¿Qué hacer ante el riesgo de caos civilizatorio?

La fuerza del multilateralismo y de las normas comunes, con todas sus imperfecciones en el diseño y la hipocresía en su aplicación, está siendo sustituida por la imposición autoritaria y sobre todo desacomplejada y obscena de la fuerza como única norma

Las evidencias sobre la crisis de la democracia nos desbordan y, si quedaban dudas, la irrupción de Trump en la cacharrería global las ha disipado. Se trata de una realidad hiperdiagnosticada en sus efectos, pero aún no tenemos respuestas para los interrogantes clave ¿A qué democracia nos referimos? ¿Cuál es la naturaleza de esta crisis? ¿Cuáles son las causas? 

Pueden parecerlo, pero no son preguntas baladíes. Le hemos llamado democracia a realidades que hoy no reconocemos como tal. La elogiada democracia estadounidense nació en convivencia y connivencia con el esclavismo. La ensalzada democracia liberal niega derechos, como el voto, a muchas personas por el hecho de no ser nacionales del estado del que son ciudadanos. En una reconstruida democracia postnacional esta discriminación nos parecerá tan incomprensible como la exclusión de las mujeres en el llamado “sufragio universal”. 

Las democracias que hoy están en proceso de “extinción”, en expresión de Steven Forti, son las que hemos construido en el marco histórico de las sociedades industrialistas y los estados nación, en una parte del mundo. Este hábitat está desapareciendo acelerada y traumáticamente. Las personas, organizaciones e instituciones que lo habitamos nos sentimos tan inadaptadas como los osos panda ante la deforestación de los bosques de bambú. Esta es la naturaleza de la crisis de nuestra democracia.

Para construir respuestas resulta imprescindible disponer de un diagnóstico compartido sobre sus causas. Aún no lo tenemos. Al ser un proceso hiperacelerado y global que se expresa localmente de múltiples y contradictorias maneras, estamos desconcertados. En nuestras reflexiones abusamos de las explicaciones moralistas, construimos nuestros análisis a partir de la búsqueda de culpas y culpables. En palabras de Daniel Innerarity le prestamos más atención a los malos de la democracia que a los males. Esta densa niebla moralizante nos impide ver las causas profundas.

Después de años incomprensiblemente ignorada, hemos identificado la desigualdad social, en sus múltiples manifestaciones, como una de las principales causas de la crisis de la democracia. A los impactos materiales provocados por una globalización profundamente desigualitaria se le unen otros, de naturaleza emocional, que nacen de nuestra inadaptación a las disrupciones en marcha. 

La melancolía por la pérdida ocupa un lugar destacado. La pérdida –real o percibida– de estatus económico, pérdida de horizontes y de expectativas. Pérdida de la familia patriarcal y del papel del hombre viril. Pérdida de las raíces de nuestra tierra, de la patria, de la tribu en sus diferentes expresiones, de los valores de siempre, del orden “natural” de las cosas. Es la misma “pureza perdida del pasado” que según Irene Vallejo sintieron en la antigüedad. 

Los miedos ante tantas inseguridades materiales y emocionales juegan también un papel importante. Este es la gran arma común de las diversas extremas derechas. Nos conducen, a través del determinismo fatalista, a la resignación. La estrategia intimidatoria de Trump tiene esa lógica. 

Ante desigualdades, frustraciones, malestares y miedos, la ciudadanía responde ajustando cuentas con los que considera culpables. Y apoyando a quienes se presentan como sus vengadores y se ofrecen como alternativa, con un autoritarismo tecnocrático que alardea de eficacia frente a la incapacidad de los sistemas democráticos. Es una de las “revanchas” que describe Andrea Rizzi.

Sin restarles importancia, todos estos factores son más efectos que causas. Para entender las raíces profundas de la crisis de la democracia resulta útil echar una mirada a la historia. En las grandes disrupciones de época siempre han confluido, en su origen, una tríada bien conocida por la humanidad. 

Innovaciones tecnológicas que subvierten el orden socioeconómico existente, el largo parto –con cesárea–de un nuevo marco institucional y la ideología que lo promueve y sustenta. Todo ello, acompañado de diferentes formas de violencia. 

Nuestro tiempo sigue estas pautas. La digitalización ha sido clave para la irrupción de una economía hiperglobalizada que ha roto las costuras de las democracias de los estados nación. El desequilibrio de fuerzas entre un capital global de un lado y unas fuerzas de trabajo y sociedades nacionales de otro está en el origen de las desigualdades y de las dificultades para hacerles frente. Lo mismo sucede con el desequilibrio de poder que genera el desajuste entre los rápidos tiempos digitales en que se mueve la economía y la lentitud analógica con la que se mueven las sociedades, que las hace ir siempre a remolque.

Si en otros momentos la reacción frente a la desigualdad fueron las luchas colectivas, hoy priman respuestas individualistas y tribales, de la mano del agravio comparativo. Ante ello buscamos culpables y nos culpabilizamos. Obviamos que esta es una de las consecuencias de la digitalización, que, al facilitar la segregación de condiciones de trabajo y vida, dificulta la vertebración de intereses y propicia el conflicto entre identidades. 

El resultado de todo ello es desorden y descomposición política, debilitamiento de las organizaciones colectivas como espacios de socialización. La doble crisis, de función social y de modelo de negocio, de los medios de comunicación tiene su origen en el impacto de la digitalización. El uso de algoritmos es determinante en la creación de burbujas cognitivas que erosionan los pilares de los sistemas democráticos. La crisis de la democracia es sobre todo la crisis de las estructuras de mediación social construidas durante siglos para civilizar los brutales impactos de la incipiente sociedad industrial. 

Este nuevo (des)orden se sustenta ideológicamente en una idea de libertad liberticida que niega la comunidad (De Ayuso a J.D. Vance) y en la mercantilización de todas las relaciones sociales y políticas. Todo, hasta los derechos humanos, es susceptible de ser transaccionado en el mercado. Ya hablamos de democracias transaccionales.

El proceso de globalización desigualitaria, insostenible social y ambientalmente, ha entrado en descomposición. Nos lo advirtió Dani Rodrik con su trilema. Globalización económica, soberanía nacional y democracia no pueden coexistir. 

La alternativa que, de momento, se está imponiendo consiste en sacrificar la democracia. Lo comprobamos con la transformación de sistemas democráticos en modelos de autoritarismo competitivo o claramente autocráticos. La inteligencia artificial y su control oligopolístico por las grandes tecnológicas propicia una gran concentración de poder económico y político que debilita la democracia y es una fuente de desigualdades de todo tipo. 

En este proceso disruptivo avanza un modelo de reglobalización en el que resurgen los imperios y sus reglas de juego. La fuerza del multilateralismo y de las normas comunes, con todas sus imperfecciones en el diseño y la hipocresía en su aplicación, está siendo sustituida por la imposición autoritaria y sobre todo desacomplejada y obscena de la fuerza como única norma. 

Ante ello debemos evitar los análisis deterministas que nos conducen a la parálisis y la resignación. Ni el futuro que dibujan los tecno optimistas ni el de los fatalistas está escrito. Las investigaciones históricas de Acemoglu y Johnson nos confirman que, después de momentos de desconcierto y grandes destrozos, la humanidad ha sabido reconstruir nuevas formas de control social de la tecnología.

Recomponer civilizatoriamente el actual caos democrático no será fácil ni rápido. Estamos obligados a dar respuestas a corto plazo porque a largo, todos muertos. Pero no basta con políticas de resistencia, urge al mismo tiempo construir un proyecto que movilice la esperanza. Como el papel lo aguanta todo, me atrevo a apuntar algunos mimbres.

Debemos otorgar, con las consecuencias que de ello se derivan, la condición de comunes a bienes vitales para la humanidad como el medio ambiente o los datos. Urge gobernar democráticamente la digitalización con un control de su materia prima, los datos, para evitar que el oligopolio de los tecno-plutócratas actúe como arma de destrucción masiva de libertades e igualdad. Necesitamos construir nuevas estructuras de mediación social con capacidad de revertir las desigualdades en las nuevas sociedades postnacionales. Debemos reapropiarnos ideológicamente de la idea de libertad, secuestrada hoy por los mercantilistas liberticidas.

Queda por responder la pregunta del millón. ¿Y esto, quién lo hace? Aunque hoy cueste imaginarlo, Europa puede y ha de jugar un papel relevante. Disponemos de la palanca más potente, un ideal de civilización, con todas sus incongruencias pero también sus potencialidades. 

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