luz, aunque haya otras personas en la sala. Los compañeros se callan porque “ella se pone muy desagradable si se la confronta”. Para muchos también, hoy en día, la idea de enfrentarse, con palabras y argumentos, a alguien que atropella tus derechos es ya impensable. Mejor callar, aguantar y esperar a que pase la desagradable situación. ¡Menudo futuro nos espera!

En cuanto a “su derecho democrático”, parece que tampoco está muy claro lo que hoy en día significa “democracia”. Para muchos, democracia es hacer lo que les sale de las narices. Y punto.

En la nueva etapa en la que ya hemos entrado, el retorcimiento de la lengua que usamos para comunicarnos y entendernos nos irá alejando cada vez más a unos de otros hasta llevarnos al punto en que no seremos capaces de hablar con los demás, escuchar lo que dicen, comprenderlos, argumentar y debatir.

Si “libertad de expresión” empieza a significar decir mentiras a sabiendas de que lo son o dar opiniones infundadas con absoluto desprecio por los hechos y “democracia”, hacer lo que a uno le dé la gana, mal vamos.

Esto es solo la puntita de un enorme iceberg que se irá revelando poco a poco y, como la ciudadanía tiene la libertad de decir lo que quiera en sus redes sociales, con eso ya piensan que son libres. En la nueva época, seguirán alimentándose de mentiras, de conspiraciones que explican la complejidad del mundo de manera sencilla, de noticias-basura que no van a contrastar.

Los algoritmos seguirán suministrándonos exactamente lo que queremos oír y ratificándonos en nuestra opinión sesgada. Mientras tanto, los gobiernos “democráticos” impondrán las leyes que favorecerán a los que, de todas formas, ya lo tienen todo. Los de abajo estarán cada vez más abajo y los de arriba serán cada vez más ricos y más poderosos. Eso sí: nos dejarán a cada uno nuestra opinión, a la que tenemos todo el derecho del mundo, y que no nos servirá para nada.

¡Bienvenidos a la nueva etapa de Occidente! 

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