Cuando Mussolini era un genio y Hitler era admirable

Los dirigentes autoritarios siempre han fascinado a la derecha. No sólo a la derecha, ciertamente: basta con repasar la historia del comunismo. Pero lo que nos ocupa ahora es la irrupción de un nuevo tipo de caudillaje reaccionario, encabezado por Donald Trump

Los dirigentes autoritarios siempre han fascinado a la derecha. No sólo a la derecha, ciertamente: basta con repasar la historia del comunismo. Pero lo que nos ocupa ahora es la irrupción de un nuevo tipo de caudillaje reaccionario, encabezado por Donald Trump (a su manera un admirador de Vladimir Putin) y cada día más pujante. La última vez que ocurrió algo parecido, hace más o menos un siglo, el fascismo fue saludado con alborozo por los movimientos conservadores.

Winston Churchill ofrece un buen ejemplo de la simpatía natural que se establece entre la derecha y los dictadores que se atreven a llevar hasta el límite una ideología compartida. Conviene subrayar que Churchill nunca fue partidario del fascismo en el Reino Unido, porque le parecía que el sistema británico, con su monarquía y su parlamentarismo, y la ausencia en el país de un partido comunista fuerte, lo hacían innecesario. De hecho, tuvo un trato amistoso con el líder de la Unión Británica de Fascistas, Oswald Mosley: ambos eran aristócratas, ambos pertenecían al mismo club y sus esposas eran primas. Pero el fascismo, según él, era adecuado para otros países, no para el viejo Imperio Británico.

A Churchill, Benito Mussolini le parecía “el más grande legislador entre los hombres vivos” y un “genio romano”. En 1927, durante una visita a Roma, Churchill (todavía no primer ministro) declaró que “de ser italiano, estoy seguro de que habría estado con usted (Mussolini) de todo corazón, en contra de los bestiales apetitos y pasiones del leninismo”. En la época, Italia era aliada del Reino Unido.

Churchill también tuvo, más tarde, palabras de admiración hacia Adolf Hitler. Ya en guerra, pronunció estas palabras: “Uno puede sentir desagrado hacia el régimen de Hitler y aun así admirar su logro patriótico. Si nuestro país fuera derrotado, confío en que encontraría un líder igual de indomable para restaurar nuestro coraje y devolvernos nuestro lugar entre las naciones”.

El anticomunismo constituía, un siglo atrás, la amalgama de las derechas, democráticas (las menos) y antidemocráticas. El gobierno de Londres no disimuló su respaldo al golpe militar en España y al bando franquista durante la guerra civil. Y en Francia, justo antes de la invasión alemana, eran muchos los que preferían entregarse al nazismo antes que a la izquierda electoralmente victoriosa. Hizo fortuna un eslogan: “Mejor Hitler que el Frente Popular”.

La guerra cambió las cosas. Y la derrota del Eje exorcizó por muchas décadas (no en la España franquista, claro) las simpatías europeas, norteamericanas y asiáticas hacia el nazi-fascismo. Hubo, sin embargo, rebrotes, como la “caza de brujas” anticomunista en Estados Unidos o las operaciones postfascistas de los servicios secretos italianos.

Creo que en estos momentos sólo un factor impide que las derechas de distintos países se mimeticen bajo un proyecto autoritario y de aroma neofascista: el respaldo o el rechazo respecto al denominado “globalismo”, una palabra-código que parece referirse a la economía, o al comercio, o a la uniformización cultural, y en realidad señala a los movimientos migratorios. Sólo eso, la postura acerca de la inmigración de millones de pobres hacia los países ricos (algo que entre la ciudadanía reviste un aspecto visceral y por tanto altamente inflamable), separa eso que llamamos “derecha” de eso que llamamos “ultraderecha”.

Hace un siglo, el comunismo había dejado de ser “un fantasma que recorre Europa”, en palabras del Manifiesto redactado en 1848 por Karl Marx y Friedrich Engels, y se había convertido en un hecho objetivo: existía la Unión Soviética y existían los partidos comunistas, legales o ilegales, en casi todas partes.

Las migraciones son también ahora un hecho objetivo. Para una parte (creciente) de las sociedades occidentales, los inmigrantes entrañan el mismo riesgo de desestabilización, pérdida de identidad y desafío político que el conservadurismo del siglo XX relacionaba con el comunismo. No vale la pena distinguir entre inmigrantes “legales” e “ilegales”, porque el rechazo visceral los engloba. También los votantes que llevaron a Hitler al poder solían tener algún amigo judío y sin embargo asentían cuando se responsabilizaba a los judíos, en general, todos los males.

La gestión de los movimientos migratorios definirá probablemente el futuro del planeta en las próximas décadas. Tanto como el cambio climático, o más, porque ambas cuestiones estarán directamente relacionadas. Ni se puede ignorar el asunto, ni se puede ceder a la tentación xenófoba. Ahora mismo, no parece haber otras posiciones que esas dos.

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