La entrega de Daniel sin considerar su voluntad ni su seguridad vulnera este principio y perpetúa una lógica patriarcal que desoye las señales de alarma, que desoye a las infancias
Yo creo a Daniel
“Todo ha ido mucho mejor de lo esperado. Una entrega bastante ágil, una vez que el elemento disruptor ha desaparecido del entorno”. Estas han sido las palabras del abogado de Francesco Arcuri tras ejecutarse una orden judicial que impone a un niño de 11 años abandonar el hogar en el que ha expresado querer quedarse –el de su madre, Juana Rivas– para ser trasladado a Italia con su padre.
Desde la lógica de los derechos de la infancia, esta frase encierra una violencia simbólica que no puede ser ignorada porque la decisión que toman los jueces ha pasado por encima de la voluntad del niño para deslegitimar su voz al sugerir, el abogado del padre, que está contaminada, manipulada, interferida por la madre. Una violencia machista que está dirigida, y esto es importante, contra el niño al negarle su capacidad para saber lo que quiere.
Esta es una práctica común y habitual: la de sembrar de sospecha el modo de actuar de la madre sobre los hijos que quiere proteger. Se sabe, se ha estudiado y hay distintas resoluciones relevantes que dejan en evidencia que este tipo de afirmaciones e ideas forman parte de una estrategia frecuente en los procesos de separación y divorcio conflictivos, especialmente cuando hay antecedentes o denuncias de violencia de género. En estos procesos no son pocos los hombres, que hasta entonces habían mostrado escaso interés real en ejercer la paternidad, reactivan su papel desde un lugar que no es el afecto, sino el control. Utilizando la patria potestad y el régimen de visitas como mecanismo para demostrar su poder y castigar la ruptura. Lo que está en juego para ellos no son los vínculos, sino la restauración de una autoridad perdida. Y, en ese escenario, la madre que decide proteger a sus hijos y no ceder se convierte en una amenaza: el “elemento disruptor”.
El caso de Juana Rivas pone en evidencia las grietas profundas de un sistema judicial que sigue tolerando esta instrumentalización del derecho de familia. Sabemos –quienes trabajamos cada día con madres, niñas y niños inmersos en este tipo de procesos– cómo se despliegan mecanismos institucionales que desgastan, castigan y culpabilizan. Mientras se da por buena la versión de estos padres con antecedentes penales por violencia de género o juicios pendientes por maltrato a sus hijos, se comprenden sin condiciones sus motivos y se minimiza su responsabilidad en el conflicto existente. Frente a ellos, la madre es el problema, la que “rompe el equilibrio”, la que impide el cumplimiento de lo previsto. ¿Qué es lo previsto? Aguantar hasta que la muerte los separe.
Y para el cumplimiento de lo previsto no cabe otra opción que la negación del derecho del niño o la niña a ser escuchada y protegida. Algo que va en contra de la reciente sentencia del Tribunal Constitucional 145/2024, que establece con claridad que en contextos de violencia de género las decisiones judiciales sobre custodia y régimen de visitas no pueden tomarse de forma automática. Deben contar con una motivación reforzada que analice con rigor los derechos fundamentales en conflicto, valore el riesgo y tenga como eje el interés superior del menor. No basta con cumplir la ley; es necesario interpretarla desde el mandato de protección a las y los niños. La entrega de Daniel sin considerar su voluntad ni su seguridad vulnera este principio y perpetúa una lógica patriarcal que desoye las señales de alarma, que desoye a las infancias.
En lugar de ponderar la situación real del crío y cómo está siendo su vida ahora y si su entorno es positivo para él, el juzgado ha centrado su valoración en determinar si existía algún “elemento disruptor” que afectara a su voluntad –es decir, la madre–, y ha desechado cualquier otra variable. Una vez más no se ha escuchado a Daniel como establece la LOPIVI ni se ha contemplado su posible personación en la causa. Una vez más, son adultos, que él no ha elegido, quienes han decidido sin él y por él, anulando su derecho a expresarse, a ser creído, a ser protegido. Eso es violencia institucional, y no se ejerce solo contra las madres: también, y sobre todo en estos asuntos, contra las niñas y niños. Por favor, asumámoslo si queremos abordarlos. Desliguemos los derechos de la infancia a los derechos de sus progenitores.
Esta violencia institucional se cuela en los tribunales, en los informes psicosociales, en las decisiones que disfrazan de neutralidad lo que en realidad es la reproducción de un imaginario que coloca a las mujeres como sospechosas y a los hombres como víctimas de ellas por culpa del feminismo y las feministas. Cada vez que una madre interrumpe ese relato marcado por el orden patriarcal, se reactiva el estigma de la mala madre, de la bruja, de la fresca, de la interesada, de la manipuladora…. Juana Rivas no está siendo tratada por los tribunales como una mujer que protege, sino como una madre que manipula. Como una mujer peligrosa para el equilibrio del proceso. Como una transgresora. Esa es la otra sentencia que se dicta sobre ella cada vez que recibe un revés judicial. Redoble de condena.
En septiembre, el padre de este niño deberá comparecer en un juicio por presuntos malos tratos a su hijo. A pesar de ello –y de que la custodia concedida a Arcuri está recurrida ante el Tribunal Supremo italiano–, Juana Rivas solo podrá ver a su hijo en Cerdeña. Mientras tanto, el sistema judicial sigue sin asumir su deuda con las infancias: sin formación específica, sin perspectiva de género, sin mecanismos eficaces de escucha, sigue tomando decisiones desde la desconfianza hacia las madres y la indiferencia hacia los hijos. No es el vínculo materno lo que hay que eliminar del entorno. Es la violencia institucional la que urge interrumpir. Esa que se niega y se resiste a analizar, interpretar y valorar los hechos con un conocimiento rigurosos de los derechos de las infancias y de los instrumentos y normativas que los garantizan. Esto también lo dice una ley.