El historiador holandés Ulbe Bosma repasa la historia del comercio azucarero desde los primigenios cultivos indios hasta un comercio global que descansó durante siglos en el trabajo esclavo en colonias como Cuba o Java
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Desde que en algún lugar de la India, hace miles de años, un campesino decidió cocer el jugo de la caña de azúcar, hasta la facturación global actual de 180 millones de toneladas anuales de este célebre y dulce cristal granulado, la sacarosa ha jugado un papel protagonista en la historia del comercio mundial. También de la economía y de la política. Desde luego mucho más de lo que uno piensa cuando coge un sobre para echárselo al café.
Especialmente en los últimos 300 años, el cultivo del azúcar ha moldeado países y paisajes enteros, más que ninguno Cuba o la isla de Java, en Indonesia. Sin la colonia española en las Antillas, que llegó a ser la primera exportadora mundial, no se entendería que a día de hoy el mayor conglomerado empresarial del sector, la American Sugar Refining (ASR Group), esté en manos de dos hermanos de apellido Fanjul, de origen cubano y de antepasados asturianos.
“El azúcar fue al siglo XIX lo que el petróleo ha sido para el XX”, sentencia Ulbe Bosma, historiador neerlandés y autor de Azúcar. Una historia de la civilización humana (Ariel), que ha visitado estos días Barcelona. “En términos de comercio internacional, el azúcar fue la materia prima más importante del siglo XIX, la exportación más valiosa del hemisferio sur”.
Más que el café, el algodón o cualquier otro producto de las colonias, añade Bosma, este cristal granulado –tanto el moreno como el blanco– ha llevado de cabeza a magnates y jefes de gobierno, ha desatado guerras comerciales y arancelarias, alargó la vida el esclavismo e incluso fomentó invasiones. Y todo por un alimento que ni siquiera es un bien de primera necesidad y que floreció durante siglos como artículo de lujo, pero que ha acabado colándose en todos los hogares en cantidades nada saludables.
Durante siglos la humanidad pasó sin él, pero la revolución industrial lo convirtió en un “proveedor de calorías” para la clase obrera, en palabras de Bosma. Aunque sus perjuicios los intuyeron los médicos de Isabel I de Inglaterra ya en el siglo XVI, al ver sus dientes negros repletos de caries, así como los científicos que en 1845 publicaron en The Lancet su relación con la obesidad y la diabetes, nada de ello ha impedido que la industria y el consumo sigan creciendo.
“Hace 300 años incluso en los países más ricos no ingerían más de 2 o 3 kilos de azúcar al año por habitante”, apunta Bosma. Actualmente, un europeo ingiere de media 40 kilos de azúcar al año, el doble de lo que recomienda la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Todo empezó en Asia
La historia del azúcar granulado se remonta aproximadamente a hace 2.500 años en el norte de India, donde hay referencias a la palábra sánscrita sakkara. En India fueron pioneros a la hora extraer el jugo de los tallos y convertirlo en una pasta dulce llamada gur, una suerte de azúcar muy poco refinado que se convirtió rápidamente en moneda de cambio y que hoy se sigue consumiendo en países vecinos como Pakistán o Bangladesh. Hacia el fin del primer milenio, el azúcar blanco era conocido casi en toda Asia. “Todavía pasaron un par de siglos antes de que se convirtiera un artículo comercial dentro de las incipientes economías capitalistas de Eurasia”, señala Bosma.
Azúcar hirviendo en Punjab, Pakistán, 2010. En todo el sur de Asia, los agricultores siguen fabricando su propio azúcar sin refinar.
La clave del refinamiento del azúcar, añade el historiador, es que el procesado permitió que un producto que se pudría en cuestión de semanas llegara a perdurar en el tiempo. “De ahí que el azúcar fuera tan importante en el origen del capitalismo, porque se convirtió en una materia prima que se podía comercializar a largo plazo”, explica Bosma, que añade que inicialmente se pagaba en oro.
Del curso del Ganjes a Turkmenistán y desde el Nilo a la península ibérica, las rutas del azúcar florecieron a partir de los siglos V y VI y acabarían asombrando a exploradores como Ibn Batutta o Marco Polo. Propio de climas tropicales, su cultivo fue durante siglos ajeno a Europa. Aunque hubo excepciones, como el cinturón azucarero de València o algunas plantaciones en Granada durante el reinado musulmán andalusí. “Fue una importante fuente de ingresos para los constructores de la magnífica Alhambra”, sostiene Bosma.
Del esclavismo a Manuel Rionda
La expansión de los cañaverales azucareros y las fábricas de procesado fue progresiva en territorios e islas del trópico del planeta, desde Taiwán a Madeira y de Java a las Antillas, con lo que favoreció a las potencias coloniales. “Para Francia, Inglaterra y Holanda, en el siglo XVIII aproximadamente el azúcar suponía un 2 o 3% de sus ingresos nacionales”, examina Bosma. “Un comercio que estaba basado en el trabajo esclavo”, añade.
De los cerca de 12 millones de africanos que fueron capturados y enviados a las colonias atlánticas para trabajos forzados, se estima que entre la mitad y un tercio acabaron en plantaciones azucareras. Cuba, que llegó a producir tanto como todas las islas británicas y francesas del Caribe juntas, fue el mayor exponente de ello. La hipótesis de Bosma, de hecho, es que la esclavitud no se abolió antes porque el negocio azucarero seguía adicto a la mano de obra forzada de sus campos.
“A pesar de la industrialización de los ingenios, la cosecha del azúcar seguía siendo extremadamente laboriosa; si no, la esclavitud hubiera acabado en Cuba antes de 1886; en Brasil antes de 1888 y en Louisiana antes de 1865. Esta es mi teoría”, argumenta el autor.
Adolphe Duperly, «Destruction of the Roehampton Estate January during Baptist War in Jamaica» (1833)/Wikimedia Commons. El día de Navidad de 1831, los esclavizados jamaicanos empezaron a incendiar las plantaciones y las mansiones de los plantadores.
Entre las familias de la burguesía azucarera cubana que se beneficiaron del esclavismo, una de las más conocidas fueron los Goytisolo, de Barcelona. Pero otra saga familiar, que se enriqueció en su caso tras el fin de la esclavitud, fue la que empezó el asturiano Manuel Rionda. Más comerciante que productor, con base entre Cuba y Nueva York, su alianza con el mayor intermediario del mundo, de apellido Czarnikow, acabó situándole en la cúspide del universo azucarero hacia principios del siglo XX.
Años después, al frente de la bautizada como American Sugar Refining, sus descendientes vieron como la revolución castrista les despojaba de sus activos en Cuba, pero lograron reubicarse en Florida y remontar su negocio de nuevo hasta la cima. Los hermanos José y Alfonso Fanjul son actualmente las caras visibles de ese imperio. Amigos del exrey Juan Carlos –lo acogieron en República Dominicana cuando se marchó de España en 2020–, son además conocidos en Estados Unidos porque uno apoya y financia al Partido Demócrata y el otro, al Partido Republicano.
El ex rey Juan Carlos y el presidente dominicano, Danilo Medina, conversan con los hermanos Alfonso Fanjúl y José Fanjúl, a la derecha, en mayo de 2015, en un encuentro empresarial en República Dominicana
Con la importancia del Caribe para las exportaciones a Estados Unidos, también el azúcar fue causa de intervenciones militares, igual que lo serían los intereses de compañías norteamericanas con un largo historial de violencia y golpes de Estado como la United Fruit Company. “Quizás fue a una escala más pequeña que la del petróleo en la revolución de Irán contra Mosaddeq en los 50, pero todo lo que ocurrió en Cuba políticamente estuvo relacionado con el azúcar”, señala el historiador.
Un buen ejemplo del intervencionismo fue en Santo Domingo, donde las empresas norteamericanas encontraron a principios del siglo XX extensión suficiente para cultivar la caña que luego refinaban en Puerto Rico e importaban libre de impuestos. Sin embargo, los campesinos se rebelaron contra el arrebatamiento de tierras y acabaron incendiando varias fincas, una de ellas vinculada a la prominente familia Havemeyer. Aquello provocó el desembarco de los marines estadounidenses y la ocupación de la isla.
A lo largo del libro, Bosma repasa todos hitos de la industria azucarera. Desde la irrupción del azúcar de remolacha a mediados del siglo XIX (que convirtió el continente europeo en potencia productora) hasta los nuevos edulcorantes artificiales. También el papel de los Estados a la hora de favorecer el sector, bien a través de inversiones en infraestructuras clave (como los ferrocarriles de las colonias), bien con subsidios y aranceles. De hecho, a día de hoy el del azúcar sigue sin ser un mercado libre, con cuotas en muchos países (la Unión Europea las retiró en 2017). Los mayores productores actualmente son Brasil, India, la UE y Tailandia.
En la actualidad son un puñado de grandes conglomerados, que incluyen el de los Fanjul y la alemana Südzucker o la británica Associated British Foods, los controlan un mercado de 335.000 agricultores y 40.000 obreros. Un volumen industrial y de negocio que le hace pensar a Bosma que no será fácil que la sacarosa regrese a su papel inicial en el mercado: un artículo de lujo que lo mantenga alejado de las elevadas tasas de obesidad del mundo.