Su abuelo la agredió sexualmente durante 12 años y hoy ayuda a otras víctimas: «Lo peor es todo lo que vino después»

Educadora social y divulgadora, Claudia Muñoz Campillo utiliza sus redes sociales para hablar de violencia sexual hacia la infancia y los efectos que tuvo para ella, con los que sigue lidiando; su perfil se ha convertido en un refugio para personas que cada día le escriben para contarle sus historias

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A los casi 100.000 seguidores que ven cada día su perfil en Instagram, Claudia Muñoz Campillo les habla de cómo impacta en una vida y en un cuerpo haber sido víctima de abuso sexual en la infancia, les pone al día de sus avances médicos y altibajos emocionales mientras sigue lidiando con varios problemas de salud aparecidos después que su abuelo materno la agrediera. Sucedió desde que tenía 7 años y hasta los 19 –a sus 22 él “lo volvió a intentar” por última vez–. Claudia pone luz sobre una realidad a la que habitualmente la sociedad no quiere mirar: solo en España, cada hora se presenta una denuncia por agresión sexual en la que la víctima es un menor de edad. La mitad de ellas, con menos de 13 años.

Fuera de sus redes, que se han convertido en un refugio para muchas personas que le cuentan sus casos, Campillo acompaña a otras víctimas a través de Mar de Mariposas –la asociación que ha fundado– y da charlas y talleres con los que busca concienciar y también hacer posible que quienes han pasado por ello tengan un espejo en el que mirarse para comenzar a atravesar el proceso largo y difícil que es la recuperación: “Te das cuenta de que cuando eras pequeña moriste y nació otra tú con una estructura completamente rota. Aun así, no eres eso que te pasó”, esgrime esta educadora social.

Cuesta imaginar lo que suponen para una niña y adolescente más de una década de agresiones sexuales perpetradas por parte de quien se supone que debería cuidarle y protegerle. ¿Era consciente de lo que estaba pasando?

Era consciente de que aquello no me gustaba, pero no podía ponerle nombre. No sabía lo que estaba ocurriendo aunque me acuerdo perfectamente de decirle que me dejara en paz y él decirme que tenía que aguantar un poquito más. Ahora, cuando pienso en esa época, sí me doy cuenta de que realmente sabía que eso no debería de estar pasando y que no quería.

Es habitual que los agresores utilicen estrategias de manipulación, engaño o amenazas, abusan de la confianza y del vínculo y generan confusión y culpa para que las víctimas no hablen.

Sí, los agresores con lo que más juegan es con la amenaza, con el silencio y con generar en las víctimas esa vergüenza y ese miedo que en muchos casos impide contarlo. En mi caso, utilizaba mucho el tema del secreto, me decía que teníamos un secreto entre él y yo y que nadie lo podía saber. Entiendo además que alguna amenaza debía recibir, pero nunca he recordado de qué tipo.

Con 19 años se lo cuenta a su familia más cercana, empezando por su madre. ¿Cómo fue esto para usted?

Yo creo que fue el paso más duro. Me sentía fatal y no quería que lo pasaran mal, me decía a mí misma ‘mi abuelo ya me ha hecho daño ¿por qué se lo voy a hacer yo ahora a ellos?’. La conversación que tuve con mi madre es la más difícil que he tenido nunca, pero sentí su apoyo desde el primer momento y hacerlo me ayudó.

Hay otra parte de la familia que, sin embargo, le rechazó.

Sí, hace seis meses. Son familiares que sabían lo que había pasado porque es algo que no nos hemos callado, pero nunca habíamos hablado del tema hasta el punto de que cuando estuve ingresada en un centro de salud mental, sabían que estaba allí por este motivo, pero nunca me preguntaron ni comentaron nada. Se vio claramente el tabú que supone esta realidad. Antes de que saliera el libro que he escrito, en el que hablo de ello y cuento lo que mi abuelo me hacía y me obligaba a hacerle, quería hablar con ellos. La conversación fue muy dura, hubo muchos gritos y mucha agresividad verbal, no me creyeron, piensan que mi mente me ha jugado una mala pasada, que me ha podido pasar algo así, pero no con mi abuelo, que es imposible que él lo hiciera.

¿Hasta qué punto son habituales estas reacciones en estos casos?

Por desgracia son muy frecuentes. Hay que tener en cuenta que en la inmensa mayoría de los casos, más del 80%, el agresor es un familiar o una persona muy cercana a la familia y eso cuesta mucho asumirlo. Ahora con la asociación lo veo muy claramente: la mayoría de la gente tiene algún familiar que no le cree.

¿Qué consecuencias tiene esto?

El daño emocional es enorme, genera sentimientos de culpa, vergüenza y aislamiento, además de hacer que el trauma se sienta aún más profundo. Es un golpe directo a la autoestima y a la confianza porque no encontrar apoyo en quienes deberían protegerte refuerza la sensación de soledad y abandono. En muchas ocasiones, este rechazo puede ser tan doloroso como la propia agresión porque se cumple el miedo de que al hablar podemos romper con la familia, un miedo que muchas veces llevamos arrastrando y que, al hacerse realidad, intensifica aún más el dolor.

¿Para usted qué ha sido lo más difícil de todo este proceso?

Lo peor para mí no ha sido tanto el hecho en sí, sino todo lo que vino después: el duelo de ver pasar a gente que no te cree, la culpa y el miedo con los que convives y que en muchos casos llevan a las autolesiones y en mi caso también al trastorno de conducta alimentaria… Toda esa necesidad de castigarte porque sientes que habitas un cuerpo que no es tuyo. He tenido muchas secuelas físicas y emocionales y es muy duro que, habiendo pasado unos años, todavía sigan ahí. Que cuando ya has hecho mucha terapia y mucho trabajo personal, te das cuenta de que a día de hoy eres como eres porque cuando eras pequeña moriste y nació otra tú con una estructura completamente rota. Aun así yo siempre digo que no eres eso que te pasó, pero cuesta muchísimo llegar a poder ver qué hay detrás.

Se ha convertido en referente en redes sociales en la divulgación de estos temas, ¿recibe muchas consultas de personas que le cuentan sus casos?

Cada día. Ya sea de personas que lo han vivido o de familiares que buscan orientación para acompañarles. Es impactante la cantidad, hay días que me llegan 100 mensajes y otros 20, pero es cada día. Esto demuestra cuánto necesitamos espacios seguros donde se pueda hablar sin miedo ni tabúes. Mi objetivo siempre es que quien me escriba sienta que no está sola y que sepa que aunque ahora sea una herida muy grande, se puede conseguir cerrarla y convertirla en cicatriz para que no duela de la misma manera.

Hay datos –ya antiguos– que apuntan a que uno de cada cinco menores de edad sufre o ha sufrido agresiones sexuales infantiles. ¿Es una realidad que como sociedad no queremos ver?

Completamente. Y de hecho es que esta lucha no debería ser solo de las víctimas y supervivientes, sino de toda la sociedad. En general no hay conocimiento de esto, no hay educación sexual y muchísimos centros educativos ni siquiera saben qué protocolo seguir o con qué herramientas contar ante un caso así. Me he encontrado con profesores y profesoras que me han dicho directamente que no lo quieren abordar porque es trabajo de las psicólogas. La sociedad no está realmente preparada para asumir las estadísticas que tenemos encima de la mesa.

¿Por qué cree que ocurre?

Creo que tiene que ver con lo que comentaba: la mayoría de agresores son conocidos y familiares. Eso hace que cueste mucho verlo, aceptarlo y actuar. Para mí, mi abuelo fue un agresor, pero para mi tía es un padre bueno. Esto supone enfrentarse a una realidad que duele.

Sin embargo, vivimos en un momento en el que hay sectores y partidos como Vox muy beligerantes contra la educación sexual. ¿Cómo afecta esto?

En última instancia, esa negación de la educación sexual hace que esto siga pasando.

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