Trabajar menos para vivir mejor: reivindicación de género, conquista de ciudadanía

A pesar de los diagnósticos catastrofistas para descalificar la reforma laboral y los aumentos del salario mínimo la realidad nos dice que una parte, aunque no toda, del «milagro» económico español es resultado de la mejora de la calidad del empleo y de los salarios

Por fin se ha aprobado el anteproyecto de ley que establece una jornada máxima de 37,5 horas. Ahora, previos los informes preceptivos, se iniciará la tramitación parlamentaria. Su aprobación no será fácil, hay muchos intereses en juego y modelos socioeconómicos confrontados.

Sin duda, se trata de una medida de gran trascendencia, con impactos sociales y económicos de futuro que, por definición, es imposible prever en todas sus dimensiones. Aunque sí se pueden anticipar algunos de sus efectos que, por la diversidad del tejido empresarial, serán diversos y asimétricos. Ese debería ser el objetivo del debate social y político, a fin de maximizar los beneficios y minimizar los riesgos y costes que una medida de este calado siempre comporta. 

La ley sintoniza con una aspiración que comparte la inmensa mayoría de la ciudadanía, en todas las CCAA -también Catalunya- y con independencia de la orientación de su voto: Trabajar menos para vivir mejor”. 

Además, enlaza con una de las principales reivindicaciones y luchas del movimiento obrero. A principios de siglo XX la jornada laboral media era de 3.000 horas al año. Hace 116 años, España con la huelga de La Canadiense se situó a la vanguardia de las 8 horas diarias y 48 semanales. En 1983 se redujo la jornada máxima a 40 semanales o su equivalente anual de 1826,27. 

En los últimos años, la reducción de la jornada de trabajo se ha convertido en una reivindicación que vertebra luchas sindicales y feministas que comparten horizontes de gran consenso social: la conciliación, la corresponsabilidad en las tareas familiares y la apuesta por una sociedad de los cuidados. Aunque en este, como en otros muchos temas, se practica un perverso fariseísmo. Los discursos van por un lado y la mayoría de las conductas empresariales y políticas públicas van por otro. Para algunos, la conciliación está muy bien a condición de que se quede en la puerta de las empresas y no cruce el umbral de los centros de trabajo.

Además de sentido social, la reducción de la jornada laboral también tiene lógica económica. A lo largo de la era industrial cada vez que se han producido innovaciones tecnológicas significativas la respuesta ha sido una reducción del tiempo de trabajo. Mayor productividad, con menos horas de trabajo y creación de riqueza suficiente para construir, a partir de la fiscalidad, un estado social que ha sido el gran yacimiento de empleo del siglo XX. Este proceso virtuoso es algo que no discuten ni los más fervientes opositores a la reducción de la jornada. 

Existen, sin duda, importantes y poderosos argumentos en contra. Desde los más zafios que identifican la reducción legal de la jornada con el franquismo hasta los más rigurosos que plantean flexibilidad y gradualidad atendiendo a la diversidad de nuestro tejido económico, pasando por los más sofisticados que incorporan la variable de la productividad. Veamos.

En la presentación de un informe del Instituto de Estudios Económicos (CEOE) se llegó a afirmar que la reducción legal de la jornada máxima corresponde a un modelo de relaciones laborales propio del franquismo y el falangismo. La cosa tiene guasa, porque los firmantes del informe, además de socios de importantes bufetes empresariales, son catedráticos de Derecho del Trabajo. Después de estas afirmaciones lo lógico sería que renunciaran a su cátedra y auspiciaran la desaparición de esta asignatura en los planes de estudio. Conviene recordar que el Derecho del Trabajo emergió con una clara voluntad tuitiva, protectora de las personas trabajadoras, para reequilibrar unas relaciones laborales muy desequilibradas cuando se dejan al albur de las reglas del mercado de trabajo.

Esta frivolidad no merecería atención si no fuera la coartada argumental que se utiliza para justificar la exclusión de la regulación legal y la exclusividad de la negociación colectiva en materia de jornada. Sin duda los convenios colectivos juegan una función importante. No solo fijando la jornada de trabajo sino también estableciendo reglas para su aplicación, distribución irregular. 

Pero eso no puede excluir la intervención heterónoma -disculpen la palabreja- de los poderes públicos para fijar unos derechos mínimos, en este caso una jornada máxima. Entre otras razones porque hay trabajadores no cubiertos por la negociación colectiva y sectores con un gran desequilibrio de fuerzas en su capacidad negociadora. 

Entre los argumentos económicos utilizados para oponerse a esta medida, aparece una tríada bien conocida. El riesgo de aumento de costes laborales, caída de la competitividad y destrucción de empleo. Todo aderezado con el razonamiento de la baja productividad de las empresas españolas. 

No deberíamos menospreciar estos factores, pero tampoco asumirlos como si fueran actos de fe, más propios de la teología que de la economía. La contraposición entre derechos sociales y eficiencia económica forma parte del pensamiento hegemónico neoliberal de las últimas décadas. 

Este dogma ignora que las sociedades más justas son también las más dinámicas y eficientes económicamente. Los datos son abrumadores y lo estamos comprobando en España. A pesar de los diagnósticos catastrofistas para descalificar la reforma laboral y los aumentos del salario mínimo, la realidad nos dice que una parte, aunque no toda, del “milagro” económico español es resultado de la mejora de la calidad del empleo y de los salarios. 

Esta constatación no debería llevarnos a ignorar posibles efectos indeseados de esta medida. Es evidente que una reducción de la jornada con el mismo salario comporta un incremento de los costes laborales. Pero no lo es tanto que ello signifique una perdida automática e irreversible de la competitividad. No debe obviarse el colchón que aporta el aumento significativo de los márgenes empresariales de estos últimos años.

En esta misma línea argumental aparecen los déficits de productividad y de nuevo surgen los argumentos “cutres”. La CEOE ha llegado a afirmar que, con nuestros niveles de productividad, la jornada laboral debería aumentar a 41,2 horas. O sea, una vuelta al Pleistoceno empresarial. 

Esperemos que pronto el Consejo de la productividad nos aporte datos para poder hacer un debate riguroso. De momento lo que sabemos es que, si bien es cierto que nuestra productividad agregada es menor que la media de la UE, las diferencias sectoriales son muy importantes. Hay sectores y empresas, precisamente las que actúan en contextos de elevada competitividad global, que presentan índices de productividad iguales o superiores a la media europea. Curiosamente, o no tanto, son los que tienen jornadas más reducidas, mejores salarios y condiciones de trabajo. El milagro lo conocemos, se llama innovación. Lo que nos lleva a concluir que nuestros déficits de productividad no son imputables al factor trabajo, sino a un capital que se está mostrando vago en el esfuerzo inversor. 

Es verdad que no todas las empresas están en idénticas condiciones para usar estrategias de innovación. Pero no se puede caer en la trampa de considerar que algunas empresas o sectores están condenados a no poder innovar. La innovación no es solo tecnología, también es innovación organizativa, de procesos y de productos que se pueden implementar en todas las empresas. En este sentido el margen de mejora es inmenso, hay empresas que gestionan fatal la prestación de trabajo de sus trabajadores.

Por eso una medida de acompañamiento inteligente a la reducción de la jornada sería ayudar a las empresas menos preparadas -algunas pymes, aunque no todas- a recorrer el camino virtuoso de la innovación. 

Aquí entra en juego una de las falacias argumentales más sofisticadas en relación con la productividad, la que establece una relación causal de dirección única. Se afirma que primero es el aumento de la productividad y luego la reducción del tiempo de trabajo. 

Discrepo, la dirección causal es bidireccional. Es verdad que no existe automaticidad entre aumento de costes laborales e innovación, pero no lo es menos que la historia ofrece muchos ejemplos de cómo la mejora de condiciones de trabajo, con su aumento de costes, ha actuado como un incentivo a la innovación. De la misma manera que un uso extensivo y abusivo de la fuerza de trabajo desmotiva la innovación, porque no se precisa para obtener grandes rentabilidades. 

Sobre la flexibilidad en la aplicación de la jornada de trabajo la ley reconoce márgenes de intervención a la negociación colectiva y al poder organizativo de las empresas. Y respecto a la gradualidad temporal en la entrada en vigor de la medida creo que existen márgenes de negociación para alcanzar un acuerdo social y político. Y aquí puede estar una de las claves.

He dejado para el final el hueso más difícil de roer, la nueva regulación del control de la jornada y horarios. En una sociedad en que “hecha la ley, hecha la trampa”, deviene importante que existan mecanismos de control eficientes por parte de los propios trabajadores, sus representantes y la Inspección de Trabajo. 

Los abusos de las horas extras, muchas no declaradas, incluso no retribuidas, el uso fraudulento del contrato a tiempo parcial y de las horas complementarias son habituales, lo que deteriora la credibilidad de las leyes y de los derechos reconocidos. Por eso el control real y efectivo de la jornada deviene clave. Me temo que esta puede ser la principal causa de oposición empresarial, aunque por decoro se camufle entre argumentos más presentables. 

El camino del anteproyecto de ley no será fácil, pero merece la pena recorrerlo. Supone una conquista de ciudadanía que viene de la mano, como en otras ocasiones, de las reivindicaciones de género de las mujeres. 

Publicaciones relacionadas