Medias verdades

Si la verdad tuviera hoy algún valor, los Musk y Zuckerberg se la habrían adueñado; ahora saben que no vale nada, y por eso la lanzan como un hueso para que nos revolquemos por el fango para alzarnos con ella mientras todo lo demás ocurre

El otro día en el autobús camino a mi pueblo estábamos los de siempre –los pobres– y no había sitio para sentarse, ni para estar de pie ni suspendido en el aire; respirar era un privilegio solo al alcance del conductor –gracias a Dios– y, bueno, cualquiera que haya cogido el 44 a la altura de Santa Isabel hasta Alcantarilla a las dos de la tarde sabe que el infierno tiene poco que ver con esa chatarra que escribió Dante. A mi lado había uno mirando Facebook y yo estaba mirando Twitter. Me había puesto en el móvil un regulador de tiempo de uso de redes sociales, para intentar pasar menos tiempo haciendo doomscrolling, viendo vídeos en un bucle infinito y, en definitiva, hacer algo más provechoso con mi vida. Pero el pin parental no sirve de nada si te lo sabes.

Como ya no entro en Facebook más que para poner una frase de Kase O –religiosamente– todos los 1 de septiembre (esa de “Septiembre empieza con su ‘oh, Dios mío’ con ropa veraniega pa joderse de frío”), me quedé mirando la timeline del tipo; a veces nuestras cookies nos definen más que nuestros actos. No vi nada fuera de lo normal en los posts que cotilleé, pero me llamó la atención que compartía todo lo que veía casi como si fuera un reflejo de la mano. Entre ellos, varios enlaces a artículos de periódico. Y claro. Estos días se está hablando mucho de la decisión de Mark Zuckerberg, CEO de Meta, de cortar de raíz el programa de verificación de datos que intentaba poner parches al agujero negro de desinformación en el que se han convertido sus redes sociales. Ahora el control pasa a la turba, esa democracia algorítmica de “Notas Comunitarias”, donde cualquier iluminado puede decidir qué es verdad y qué es mentira.

Su argumento es que el sistema anterior era demasiado severo, que cometía errores y censuraba cosas inofensivas. Pero en el fondo, esto huele más a política que a buena intención. Con Trump de regreso al trono y una ola de testosterona republicana barriendo Silicon Valley, Zuckerberg ha cambiado el rumbo para bailar al ritmo de los nuevos amos del discurso. No sorprende que Meta haya donado un millón de dólares para la investidura de Trump o que la junta directiva ahora tenga más aliados del expresidente que una tertulia en Fox News. Nadie se acuerda de que fue precisamente la falta de control lo que permitió a Facebook ser el caldo de cultivo de bulos que nos trajeron hasta aquí, desde elecciones manipuladas hasta negacionismos de manual. En una entrevista reciente con Joe Rogan, se soltó el pelo y se lanzó a reclamar mayor energía masculina en las empresas. La solución es volver a los códigos de la tribu: poder, fuerza y cero autocrítica. No es casualidad que haya trasladado los equipos de moderación de California a Texas, ni que haya suavizado las políticas sobre inmigración y género. Meta está virando al tono y la estética de los tiempos: menos verificación, más pelea. 

Nosotros andamos en mitad de todo eso, como sardinas en lata en el transporte público, tragando basura y creyendo ingenuamente que la verdad nos pertenece, que tenemos el control, cuando la realidad es otra: no compartimos porque queramos decir algo, sino porque hemos sido entrenados para reaccionar y formar parte del ruido. La verdad ha pasado de ser el aire a ser la bruma; de ser lo único que importa a convertirse en un telón para tapar otras cosas. Ha dejado de ser rentable y eso, en el universo de los Zuckerberg y los Musk, es el equivalente a dejar de existir. Si hoy día tuviera algún valor, se la habrían adueñado; ahora saben que no vale nada, y por eso la lanzan como un hueso para que nos revolquemos por el fango para alzarnos con ella mientras todo lo demás ocurre.

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