El interrogatorio del juez Carretero es una muestra de que otros canales de denuncia siguen siendo necesarios porque las mujeres no estamos siempre a salvo ni frente al Derecho, ni frente a las decisiones judiciales que se ocupan de ejecutarlo
Hemos presenciado el vergonzoso interrogatorio que el juez Adolfo Carretero ha espetado a una presunta víctima de agresión sexual, Elisa Mouliaá. Lamentablemente, no es la primera vez que sucede ni parece que vaya a ser la última. El abuso de poder es evidente, la falta de imparcialidad también. Hay que plantear preguntas para recabar indicios, pero no de forma tendenciosa. Si las denunciantes son prejuzgadas y sometidas al molde que define a la víctima ideal, está claro que el proceso judicial desalienta y revictimiza. Estos interrogatorios incisivos y ofensivos, que ya prohíbe la legislación vigente, se orientan a la absolución performativa del presunto agresor en la idea de que la víctima estaba predispuesta y su consentimiento implícito.
Hace tiempo que el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (Cedaw, por sus siglas en inglés) constata la existencia de pruebas reforzadas en los juicios de agresión sexual, pruebas diabólicas que obligan a las mujeres a demostrar su inocencia. Que en España falta formación y sensibilización de género en la judicatura, ya lo sabemos. No hay más que ver la cantidad de cuestiones de constitucionalidad que tuvo que superar la ley de violencia de género o el modo en que ciertas Audiencias evitan aplicarla todavía. Por esta razón, entre otras, hace falta que sean los Juzgados de Violencia contra la Mujer los únicos que se ocupen de estos casos. Sería deseable, además, que el renovado CGPJ, que ha abierto un expediente al juez Carretero tras recibir 900 quejas sobre su interrogatorio a Mouliaá, siguiera reaccionando como no lo ha hecho hasta ahora y desacreditara siempre este tipo de actuaciones. Faltan medidas disciplinarias en el espacio judicial.
En este país solo se denuncia una de cada diez agresiones sexuales. El 90% acaban cayendo en un agujero negro. Apenas se denuncia, hay muchas renuncias a las denuncias, escasa protección a las víctimas, pocas condenas y contradenuncias de los agresores convictos. Los estereotipos de género restan credibilidad a las mujeres.
En el resto de Europa tampoco es muy diferente. Según la última encuesta europea sobre violencia de género (2022) el 13.7% de las mujeres europeas han sufrido violencia sexual alguna vez en su vida desde los 15 años (casi dos millones y medio), pero buena parte de ellas no acude nunca ni a la policía ni a los juzgados.
A raíz del caso Errejón se ha criticado mucho a Cristina Fallarás por recoger testimonios de mujeres anonimizadas que dicen haber sufrido agresiones sexuales. Según las críticas, los hombres tienen miedo a los linchamientos, a la cancelación y a la muerte civil, aunque nada de esto supera el filtro de los hechos.
La cuestión es que esos relatos no son denuncias ni pruebas (quien señaló a Errejón, de hecho, no lo hizo nominalmente), más bien funcionan como un resarcimiento terapéutico inmediato, sin necesidad de sentencia ni condena. Hablamos de espacios de seguridad y confianza a los que ha recurrido continuamente el feminismo a lo largo de su historia. Ahí están los grupos de autoconciencia, que se crearon en EEUU en los años sesenta, dando lugar a lo que después se llamó el “feminismo radical”. Una corriente según la cual el sistema de dominación sexual masculina convierte el sexo en una categoría social impregnada de política y que considera a las mujeres víctimas de una opresión, ejercida a través del cuerpo, la sexualidad y la reproducción.
Por lo demás, denunciar en los juzgados no es un deber sino un derecho. Por eso tenemos otros sistemas de acreditación de la condición de víctima reconocidos jurídicamente (centros de crisis, servicios sociales, servicios especializados, juzgados de lo social o inspecciones de trabajo, por ejemplo).
Interpretar una red compartida de testimonios como un linchamiento es intentar cancelar un debate social que tiene que darse, alimentar la cultura de la violación y cultivar prejuicios sexistas. Esta es una estrategia muy utilizada para amparar los pactos de silencio propios de la homosociabilidad tóxica. Los silencios que han acompañado la violación continuada de Gisèle Pelicot, las redes de pederastia en la Iglesia, las complicidades en los prostíbulos o la trata en las fronteras. Es la misma estrategia que excluye de la violencia sexual a los varones “normales” insistiendo en la falsa idea de que los violadores son siempre seres patológicos y manzanas podridas. La estrategia de quienes dudan sistemáticamente de las mujeres y creen que no distinguimos entre el “mal sexo” y la violación, o que somos tan mojigatas y puritanas que nuestros remilgos morales no nos permiten diferenciar el pecado del delito.
Entre otras cosas, el machismo consiste en individualizar los problemas estructurales haciendo recaer sobre las mujeres la responsabilidad heroica de hacerse cargo de todo. En muchos casos, se identifica el rol de víctima con una posición limitante y se anima a sustituir el trauma personal que provoca la agresión por una experiencia supuestamente empoderante en la que la ausencia de consentimiento propio transmuta en un oculto deseo afirmativo. En las relaciones sexuales, “buena parte del deseo se alimenta del silencio, que permanece oculto”, decía Ana Iris Simón en una columna reciente. La autonomía sexual no se identifica aquí en el consciente sino en el subconsciente, aunque esto, por supuesto, no solo nos inhabilita como víctimas sino como denunciantes dado que anula por completo la posibilidad de probar algo en un proceso judicial.
En fin, el linchamiento no es cosa del feminismo. En caso de existir, sería, más bien, un problema de espectacularización. Lo que busca el feminismo es que la calificación y la valoración de las conductas se acomoden a las vivencias y los testimonios de las mujeres consideradas en su conjunto. Por eso exige formación feminista para la judicatura y una dinámica procesal más centrada en ese testimonio y esas vivencias, sin despreciar ningún canal de identificación ni de expresión. El objetivo es que no prevalezcan razonamientos y prejuicios sexistas sobre lo que es o no es una relación sexual o sobre la sexualidad “socializada” de varones y mujeres.
El interrogatorio del juez Carretero es una muestra de que esos canales siguen siendo necesarios porque las mujeres no estamos siempre a salvo ni frente al Derecho, ni frente a las decisiones judiciales que se ocupan de ejecutarlo.