Estados Unidos, una república con vocación oligárquica

En uno de sus breves pero significativos mensajes, el magnate Elon Musk ha celebrado la investidura de Donald Trump describiéndola como «el retorno del rey». Quizás tiene razón, si bien es verdad que Donald Trump atesora un poder tan grande, aplicable sobre un territorio tan extenso y poblado, que tampoco hubiera sido mala idea haber optado por el «retorno del emperador». El hecho de que el nuevo presidente haya también manifestado su deseo de ampliar las fronteras del país, así sea militarmente, sugiere que este segundo título sería aún más apropiado.

Con todo, la afirmación de Musk tiene su punto. Lo cierto es que a pesar de sus ropajes republicanos, la Constitución estadounidense es esencialmente monárquica. De hecho, fue uno de los puntos más fervientemente ensalzados por sus defensores a finales del siglo XVIII. Por ejemplo, Alexander Hamilton dijo que la constitución «tiene todas las ventajas internas del gobierno republicano junto a la fuerza externa del monárquico». Frente a esa concepción, durante el debate constitucional los llamados antifederalistas defendieron un sistema político de alcance más limitado, con menos prerrogativas para el presidente y, sobre todo, con mecanismos que preservaran el control efectivo de los ciudadanos sobre su destino. Como el lector intuye, no fueron los antifederalistas quienes ganaron.

Thomas Jefferson, de actitudes liberales a pesar de ser representante de la aristocracia estadounidense y de poseer un importante número de esclavos, fue entonces uno de los máximos defensores de una democracia de base y arraigada en el territorio. Jefferson fue el redactor principal de la Declaración de Independencia de EEUU de 1776, además de uno de sus firmantes, y defendía una constitución continuista con las ideas allí expresadas. Ello significaba, entre otras cosas, defender los organismos locales y promover una democracia directa. Ambas ideas estaban no obstante enraizadas en una visión agrarista y ruralista de Estados Unidos. Pero, sobre todo, y he aquí el punto principal de mi argumento, Jefferson argumentaba que la propuesta federalista de Hamilton conduciría inevitablemente a una oligarquía centralista.

La condición de nueva nación se había prestado bien para que los estadounidenses se vieran a sí mismos como un pueblo especial, que además carecía de los lastres de heredadas y opresivas iglesias o aristocracias. En consecuencia, se veían capaces de construir desde cero un país fundado sobre la base de comunidades rurales pequeñas y bien gobernadas. Eso sí, para ello previamente despojaron de sus tierras y masacraron a los pueblos indígenas, al tiempo que hicieron recaer su naciente riqueza sobre la esclavitud de una parte importante de la población. Sin embargo, en muy pocos años desde la declaración de independencia, aquella la pulsión republicana, sostenida por quienes pensaban como Jefferson, fue perdiendo vigor en beneficio de propuestas elitistas que, esgrimiendo que dar poder a las clases populares era peligroso e inestable, fueron consolidando una democracia controlada y vigilada por los más ricos. En efecto, pronto se fueron poniendo en marcha instituciones oligárquicas, como las cámaras senatoriales de los Estados, a las que sólo podían acceder los miembros más ricos de la comunidad.

La propuesta de Constitución de 1787 fue la consolidación de esta tendencia. Y el centralismo se manifestaba en las múltiples competencias asignadas al Presidente, quien entre otras muchas funciones podía incluso designar a los magistrados del Tribunal Supremo -un cargo vitalicio, además-. La crítica de los antifederalistas a esta Constitución era muy amplia, pero se centraba en el temor a que los ciudadanos sólo pudieran elegir entre los candidatos más conocidos y populares, que en la práctica resultaban ser también los más ricos. Según los antifederalistas, una constitución como la estadounidense acabaría conduciendo al poder a una oligarquía; algo que se podría haber evitado, según ellos, con instituciones más representativas, con mayor presencia popular y también con más mecanismos de control sobre los gobernantes.

Es irónico que, casi doscientos cincuenta años después, el máximo temor de Jefferson y los antifederalistas se haya expresado de manera tan gráfica. La fotografía de Donald Trump y su corte de ultrarricos reaccionarios es una excelente prueba a favor de aquellas sospechas republicanas del siglo XVIII. Cabe decir que ya desde el principio la democracia estadounidense estuvo caracterizada por esta tendencia oligárquica, que implicaba que la participación política efectiva resultara prácticamente imposible para los segmentos más humildes de la sociedad. En tiempos más modernos, donde los medios de comunicación de masas han alcanzado tanto poder, todavía es más difícil zafarse de las tendencias elitistas de un sistema en el que gran parte del triunfo depende de la inversión económica privada durante la campaña electoral.

Siendo todo ello cierto, lo que estamos presenciando es sencillamente histórico. De una forma que quizás ni Jefferson podría haber imaginado, la corte que acompaña al nuevo rey está repleta de multimillonarios que, como podemos imaginar, tienen intereses bien distintos de los del ciudadano medio. 

Y aunque todas las miradas están puestas en el multimillonario Musk, quien donó a la campaña de Trump más de 260 millones de dólares y ha sido premiado con encabezar el nuevo ‘Departamento de Eficiencia gubernamental’, no es el único. De acuerdo con la CNN, la nueva Secretaria de Educación donó 21 millones de dólares; el nuevo Secretario de Comercio donó 9 millones; los nuevos embajadores en Reino Unido y Francia, 3 y 2 millones respectivamente; y el Secretario del Tesoro aportó otros 1,5 millones. Con toda probabilidad la lista es más larga, pero resulta ya significativo del tipo de perfiles que forman parte del gobierno de Trump. Al margen quedan todos esos otros ultrarricos y ultra poderosos que están ahora genuflexos ante el nuevo rey, como los magnates de Silicon Valley. Por otro lado, tampoco podemos olvidar que, según estima la revista Forbes, el patrimonio del propio Trump roza los 7.000 millones de dólares. En definitiva, quizás nunca ha sido tan literal la denuncia de que a los puestos de mando está el 1% más rico de la población representándose a sí mismos.

Al final, el sueño republicano de Jefferson y los antifederalistas parece haberse diluido en una realidad que privilegia a las élites económicas por encima del control ciudadano. La consolidación de una oligarquía política, alimentada por donaciones multimillonarias y campañas mediáticas, ha distorsionado los ideales fundacionales de una democracia basada en la virtud republicana. Quizás, como sugirió Musk en su tuit, Estados Unidos no enfrenta simplemente el “retorno del rey”, sino la reafirmación de un sistema que, además de ser monárquico, ha institucionalizado el poder del dinero como su núcleo central. Y eso no anticipa nada bueno para las clases populares; mucho menos para esos importantes segmentos de las clases populares que son las mujeres, los inmigrantes y/o las personas negras. Al fin y al cabo, esta oligarquía es también una profundamente reaccionaria.

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