Padres y madres de niños y adolescentes, dejad que vuestros hijos e hijas se aburran desde pequeños, se equivoquen cuando vayan creciendo, conozcan la pena, lloren y se enfaden ante las consecuencias indeseadas de sus hechos, que se enfrenten a sus propios errores sin culpar a nadie y que disfruten cuando corresponda
Un papá entra en el comercio de telefonía con su bebé en brazos. Se dispone a esperar su turno mientras coloca al pequeño en una silla elevada ante la tablet que promociona los servicios de la tienda con vistosas fotos de su sitio web. El pequeño, de apenas unos meses, alterna el manejo de su chupete con el despliegue de imágenes y nuevas pantallas. Su pericia sólo sucumbe cuando quiere regresar a la página de inicio, momento en el que llora para llamar la atención de su papá y recibir su ayuda inmediata. No es una anécdota. Es el testimonio de una realidad que a nadie sorprende. Los nuevos habitantes del planeta poseen habilidades digitales, desde su más tierna infancia Pero carecen de otras capacidades en que nos inculcaron a los seres analógicos. El sistema educativo -escolar y familiar- no puede permanecer impasible aplicando las mismas recetas de otros tiempos pero tampoco el papanatismo de cándidas teorías bisoñas pergeñadas en un despacho sin conexión con la realidad. Las consecuencias de tales errores son evidentes. Ya los tenemos aquí: ignorancia, depresión y violencia en la adolescencia.
Nos alarma el elevado número de suicidios que se registran en adolescentes, consecuencia de depresiones graves que se ceban cada vez más con los niños y niñas cuando se acercan a la pubertad. Colegios e institutos han desplegado medidas de prevención y protocolos de seguimiento para los más vulnerables, a los que ponen una “sombra” de protección (colegas de clase) que debe estar siempre a su lado para favorecer una alerta temprana. Con mayor o menor fortuna, el sistema educativo trata de atajar las diversas disfunciones que surgen en las aulas como consecuencia de la nueva realidad en la que vive el estudiantado en estas fases tan prometedora como perversa.
Los resultados no pueden tranquilizar a nadie y menos a quienes tienen la responsabilidad máxima en la materia como son los gobiernos central y autonómicos. A la vista de los datos, tenemos pruebas sobradas del fracaso. Los múltiples textos legislativos, los vaivenes de los modelos aplicados, la profusión del reparto de competencias entre las distintas administraciones, sumados a los recortes presupuestarios, han convertido a nuestros hijos e hijas en cobayas desconcertadas e indefensas ante la avalancha de amenazas que supone el ecosistema digital y la IA en la que viven.
La ira que vemos en la adolescencia – que la Psicología atribuye a las características propias de la edad cuando la corteza prefrontal del cerebro aún está desarrollándose y las hormonas tienen una influencia determinante en el comportamiento de los sujetos- puede ser una seria amenaza tanto para el alumnado como para el profesorado porque convierte a quienes la experimentan en alborotadores, agentes de bullying o potenciales agresores que no saben controlar su violencia, si no han sido convenientemente educados previamente. Una adecuada formación básica desde la infancia, que marque con claridad los límites de la convivencia y el equilibrio entre derechos y responsabilidades, ayudará a los menores a superar la turbulenta adolescencia sin grandes traumas. Por el contrario, la ausencia de normas y jerarquías estamos viendo que puede convertir esa etapa en un siniestro agujero negro capaz de sumergir a chicos y chicas en la incertidumbre y la pérdida de referencias, haciéndolos muy vulnerables a la manipulación desde el espacio digital (pornografía y videojuegos violentos, acoso sexual, bullying, etc). Por desgracia, ya hemos visto que el miedo, siempre presente en estas edades y que las redes sociales llegan a incrementar hasta el paroxismo, puede derivar en una agresividad extrema.
Al mismo tiempo que ha llegado a nuestras pantallas la espeluznante miniserie “Adolescencia”, hemos vivido en España acontecimientos que agravan la angustia que provoca esta película. Sólo en el pasado mes de marzo, hemos tenido tres pésimas noticias que nos han abierto los ojos de lo que muchos educadores ya estaban advirtiendo. “Detenidos tres menores por la muerte de una educadora en un piso tutelado en Badajoz”, “Agresión física y sexual a un menor de sus compañeros en un instituto de Almendralejo”, “Cuatro jóvenes agreden a un menor con parálisis cerebral en un instituto de Santander”.
Es una minoría pero representa la punta del iceberg que nos da una nueva señal de alarma. En el primer cuarto de siglo de esta nueva era digital ya tenemos pruebas sobradas de los daños que pueden padecer nuestros hijos e hijas. Sabemos -tal como asegura el profesor de Psicología Luis Aguado- que los hábitos de vida influyen de forma decisiva en los cambios del cerebro al servicio del aprendizaje en la juventud. Para hacer adultos sanos y responsables hay que educarlos en la infancia y adolescencia con comportamientos para gestionar el estrés, mantener un ejercicio físico controlado y una estimulación compleja en la que tiene tanta importancia una dieta sana y baja en grasas como la práctica continuada e intensiva de la lectura en profundidad. Un ideal que poco tiene que ver con la realidad porque, como señala la reciente y tímida regulación de la Ley para la protección de menores en entornos digitales, estos suponen un riesgo cierto de problemas de salud psíquicos, físicos y emocionales en la interacción social y el desarrollo cognitivo de personas en formación. Algunos centros ya han dado un paso al frente con la retirada de tablets y pantallas de las aulas.
Está claro que, en muchos sentidos, falla el sistema educativo de la escuela, más pendiente del bienestar del estudiante que de su aprendizaje humanista. Es un modelo que no ha logrado inculcar valores humanos de respeto, empatía y responsabilidad a todo el alumnado, no ha sido capaz de marcar conceptos claros y estructurales en el seno de la comunidad educativa pero, sin embargo, ha tenido una consecuencia indeseable en la pérdida de autoridad del profesorado. El personal docente, atiborrado de protocolos y tareas burocráticas con manifiesta falta de personal y exceso de trámites, se ha convertido en víctima de los efectos negativos del sistema en la adolescencia.
No hay más que ver el aumento de denuncias de profesores agredidos o amenazados por menores o sus familias. Y es que se han puesto en manos del alumnado instrumentos de un enorme poder cuando aún no están preparados para un uso responsable de los mismos. Cualquier niño o niña puede discutir de tú a tú con sus tutores o profesores -incluso sobre los contenidos de los programas de las asignaturas-, también les pueden insultar o desobedecer impunemente ante la pasividad del resto del colectivo escolar que mira para otro lado o, lo que es peor, desautoriza a sus colegas por ausencia de un criterio común y compartido. No quisiera generalizar porque sé muy bien que no ocurre en todos los centros escolares públicos pero sí en los suficientes como para que nos preocupemos.
Si la escuela es responsable, en parte, de lo que ocurre a nuestros adolescentes, las familias lo somos mucho más, siempre buscando la excelencia de nuestros vástagos y, a veces, inmiscuyéndonos en el trabajo de los docentes. Quienes tienen niños y adolescentes en la actualidad crecieron en hogares constituidos por personas nacidas en el tardofranquismo – sobre todo de la generación del Babyboom- que quisimos que nuestras criaturas crecieran libres de las estrecheces, las normas y los estrictos límites que a nosotros nos impusieron unos padres marcados por la postguerra. Queríamos que ellos y ellas fueran felices y no padecieran nuestros sufrimientos infantiles y juveniles, tanto de la dictadura como de una sociedad pacata y reprimida. Pero estos descendientes tan consentidos han querido llevar hasta sus últimas consecuencias la búsqueda del bienestar de sus criaturas. “Lo importante es que sean felices”, dicen. O peor, tenemos progenitores fanáticos del “pin parental” que privan de una buena educación a sus hijos en derechos humanos al ver en ellos una ideología perversa.
Tremendo error plantearse como objetivo una quimera imposible como es la consecución de un mundo feliz que puede ser algo tan perverso como lo que se inventó Aldous Huxley. Y, además, es de una enorme torpeza porque si los educas para evitar todo sufrimiento o asunción de responsabilidades se verán impotentes ante la frustración y nunca aprenderán a manejar las dificultades que, sin duda, les va a proporcionar la vida. Lo que significa que jamás podrán ser felices.
Padres y madres de niños y adolescentes, dejad que vuestros hijos e hijas se aburran desde pequeños, se equivoquen cuando vayan creciendo, conozcan la pena, lloren y se enfaden ante las consecuencias indeseadas de sus hechos, que se enfrenten a sus propios errores sin culpar a nadie y que disfruten cuando corresponda. Será un gran aprendizaje para su futuro porque sabrán gestionar el fracaso cuando las cosas vayan mal y a valorar el privilegio de que todo les vaya bien. Será el mejor regalo que les podéis hacer. En la infancia y, sobre todo, en la adolescencia sólo necesitamos saber que gozamos del amor incondicional de nuestra familia para aprender a vivir una buena vida. Estamos a tiempo de enmendarnos.