¿Quién teme a los abogados cristianos?

Quienes silencian la libertad de expresión y hostigan judicialmente al Gobierno no son los denunciantes, sino los magistrados que dan curso a sus denuncias y peticiones. Los ciudadanos libres no tememos a los Abogados Cristianos, sino a los jueces parciales

Parece que este año la resaca de la nochevieja va a durar más de lo habitual. Un detalle nimio en la retransmisión de las campanadas en Televisión Española originó una absurda polémica que ahora llega incluso al parlamento, en forma de ley. En una tormenta perfecta se ha mezclado la fragilidad de las creencias de algunos católicos con la brutal politización de la justicia y la torpeza de un Gobierno que no valora intelectualmente a su ciudadanía. Quien sale perdiendo, una vez más, es la ciudadanía crítica.

Todo empezó cuando una presentadora mostró a cámara la estampa de un personaje televisivo, una vaca, vestido de sagrado corazón de Jesús. Era su amuleto para la nochevieja. El gesto, simpático e inocente, fue inmediatamente instrumentalizado por la fachosfera católica y los sectores más conservadores de la iglesia.

Entre otros, el obispo de Sevilla –una ciudad por la que semanalmente discurren decenas de procesiones católicas de todo tipo que colapsan la circulación– saltó indignado preguntándose en público hasta cuándo van a abusar de la paciencia de los católicos. Este prelado, que recientemente se ha posicionado a favor de las expresiones machistas y que ha recibido más de medio millón de euros de la Junta de Andalucía para una cabalgata de pasos, no parece ser la persona más indicada para presentar a los creyentes como una minoría amenazada. Sin embargo, en el mundo de la postverdad la batalla cultural de la ultraderecha se sustenta en este tipo de personajes trasnochados: con el revival del franquismo vuelven también las imágenes de curas furiosos y amenazantes.

La bola fue creciendo y algunos medios se sumaron a la campaña, intentando volverla contra el Gobierno satánico. Muchos ciudadanos que mientras se tomaban las uvas no habían dudado en sonreír con la imagen de la vaquilla sagrada empezaron a pensar que efectivamente era una blasfemia. Algunos de ellos llevan seguramente en el móvil imágenes de Lionel Messi u otro ídolo futbolístico ataviado como el hijo de dios y las enseñan como broma a sus amigos. Su indignación en esta ocasión es difusa; tiene que ver con que Pedro Sánchez utilice la televisión pública para atacar a los valores tradicionales. O algo así.

Entonces entran en acción los Abogados Cristianos. Se trata de una conocidísima asociación ultra, bien y oscuramente financiada, que se dedica a llevar a los tribunales a quienquiera que se ría en público de la iglesia católica. Esta vez denunciaron a la presentadora, al director del programa y hasta a la cadena televisiva pública. 

A largo plazo las denuncias y querellas de esta asociación apenas tienen eficacia jurídica. Aun así, disfrutan de una enorme repercusión mediática y del apoyo entusiasta de algunos jueces de instrucción. Eso los está convirtiendo en una auténtica amenaza para la libertad de expresión. No han conseguido prácticamente condenar a nadie. Sin embargo, a menudo sus denuncias son acogidas por jueces más católicos que imparciales; en vez de archivarlas por inexistencia de delito, las tramitan. Durante meses o incluso años realizan lo que llaman diligencias de investigación, por más que no haya nada que investigar. Los denunciados se ven obligados a contratar abogados y viven con la incertidumbre de estar sometidos a un proceso judicial. Eso, y el impacto mediático de las denuncias hace que sirvan como aviso, para desalentar a quien quiera criticar en público cualquier aspecto del catolicismo. En la última década, solo ha habido una condena firme por delito contra los sentimientos religiosos, pero son legión los humoristas, periodistas, activistas y artistas que han tenido que desfilar ante un juez que les pedía explicaciones.

El problema es real, pero solo porque las disparatadas denuncias de estos abogados encuentran jueces que simpatizan ideológicamente con ellos. Los mismos magistrados que archivan las denuncias por tortura contra la policía sin llamar siquiera a declarar a los agentes, aplican un criterio diferente a las denuncias católicas. De ahí la antigua reivindicación de eliminar de una vez el delito para acabar con todas estas maniobras.

Sorpresivamente, en esta ocasión, el Gobierno reaccionó con lo que parecía excesivo nerviosismo. El ministro Bolaños, indignado por la denuncia de la estampita, se apresuró a anunciar la derogación del delito contra los sentimientos religiosos. Desde hace años el partido socialista ha rechazado las numerosas propuestas en este sentido elaboradas desde su izquierda. De ahí lo llamativo del oír al ministro de Justicia, aún con los turrones en la boca, defendiendo públicamente tan necesaria reforma, convertido al bando de la libertad de expresión.

La explicación llegó pronto. El grupo parlamentario socialista, al hilo de esta cuestión, ha presentado una proposición de ley dirigida nominalmente a frenar las acciones judiciales abusivas. Su principal novedad no son las blasfemias, sino el recorte de la acción popular: se prohíbe que la usen partidos y organizaciones políticas; desaparece durante la fase de instrucción; se reducen los delitos en los que cabe y se intensifican las condiciones para ejercerla.

La acción popular es una peculiaridad española, que permite a ciudadanos y entidades acusar sin ser víctimas directas de un delito. Es especialmente útil cuando la Fiscalía, que aquí depende orgánicamente del Ejecutivo, decide no acusar. Gracias a la acción popular se han podido perseguir delitos contra el interés general en casos en que los fiscales no actuaban. Era, hasta ahora, la principal herramienta para litigios estratégicos de grupos ecologistas, feministas, asociaciones de consumidores o defensores de los derechos humanos. Ha servido para perseguir los atentados de los GAL, la corrupción de la infanta, los delitos del emérito o grandes pelotazos urbanísticos.

Si el Gobierno  quiere acabar con ella es porque recientemente son grupos ultraderechistas los que la aprovechan para perseguir a la izquierda y a los independentistas catalanes. Entre otros casos, en el dirigido contra la mujer del presidente del Gobierno. Y por ahí parece que van los tiros, pues la ley propuesta pretende aplicarse a los procesos en vigor, de modo que automáticamente decaerían, entre otras, las investigaciones contra Begoña Gómez.

Así que no es, definitivamente, la defensa de la libertad de expresión lo que guía al Gobierno. Si por fin acepta la derogación del trasnochado delito de blasfemia es como tapadera para colar también medidas dirigidas a frenar la auténtica guerra judicial que padece. En este sentido, hay pocas dudas de la motivación política de acciones judiciales como la dirigida contra la familia del presidente Sánchez. Sin embargo, combatirlas eliminando uno de los pocos mecanismos de participación popular en la justicia es algo así como matar moscas a cañonazos.

Al fin y al cabo, quienes silencian la libertad de expresión y hostigan judicialmente al Gobierno no son los denunciantes, sino los magistrados que dan curso a sus denuncias y peticiones. Los ciudadanos libres no tememos a los Abogados Cristianos, sino a los jueces parciales. Y contra eso, desgraciadamente, hay pocas soluciones rápidas.

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