La camaradería camorrista

El fallo del asesinato de Samuel Luiz es una descripción precisa de esa clase de bravucones que actúan mejor en manada validados por el resto, el rebaño del odio: por los que también actúan, pero también por los que asienten, pero también por los que callan, pero también por los que consienten

Un estribillo que se escucha hasta la saciedad es el de “No puedo creer que esto haya sucedido en pleno —inserte aquí el año correspondiente—”. Por ejemplo, nadie se creyó que el brutal asesinato de Samuel Luiz ocurriese en pleno 2021, en una ciudad aparentemente tranquila como A Coruña, porque a menudo existe una desconexión entre nuestra percepción del mundo y lo que ocurre en él.

Por eso, entre juicios sumarísimos, debates sobre acusaciones populares o la enésima petición del Juez Peinado, me parecía importante dedicar esta columna a las condenas de la Audiencia Provincial de Coruña a los agresores de Samuel Luiz que conocimos la semana pasada. Para que no caigan en balde, para que no las entierre la siempre impasible rueda de la actualidad. La jueza ha sido minuciosa fundamentando el móvil homófobo del crimen. Así: 

—Diego Montaña: Ha sido condenado a 24 años de prisión. Fue el que inició la paliza. Es el único al que se le ha aplicado el agravante de discriminación por motivos de orientación sexual. Se considera probado que dedujo que Samuel era homosexual “por las palabras, gestos, forma de vestir, tono de voz y apariencia física”. Malinterpretó que estaba grabándole con su móvil y la emprendió a golpes con Samuel al grito de “deja de grabar, a ver si te voy a matar, maricón”.

—Alejandro Freire: Ha sido condenado a 20 años de prisión. También agredió a Samuel.

—Kaio Amaral: Ha sido condenado a 20 años y medio: 17 de ellos por asesinato y tres años y medio por el robo del móvil de Samuel.

—Alejandro Míguez: Ha sido condenado a 10 años como cómplice de asesinato.

El fallo estremece. En él se puede leer que Montaña “se abalanzó” sobre Samuel “golpeándole con puñetazos y patadas, principalmente en las zonas de cabeza y cara”. A la agresión se sumó Freire “rodeándole con fuerza el cuello con su brazo”. Y “en cuestión de segundos, se adhirieron de forma progresiva al ataque un numeroso grupo de amigos y conocidos de los acusados, que se hallaban en las inmediaciones”. Así que el fallo del asesinato de Samuel Luiz es una descripción precisa de esa clase de bravucones que actúan mejor en manada validados por el resto, por el rebaño del odio: por los que también actúan, pero también por los que asienten, pero también por los que callan, pero también por los que consienten. Bajo los efectos de la camaradería camorrista y fanfarrona estos tipos —los homófobos, los machistas, los racistas— se creen más poderosos. No lo son. Su necesidad de reafirmación grupal, su asociación pendenciera, solo es síntoma de su cobardía. 

Y el caso de Samuel ejemplifica también que, si bien es posible que puedas encender la tele y ver a dos hombres besándose en una serie, a drag queens en concursos, a mujeres influencers presentando a sus hijas en Instagram, si bien los referentes crecen y crecen, todavía no es completamente seguro ser visiblemente gay. Cuatro descerebrados pueden estar a la vuelta de la esquina buscando cualquier indicio de diferencia para despellejarla con su odio. Sí, esto sigue pasando en el 2025: Hay personas que hacen la vida imposible a los demás difundiendo odio y a veces incluso reciben recompensas públicas por ello. Por suerte, la condena, especialmente la social, también es cada vez mayor. 

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