Aunque parezca no creer en el cambio climático, sus acciones dicen lo contrario. Por eso se prepara para el escenario donde el hielo de Groenlandia se sigue derritiendo, se establece un nuevo flujo marítimo -y militar- y la minería se convierte en rentable
Nadie sabe si Donald Trump realmente se atreverá a llevar a cabo su proyecto de anexionar Groenlandia a Estados Unidos. Sin embargo, la amenaza ya ha permitido desvelar de manera nítida al menos dos cosas importantes. La primera, que Estados Unidos tiene muy presente el papel que jugará la escasez de recursos naturales en las próximas décadas. La segunda, que, a pesar de los continuos desprecios a la ciencia del cambio climático, incluso alguien como Donald Trump trabaja con escenarios de futuro en los que el calentamiento global ya habrá causado importantes estragos.
Las disputas y guerras por los recursos naturales no son algo nuevo en la historia, y mucho menos para Estados Unidos. A pesar de que no participó en la primera fase del expolio colonial que sí llevaron a cabo países como Portugal, España, Países Bajos y Gran Bretaña, ya desde mediados del siglo XIX demostró una enorme disposición y capacidad para apropiarse de recursos naturales que emergían en jurisdicciones ajenas. Y desde entonces no parece haber perdido tales habilidades.
Justo cuando la sobreexplotación de los suelos agrarios estaba reduciendo la fertilidad de la tierra allá por 1850, lo cual amenazaba con provocar problemas de abastecimiento de alimentos, los países desarrollados descubrieron que el guano de la costa peruana podía ser el remedio perfecto. El guano es excremento de ave marina, muy rico en nitrógeno y en consecuencia también un estupendo fertilizante, pero su acumulación en cantidades gigantes estaba disponible únicamente en ciertas islas del planeta. Así que el Congreso de Estados Unidos aprobó una norma en 1856 por la cual reclamaron más de cien islas del Pacífico y del Caribe, utilizando el argumento de que ciertos ciudadanos estadounidenses habían encontrado el guano en aquellos sitios y estaban obligados a garantizarles su explotación. Estados Unidos todavía conserva diez de esas islas, con el guano ya agotado, para propósitos científico-militares.
Una de las cosas interesantes de esta historia es que los flujos comerciales de guano fueron uno de los estímulos para construir el canal de Panamá, que estuvo bajo control de Estados Unidos desde su construcción definitiva en 1914 hasta finales de los noventa, cuando se cedió a Panamá. Precisamente ahora Trump lo reclama también para Estados Unidos alegando que es crucial para la seguridad nacional, es decir, el mismo argumento que ha manifestado para Groenlandia.
Si el guano fue durante décadas un pilar de la economía estadounidense, hasta el punto de que se importaba dos veces más guano que café, los llamados ‘minerales críticos’ que se esconden en Groenlandia son su equivalente para las economías digitalizadas del siglo XXI. Tanto los dispositivos electrónicos pequeños, como los smartphones, como los más grandes, como los motores eléctricos y los generadores, necesitan diferentes cantidades de estos minerales para ser producidos. De la misma manera que el nitrógeno limita el crecimiento de las plantas -y consecuentemente la alimentación disponible-, estos minerales son críticos porque su ausencia limita el crecimiento de la producción de tales productos. Además, la transición energética depende igualmente de ellos, ya que las turbinas de los aerogeneradores y otros conversores energéticos renovables también necesitan minerales críticos para su producción. En consecuencia, se han convertido en productos altamente codiciados; exactamente como el guano en el siglo XIX.
El capricho de la geología ha hecho que estos minerales críticos estén presentes en muy pocas partes del mundo, moldeando un nuevo terreno de juego. Algunos países tienen la suerte de disponer de grandes reservas en su territorio, mientras que otros tienen que recurrir al comercio y a su inserción en las cadenas globales de valor -o a la vía militar, si se dispone de fuerza suficiente-. Ahora mismo, por ejemplo, el 75% del cobalto se extrae del Congo y el 50% del litio en Australia, pero se procesan en China casi el 75% y más del 50% respectivamente. Y el premio gordo, el de las llamadas ‘tierras raras’, también lo tiene China, con más del 70% de la extracción y más del 80% del procesamiento en su propio territorio. Con todo, China también va a la cabeza en inversiones mineras en continentes como África o América Latina, lo que complementa con nuevas infraestructuras que facilitan el transporte de las mercancías hacia los lugares de procesamiento.
Si Estados Unidos va perdiendo la carrera por el control de los recursos críticos frente a China, mucho peor lo tiene la Unión Europea. En el informe Draghi, que desgraciadamente apenas fue leído en esta clave, se subraya sistemáticamente la grave vulnerabilidad de las economías europeas frente a esta situación. No es para menos, ya que, por ejemplo, repentinas y graves subidas de precios podrían desestabilizar economías enteras. No es sólo que se ponga en cuestión la transición ecológica -haciendo muy caro el abandono de los combustibles fósiles- sino que se pueden desatar tensiones sociales muy notables en sociedades hiperconsumistas malacostumbradas a dispositivos electrónicos sumamente baratos.
A nadie sorprenderá, entonces, que Estados Unidos haya señalado el objetivo de Groenlandia. Esta todavía extensa región de Dinamarca con apenas 60.000 habitantes posee grandes depósitos de minerales críticos, incluyendo tierras raras. Precisamente por ello ha firmado pactos de minería tanto con la Unión Europea como con Estados Unidos. El problema principal es el clima, ya que todavía es demasiado frío como para que se puedan extraer tales minerales de manera viable y rentable. Incluso el hielo obstaculiza el transporte marítimo en invierno. Sin embargo, todo el mundo sabe cuál es la dirección a la que apunta el clima, ¿o no?
Esta es la segunda e irónica enseñanza de la amenaza de Trump. Aunque parezca no creer en el cambio climático, sus acciones dicen lo contrario. Por eso se prepara para el escenario donde el hielo de Groenlandia se sigue derritiendo, se establece un nuevo flujo marítimo -y militar- y la minería se convierte en rentable. Y quieren recuperar terreno a China en la gran cuestión del siglo XXI: los recursos naturales. Tal y como dije en otro artículo, la posición ideológica de Trump y Musk no es la del negacionismo climático sino la del darwinismo social. Saben que el mundo está cambiando radicalmente, pero su apuesta es a favor de ser ellos y los suyos los primeros en salvarse. Sus ideologías están estructuradas a partir de sus instintos de supervivencia.
Ahora bien, una población de 60.000 habitantes como la de Groenlandia, inclinada a favor de la independencia política, es muy sensible a una disputa de este tipo. En mi opinión, es improbable que veamos algo similar a una invasión militar. Es mucho más verosímil que los acuerdos comerciales de los próximos años, ya dentro del nuevo contexto de una amenaza militar, se acaben reformulando en beneficio de los intereses estadounidenses.
La gran pregunta es qué hace la Unión Europea con todo esto. Los países con una tradición europeísta más acentuada, y además los más importantes, como Alemania y Francia, tienen actualmente gobiernos débiles. Por el contrario, la internacional reaccionaria de Trump y Musk dispone de aliados en los gobiernos de Italia y Hungría, entre otros, al tiempo que está alentando a las ultraderechas de otros países. Mientras tanto, el Reino Unido tiene un gobierno laborista débil, asolado por las graves mentiras y ataques de Musk, pero que tampoco se atreve a recomponer su relación con la Unión Europea -la única opción viable para no convertirse en un satélite muy menor de Estados Unidos-. El caso de España es bien conocido: una economía coyunturalmente al alza, un gobierno progresista débil, unas derechas radicalizadas, una izquierda sumida en una infantil guerra civil y, en suma, la posibilidad cada vez más alta de que los tentáculos reaccionarios tomen otra plaza europea en los próximos años.
En definitiva, la disputa por Groenlandia y sus minerales críticos no es un simple capricho político ni una anécdota más del excéntrico Trump; es un síntoma de las tensiones globales que definirán el siglo XXI. En un contexto donde el cambio climático reconfigura territorios y abre nuevas fronteras de explotación, las grandes potencias compiten ferozmente por asegurar recursos estratégicos que sustenten sus economías y su influencia geopolítica. Exactamente como hicieron en el siglo XIX, aunque no exactamente a través de los mismos medios. La inacción o la debilidad política de regiones como la Unión Europea solo aceleran esta carrera desigual, donde no hay ganadores claros, pero sí un planeta y sociedades cada vez más fragmentados sobre el telón de fondo del calentamiento global y la agudización de la crisis ecosocial. Al final, el destino de Groenlandia simboliza mucho más que una cuestión de soberanía: refleja los límites de un modelo económico insostenible y la necesidad urgente de repensar nuestra relación con los recursos y el poder.