Maestro de maestros, este albaceteño estaba en Ávila cuando estalló la Guerra Civil, pero dos requetés le condujeron a Pamplona, donde había sido concejal en defensa de la educación pública y la separación Iglesia-Estado, y desde entonces se desconoce el paradero de su cuerpo
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La Plaza del Ayuntamiento de Pamplona jamás había estado tan atestada de gente. Aquella tarde del 14 de abril, la voz de Mariano Sáez Morilla se irguió sobre las demás: “¡Navarros! ¡Pamploneses! Hoy es un día grande para España. En Madrid y en todos los pueblos y ciudades españolas se ha proclamado la República con un entusiasmo delirante, como lo hacemos en este momento nosotros”, comenzó su corto e histórico discurso. A este maestro de maestros, que siempre defendió la educación pública y la separación entre Iglesia y Estado, no le quedaban ni seis años de vida. Tras el inicio de la Guerra Civil, los carlistas lo asesinaron en Navarra. Su cuerpo sigue todavía desaparecido.
El historiador Eduardo Martínez Lacabe acaba de publicar Mariano Sáez Morilla. Proclamador de la Segunda República en Pamplona. Vida y muerte entre boinas rojas (Pamiela, 2025), la primera biografía que recupera del olvido a este albaceteño que jugó un papel clave tanto en el advenimiento republicano como a lo largo de sus años de concejal en el Consistorio pamplonés. “Era un profesor de Escuela Normal, enseñaba magisterio a los futuros maestros”, introduce el autor de la monografía.
Sáez llegó a Pamplona en el verano de 1921 por amor. Su mujer, con la que se casó ese año, María Ángeles Fernández de Toro, obtuvo una plaza como inspectora de educación en la capital navarra. Él estaba en Galicia, pidió el traslado y los dos se instalaron en Pamplona. A pesar de haber pasado a la posteridad como maestro, Sáez fue un ilustrado licenciado en Derecho y con estudios en Filosofía. También periodista: fue director de El magisterio navarro, el órgano oficial de los maestros en la región; redactor en El pueblo navarro, de corte liberal que con el tiempo tendió al monarquismo; y corresponsal de la cabecera republicana La Libertad.
Mariano Sáez entrevistado por Vicente Martínez de Ubago en 1931
Con una honda preocupación por la realidad de su tiempo, ya tras la Primera Guerra Mundial Sáez defendió en charlas y conferencias el pacifismo. “Decía que si las cosas no cambiaban sería irremediable una Segunda Guerra Mundial, porque estaba muy atento al auge fascista italiano, y acertó”, comenta su biógrafo. Su preocupación por la formación le hizo merecedor de una beca de la Junta de Ampliación de Estudios (JAE), al igual que su mujer, que le llevó a estudiar los sistemas pedagógicos de Inglaterra.
Sáez decidió tomar partido a nivel institucional en 1929, cuando se afilió al PSOE. “Para él, Pablo iglesias era un referente, no tanto por su socialismo sino por su humanismo. Ya en Madrid, se afilió en 1933 a la Izquierda Republicana de Manuel Azaña”, adelanta Martínez.
Llega la proclamación: “Ciudadanos, ¡viva la República!”
Aquella tarde del 14 de abril vino precedida por las elecciones municipales celebradas dos días antes, cuando las fuerzas republicanas ganaron en la mayoría de ciudades del país. “Pamplona era un oasis. Aquí triunfaron los monárquicos, carlistas y jaimistas, pero el gobernador militar veía que muchas ciudades ya estaban proclamando la República”, concretiza el historiador. Fue convocado el Comité Republicano-Socialista, formado por tres de los primeros y dos de los segundos. Aquel día en la plaza estuvieron los cinco: Serafín Húder, Mariano Ansó, Emilio Zaraola; y Tiburcio Osácar y el mismo Sáez.
Mariano en el centro, entre dos militares, con Enrique Astiz a la derecha, miembro de Izquierda Republicana.
Acompañados por una gran manifestación, arribaron al Ayuntamiento de Pamplona pasadas las 18:30 horas para saludar al nuevo régimen democrático desde el balcón. “Esta plaza nos la imaginamos así el día del chupinazo, pero hasta el momento nunca había habido tanta gente en ella”, ilustra el propio Martínez. La primera proclamación republicana la realizó Serafín Húder, presidente del citado Comité, en el mismo Consistorio en que su padre, Francisco Húder, se convirtiera en el primer alcalde republicano de la ciudad en la Primera República, en 1873.
No queda testimonio escrito de lo que Húder compartió con los asistentes. En cambio, hasta tres medios de la región recogieron una por una las palabras de Sáez, el único de los cinco que se explayó desde el balcón: “El pueblo español empieza hoy a gobernarse a sí mismo bajo la bandera de la República que simboliza la libertad, la cultura y la tolerancia y respeto para las ideas y sentimientos de todos los ciudadanos”, dijo tras sus primeras palabras.
Así continuó: “Enterremos piadosamente todos los tristes recuerdos de nuestras luchas políticas y de la vergonzosa Dictadura, y unámonos todos los españoles para trabajar por el engrandecimiento y prosperidad de la Patria”. Sus últimas palabras terminaron un con un viva: “Saludad con emoción patriótica a estas banderas de la milicia Nacional, de los Trabajadores y de la República, pues todas ellas nos guían hacia un ideal de Libertad y Justicia. Ciudadanos, ¡viva la República!”.
En aquel momento, los cinco adalides de la República en Pamplona también hicieron un llamado a la calma. “Saludaron al nuevo régimen, pero también intentaron tranquilizar a los presentes porque en Pamplona estaban rodeados de lobos. Esto era una isla carlista y jaimista, como se vio después al convertirse en centro de conspiración durante la Guerra Civil”, añade el historiador.
Proclamación de la Segunda República en Pamplona.
Su labor como concejal a favor de la educación pública
Sáez se convirtió en uno de los 29 concejales del Ayuntamiento pamplonés en junio de 1931, tras celebrarse la segunda vuelta de las elecciones de abril impugnadas por las fuerzas de derechas. “Fue concejal síndico, el cargo más importante después del alcalde”, añade Martínez. Durante su etapa como edil, la política de Sáez se caracterizó por dos cuestiones: la defensa de la enseñanza pública y la separación entre Iglesia y Estado.
“Defendió una moción para construir un colegio en el centro de Pamplona, en donde también se instruirían los maestros y en el que pudieran hacer prácticas. No quería que los hijos de las gentes más pobres tuvieran que pasar por el yugo religioso para recibir su educación”, desarrolla el biógrafo. En su momento, Sáez propuso que el centro se llamara Alcalá-Zamora o Pablo Iglesias. Nunca vio terminado el proyecto, que sí se ejecutó. Actualmente, su nombre es el de Vázquez de Mella, un ideólogo del tradicionalismo y carlismo español totalmente alejado de las ideas de Sáez.
Separar la vida civil y religiosa desde el Ayuntamiento no fue una empresa fácil. “En aquel momento, incluso el Consistorio pagaba a los oradores de los sermones en Semana Santa y San Fermín, las velas y los cirios de las procesiones”, ejemplifica Martínez. La valentía de Sáez le llevó a defender que todo lo relacionado con el culto religioso debía ser sufragado por los propios feligreses.
Sáez tuvo que dejar su acta de concejal en 1933, ya que era incompatible su puesto como funcionario en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona con el desempeño de un cargo público. Consiguió una plaza de profesor de Pedagogía en Madrid en la Escuela de San Bernardo, a donde llegó en septiembre, y abandonó el Consistorio, aunque oficialmente su plaza quedó desierta en 1934.
La guerra en Ávila, la muerte en Navarra
Por avatares del destino, Sáez no estaba en la capital al inicio de la contienda en julio de 1936, sino en Ávila, ciudad en la que su mujer era inspectora de educación. Aquel mes, Sáez formó parte de un tribunal de oposiciones. El 19 de julio, Ávila cayó en manos de los sublevados y el docente decidió esconderse, hasta que lo apresaron a principios de enero de 1937. “La familia no sabe cuándo le detuvieron, pero a finales de septiembre de 1936, la Junta Superior de Educación de Navarra, trufada de carlistas, publicó un escrito que condenaba públicamente a Sáez por haber escapado de la justicia”, añade Martínez.
Mariano, cerca de la bandera tricolor, en el recibimiento en Irún a Unamuno tras la vuelta del exilio.
El nombre de Sáez no era el único que aparecía en ese texto carlista. También lo hacía el de su mujer, María Ángeles Fernández de Toro, monárquica de derechas, hija de un carlista del ejército de Don Carlos y muy tradicional, tanto que a sus cinco hijos los educaron en escuelas religiosas.
La noticia de su ubicación llegó a Navarra, desde donde salieron dos requetés en busca de Sáez. Cruzaron parte de la Península, en plena Guerra, desde Pamplona hasta Ávila. “Le condujeron al colegio de los Escolapios, un centro de detención en Pamplona gestionado por los carlistas, le debieron tomar declaración y apenas días después le mataron”, relata el final de sus días el biógrafo.
Según los documentos, Sáez murió el 10 de febrero de 1937, un miércoles de ceniza. Su viuda inscribió la defunción de Sáez en el registro civil de Ávila el 10 de mayo de 1938. En la causa de la muerte consta que falleció por “hemorragia interna”. En el lugar de fallecimiento aparece “Eibero-Pamplona”, aunque remita a la localidad de Ibero.
En cambio, durante muchos años se ha pensado que su cuerpo reposaba en Ripa (Odieta): “Parece ser que eso le dijeron a la mujer, muy católica, para que se quedara tranquila. En 2023 exhumamos dos cuerpos en Ripa, pero el ADN no se correspondía con el de Sáez”, cuenta Martínez. Más tarde pensaron que su cuerpo podía estar en Ostiz, aunque en estos momentos Martínez sostiene que lo más probable es que el cadáver de Sáez pueda encontrarse entre dos localidades muy cercanas a la capital: Ibero y Etxauri.
Mariano Sáez de Morilla, foto que le hicieron en un estudio hacia 1933.