Ser el último inquilino de una finca de lujo para extranjeros: «Si hablo con los vecinos es con el traductor de Google»

Tras 50 años en su casa del Eixample de Barcelona, un fondo holandés compró y remodeló el edificio del que Xavier Olivé se niega a marchar: «Tengo claro que me voy a morir aquí»

El Eixample, el distrito donde se expulsa a inquilinos: «Hay muchas más casas Orsola»

Xavier Olivé, ingeniero industrial jubilado, 76 años, recuerda estos días un viaje con su mujer a Roma a principios de siglo. “Me encontré que había muchos alojamientos turísticos. Pensé ‘qué raro que la gente alquile pisos’… Y bueno, es lo que ahora pasa aquí”, dice. Y señala con la mano, sin disimular una mueca, la fachada de su finca, en la calle Diputación 347, y todo el entorno, que es el del Eixample de Barcelona. 

Este hombre es el último inquilino de lo que fue durante décadas un inmueble dedicado al alquiler y ahora se ha convertido en alojamientos de lujo mayoritariamente para extranjeros adinerados. Un fondo de capital holandés, Paulman Propiedades SL, lo compró en 2017 y fue echando a todos los arrendatarios a medida que finalizaban sus contratos… Excepto a Olivé, que tiene uno indefinido. “Solo quedo yo, pero bueno, tengo claro que me voy a morir aquí, no voy a hacer un traslado con 50 años de historia de mi vida”, sentencia. 

Olivé es un testigo más del proceso de gentrificación que vive la ciudad, especialmente el centro, Ciutat Vella, y desde hace unos años también el Eixample. Solo en este distrito, cuya asociación de vecinos presidió entre los 70 y los 80, se han identificado desde 2017 al menos 160 compraventas “especulativas” de fincas enteras. El objetivo de los fondos de inversión y las inmobiliarias que las adquieren es vaciarlas de sus residentes, reformarlas y alquilarlas o venderlas a precios más elevados. 

Al él le ofrecieron la posibilidad de comprar el que es su piso desde 1975, en lo que se conoce como el derecho de adquisición preferente. “Me lo vendían por más de 600.000 euros, pero el piso no lo vale”, afirma. “Lo comentamos con mi mujer, que todavía vivía, que era imposible. Esto no es un piso de lujo del Eixample, con artesonados y suelos hidráulicos, es una vivienda de 100 metros cuadrados”, explica.

Con todo, Olivé logró esquivar el desalojo y pudo conservar su piso gracias al contrato indefinido. Pero lo que no pudo evitar es quedarse solo en una escalera en la que apenas vive gente habitualmente, y cuando están ni siquiera los entiende porque hablan inglés. De las 11 viviendas, además de él solo hay otro catalán, que compró el ático con piscina. 

“Como no hablo inglés, cuando lo hacemos es a través del traductor de Google”, se resigna este vecino. La última vez que lo hicieron, fue porque querían cerrar los portones de madera que dan acceso a la finca por seguridad. Pero su relación es mínima. “Antes a lo mejor salías a tender la ropa y charlabas con la vecina de lado”, recuerda. Ahora se sorprende porque nadie la seca al aire libre. 

También le parece chocante el desprecio por las plantas ornamentales de sus nuevos convecinos. “Tienen el balcón lleno, pero cada vez que se van se les mueren. Así que cuando vienen, las reponen todas otra vez. Se vuelven a marchar, se les vuelven a morir… Y así, es una cosa absurda”, comenta Olivé. 


Xavier Olivé, sentado en un banco en el cruce entre las calles Diputació y Bailén. Tras él se observa la fachada de la finca en la que vive, en el Eixample de Barcelona

Pero lo que más le preocupa es hacerse mayor en una escalera en la que no conoce a nadie. “Ya tengo una edad, en cualquier momento me puede pasar algo, y antes sabía que si tenía un problema podía acudir a un vecino, pero ahora ya no”, se queja. 

Aun así, no está dispuesto a marcharse. Se siente demasiado barcelonés y del Eixample, el distrito que lo vio nacer y en el que vivió también con su pareja hasta que ella falleció, en 2020, coincidiendo con la pandemia. Esos fueron los años más duros, asegura, porque coincidió con las obras de rehabilitación de los demás pisos y con la entrega de llaves de los últimos de sus antiguos vecinos. 

Fueron dos desahucios “encubiertos”, dice. No hizo falta que se personara la comitiva judicial ni mucho menos los Mossos d’Esquadra. Con la sentencia y antes de la orden de lanzamiento, se fueron por su propio pie. “¿Es la ley de la oferta y la demanda, ¿no? ¿Quién puede pagar estos pisos? Pues extranjeros, porque los de aquí no tienen ese poder adquisitivo. Yo me considero clase media, pero me pones un alquiler de 3.000 euros y no lo aguanto”, dice. 

Tras la charla, y al bajar por las escaleras hacia la calle, Olivé señala una puerta y aventura: “No sé si es cierto, pero me dijeron que este piso lo compraron unos turcos con la Golden Visa”. Ya fuera, se escucha conversar en inglés a los clientes del local comercial de la finca, la panadería delicatessen Funky Baker. “Antes había un bar de gallegos, una pizzería y un colmado que luego fue tienda de ropa”, describe.

Olivé tiene la suerte de que el mercado municipal de la Concepción le pilla relativamente cerca, dice, porque en su barrio ya no quedan verdulerías ni charcuterías. “Ahora es todo de cara el turismo”, afirma. Abren locales de brunch, supermercados 24 horas… Y muchas tiendas de manicura. “Parece que todo el mundo tiene que hacerse las uñas hoy en día, no lo había visto nunca”, bromea.

Este eixamplenc no ve el futuro de la vivienda en Barcelona con optimismo. Con una regulación de alquileres en vigor desde hace un año y los pisos turísticos congelados desde hace una década, considera que la espiral de gentrificación no se ha frenado. “El tema de la vivienda no había estado nunca encima de la mesa como ahora, alguien tendrá que hacer algo, pero lo que no sé es el qué. ¿Cómo se combate esto?”. Dos días después de la entrevista, el Ayuntamiento anunció la compra de la finca Casa Orsola, símbolo de la lucha contra la gentrificación.

Publicaciones relacionadas