Lo que ha sucedido en el Tribunal Supremo ha sido muy doloroso para mucha gente, para muchos fiscales, desafectos ante lo que consideran un descrédito de su profesión, para muchos otros operadores jurídicos a los que no cabe en la cabeza que se haya llegado a este punto sin una dimisión, para no dañar al cargo ni a la institución
La toga es uno de los pocos recordatorios de que que en los estrados no está sola nuestra personalidad sino también la dignidad colectiva de todos nuestros compañeros
Nada de lo que se ha visto en la declaración como imputado del fiscal general del Estado –¡cómo se resiste la mente a escribirlo!– ha sido digno de aplauso. Llegar a ese punto en el que se confunden la persona del imputado y el propio cargo y lo que representa tiene tantos problemas, tantos, que nos ha dejado sobre la mesa la inquietante mezcolanza del imputado que se defiende, como está en su derecho, y la del máximo cargo del Ministerio Fiscal del Reino del España que parece no creer en el sistema en que se inserta. Y eso, aceptable para cualquier otro justiciable, no lo es para quien encabeza al instituto encargado de la defensa de la legalidad en nuestro país. Porque si no crees en la Justicia de tu país, no puedes ser fiscal general y quién sabe si moralmente podrías seguir siendo operador jurídico.
Ha llegado el fiscal general a declarar con una corbata que llevaba motivos con el signo de la Justicia, supongo que la balanza en la que la diosa justicia sopesa los argumentos de todas las partes por igual, pero para ello hay que darlos. Y más allá de la semiótica del gesto, una vez en la sala declaró sentado en estrados, donde normalmente se sentaría el profesional. Y ahí empieza a estar todo mal. A pesar de que los juristas puedan sentarse junto a su abogado y de que el magistrado le haya ofrecido hacerlo, ninguno de los otros fiscales lo hicieron. A pesar de que no pesaba acusación alguna contra ellos, de que declararon como simples testigos, no aceptaron ese privilegio, sino que bajaron a sentarse donde todo declarante lo hace. Actuaron así por respeto a lo que significa estar en estrados, por respeto a lo que representa, por no mezclar una condición con la otra.
Que Álvaro García Ortiz no haya descendido al nivel del ciudadano corriente indica con claridad que no ha asumido estar ante ley igual que cualquier otro y ha permitido así la confusión entre la imputación que pesa sobre él, como persona que ha podido llevar a cabo conductas presuntamente delictivas en el ejercicio de su cargo, con la imputación a la institución. No ha debido hacerlo. Los vuelos de las togas deben ser altos, como sus miras. Las togas se preservan, no se dejan arrastrar sobre el polvo del camino; la famosa frase de aquel discurso de Conde-Pumpido que le había escrito precisamente Pedro Crespo, el marido de la fiscal Almudena Lastra, testigo de la causa a la que no se ha referido con especial cariño su jefe, tachándola ante el juez de “desafecta”.
El ciudadano García Ortiz o el fiscal general, o ambos, no lo sabemos a ciencia cierta, ha mostrado a su vez una desafección institucional que no resulta compatible con su cargo. Cuando uno considera que un magistrado del Tribunal Supremo “parte de una certeza que le impide descubrir la verdad”, está asumiendo que en el máximo órgano judicial hay magistrados que no son imparciales o que no saben instruir o que están contaminados o que dirigen persecuciones políticas. Eso que puede hacer usted o puedo hacer yo, ¿puede hacerlo en una sala de vistas el fiscal general del Estado? ¿Puede negarse a contestar a sus preguntas? ¿No debería facilitar todo lo posible la realización de la justicia? Como imputado tiene sus derechos, pero como máxima cabeza de la Fiscalía General tiene sus obligaciones. Estos son los irresolubles problemas de haber llegado a este punto con tamaña confusión, que sin duda daña a la Fiscalía, a los fiscales en su conjunto, y al propio García Ortíz.
García Ortiz, que ostenta el cargo de fiscal general, pero que tiene la categoría de fiscal de Sala del Tribunal Supremo, ¿puede cuestionar los motivos de actuación de este el tribunal al que pertenecería al cesar? ¿Puede adoptar en su defensa la postura del que cree en una persecución contra la institución que representa? Pone en duda al Supremo que, por cierto, un día antes, le dio la razón ante las pretensiones de considerar nulo su nombramiento y lo hizo un tribunal de cinco magistrados, cuatro de ellos conservadores, y teniendo como ponente a uno de los más conspicuos conservadores de la Sala III. ¿Eran imparciales y sometidos al imperio de la ley un día sí y al siguiente no?
No voy a entrar en el contenido de la defensa, porque las formas en sí ya causan bastante dolor. Cuando tu misión declarada es la búsqueda de la verdad –tanto que estás en este procedimiento según afirmas por “desmentir un bulo”–, ¿no sería más lógico colaborar para hallarla? Un pivote del Estado de Derecho del peso del fiscal general, que se reclama inocente de todo posible delito, ¿no debiera haber respondido a las preguntas de todas las partes y a las del instructor para aclarar lo antes posible la verdad de las cosas? No da muy buena impresión limitarte a contestar a tu abogado y a tu subordinada y cargo de tu confianza, que ni siquiera hizo preguntas. Claro que un imputado puede no decir la verdad, pero, ¿puede hacerlo un imputado que es fiscal general? ¿No hubiera sido más elegante, digno, institucional y hasta más propio de un inocente contestar a tumba abierta a todo lo requerido?
Tampoco entiendo que a una diligencia practicada con autorización judicial la denomine un técnico jurídico de tanta altura con el nombre de un delito. Cuando García Ortiz habla del “allanamiento” de su despacho, está poniendo a la Justicia en una posición imposible, porque si bien tiene todo el derecho a recurrir la licitud de la diligencia, como de hecho ha hecho, no se compadece con su cargo considerar que se ha delinquido al llevarla a efecto. Él mismo sabe de muchas entradas y registros que habrá pedido como fiscal y que finalmente han tenido defectos formales o vulneraciones y han sido anulados en otras instancias sin que nadie las haya considerado delictivas.
La actitud del fiscal general ha recordado de lejos a los llamados juicios de ruptura, conteniendo una especie de no reconocimiento de la legitimidad del juez para instruir una causa contra él; una escenificación de una especie de persecución a la institución que de ninguna manera se está produciendo. Yerra también en su taxativa afirmación de que “una mentira no puede ser un secreto”, como si la cualidad de secreto estuviera relacionada con el contenido y no con el hecho de que el objeto esté declarado como tal. Un espía, un militar, un diplomático, un abogado, incluso un ministro, debe guardar reserva sobre aquello que la ley les exige sin plantearse un juicio ontológico sobre su contenido y un fiscal, lo mismo. Que la reserva de las deliberaciones del Consejo de Ministros lo es sea lo que se dicen en ellas más cierto o menos cierto, que cada ministro no puede ponderar si lo que dijo el otro es una mentirijilla y entonces contarlo. Que lo que la ley protege como secreto se asume per se y él lo sabe.
Lo que ha sucedido en el Tribunal Supremo ha sido muy doloroso para mucha gente, para muchos fiscales, desafectos ante lo que consideran un descrédito de su profesión, para muchos otros operadores jurídicos a los que no cabe en la cabeza que se haya llegado a este punto sin una dimisión, para no dañar al cargo ni a la institución. Ha sido doloroso para el país, porque las cosas “históricas” como estas es mejor que jamás lleguen a producirse. Es doloroso para los que conocemos a los protagonistas, porque siempre pensamos que antepondrían la dignidad de la toga que les reviste a cualquier otra consideración. Habrá sido también doloroso para Álvaro García Ortíz, sin duda, aunque él es el único que sabe por qué no lo ha evitado.