La alegría de contribuir

No pagamos impuestos por una especie de convicción religiosa, sino porque son la forma más eficiente de prestar algunos servicios que todos necesitamos y que la iniciativa privada no puede proporcionar

Nunca he comprendido muy bien por qué, cuando se habla de pagar impuestos, hasta quienes los defienden recurren a menudo a los mismos ejemplos: la sanidad y la educación. No lo entiendo porque, de todos los bienes públicos que proveen los estados, resulta que estos dos son de los poquísimos en los que el sector privado puede competir -al menos aparentemente- con el público.

Pero intente financiarse usted mismo su propio sistema de seguridad alimentaria igual que manda al niño a un colegio privado. Instale un laboratorio en el cuarto de invitados y se testea su propia comida. De paso, pague a un veterinario para que, cada tanto, visite a su proveedor de carne y compruebe que no están hinchando a antibióticos a las vacas que luego se va a comer usted.

Mientras está en eso, acuérdese de elegir una aerolínea que tenga un buen sistema de control del tráfico aéreo. Sin un sistema público, a las que intentan ahorrarse una peseta en eso se les caen todos los aviones. Y recuerde que ya no existe el campo, porque quienes han podido han comprado todo el suelo disponible para hacerse cada uno su propia red privada de carreteras.

No pagamos impuestos por una especie de convicción religiosa, sino porque son la forma más eficiente de prestar algunos servicios que todos necesitamos y que la iniciativa privada no puede proporcionar. 

Es un hecho bien conocido y bien estudiado: cuando el consumo de un bien no es rival, esto es, cuando muchas personas pueden beneficiarse del mismo sin tener que competir, el sector público es mucho más eficiente en su provisión que la iniciativa privada. No tiene sentido económico que cada uno tengamos nuestro propio departamento de bomberos, ni nuestro propio ejército, ni nuestra propia red de carreteras, si podemos disfrutar todos del mismo sin necesidad de competir. 

Y es que, en realidad, la iniciativa privada tampoco es más eficiente proveyendo la salud pública. Solo tiene la oportunidad de funcionar en ausencia de un sistema común, o sea, si no tiene competencia. Por eso en EE.UU. la sanidad privada le cuesta a sus ciudadanos el 17% del PIB, frente al 8% de la media de los países europeos, donde es pública.

Afortunadamente, vivimos en una comunidad donde el Estado es capaz de proporcionar todas estas cosas. Como a todos nos renta mucho más tener servicios públicos que vivir en un mundo donde cada uno tuviéramos que pagar nuestra propia seguridad, pero hay muchos países donde no tienen la misma suerte, deberíamos ir a pagar impuestos con la felicidad de quien encuentra una ganga. Con la misma alegría con la que pagamos la hipoteca, aunque sea un esfuerzo. O los estudios de un hijo. Porque sabemos que son cosas que merecen mucho la pena; porque nos ha costado mucho tiempo y mucho esfuerzo civilizatorio dar todas estas cosas por sentadas. 

Por eso no puede ser que, cuando a algunas personas les toca empezar a pagar porque sus condiciones de vida han mejorado, hagamos el mismo discurso que quienes se niegan a contribuir, que viene a ser que todo genial, pero mientras sean otros los que pagan.

No es un castigo pagar IRPF. Es una parte sustancial de ser ciudadano. Porque no es pagar, en realidad, sino contribuir. Y deberíamos felicitarnos todos porque la sociedad española, en los últimos 5 años, ha sido capaz de subir el salario mínimo un 61% hasta lograr el objetivo de colocarlo por encima del 60% del salario medio mientras seguía generando empleo. Por eso hay un montón de gente que antes no podía hacer muchas cosas y que ahora puede hacerlas. Entre ellas, también, va a empezar a poder aportar su parte al sostenimiento de los bienes comunes. Y eso es un orgullo y una alegría: la alegría de contribuir.

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