La reputación progresista que tiene el sector tecnológico es engañosa: sus tendencias conservadoras, como la celebración de la riqueza, el poder y la masculinidad tradicional, han sido evidentes desde la fiebre de las puntocom en la década de los 90
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Un influyente medio de Silicon Valley publicando un artículo de portada para quejarse de cómo se ha “afeminado” el mundo de la tecnología. El importante director general de una tecnológica arremetiendo contra los llamamientos de un líder negro de los derechos civiles que pide diversificar la mano de obra en el sector. Tecnólogos enfurecidos contra la “policía de lo políticamente correcto”.
No, no estamos hablando de Silicon Valley en la era Maga [Make America Great Again, el lema de campaña de Donald Trump]. Estamos en el sector tecnológico en los años 90, cuando los analistas comenzaban a preocuparse por las tendencias derechistas de Silicon Valley y por la posibilidad de un “tecnofascismo”.
A pesar de la reputación progresista que tiene el sector (una fama a menudo inmerecida), sus fundamentos reaccionarios vienen cocinándose casi desde el principio. Con Silicon Valley inaugurando una segunda Administración Trump, los orígenes de género que explican su primer movimiento reaccionario pueden servir para comprender el actual giro a la derecha.
Culto al poder masculino
En los años 90, durante el apogeo de las puntocom, muchos críticos alertaron por el creciente fervor reaccionario. “Olvídense de la utopía digital, podríamos estar encaminándonos hacia un tecnofascismo”, escribió el veterano periodista de tecnología Michael Malone. En otra publicación, la escritora Paulina Borsook calificaba el culto que Silicon Valley hacía del poder masculino como “ligeramente evocador de la década de los 30 y los primeros festejantes del eurofascismo”.
En gran parte, sus voces fueron silenciadas por los entusiastas tecnólogos del momento, pero Malone y Borsook habían visto un Silicon Valley construido en torno a la reverencia por el poder masculino sin límites que se resistía con fuerza a cualquier cosa que lo desafiara. En la raíz de este pensamiento reaccionario estaba el intelectual público y escritor George Gilder. Gilder era uno de los evangelistas más elocuentes de Silicon Valley y un popular “futurólogo” que pronosticaba las próximas tendencias de la tecnología. El boletín de noticias sobre inversiones que puso en marcha en 1996 tenía tantos suscriptores que provocó que sus lectores se apresuraran a comprar acciones, un fenómeno que se dio a conocer como ‘efecto Gilder’.
Gilder era una persona socialmente conservadora que llevó su ideología a Silicon Valley. En los años 70 se había dado a conocer como discípulo del conservador William F. Buckley y como provocador antifeminista. En un momento en que las mujeres se incorporaban al mercado laboral a un ritmo sin precedentes, Gilder escribía libros defendiendo la necesidad de volver a los roles de género tradicionales y diciendo que la causa de problemas sociales como la pobreza se encontraba en la desintegración de la familia nuclear. También cargaba contra los programas federales de asistencia social, y especialmente contra los que ayudaban económicamente a las madres solteras, asegurando que convertían a los hombres en “cornudos del Estado”.
En 1974, la Organización Nacional de Mujeres nombró a Gilder “Cerdo Machista del Año”, una distinción que él llevaba con orgullo.
George Gilder durante una entrevista en 1981 en Boston.
A principios de los 80, Gilder celebraba la existencia de un vínculo entre el capitalismo, el espíritu emprendedor y la familia nuclear. Decía que los empresarios eran las personas más morales y benévolas de la sociedad, porque traían productos al mundo, sin ninguna garantía de beneficios, y después reinvertían lo generado en la economía. Para Gilder, el emprendimiento era también un mecanismo para rechazar al Estado del bienestar y volver al papel social del hombre como sostén de la familia. Insistía en que los hombres tenían más aptitudes biológicas y sociales para el emprendimiento que las mujeres, y que un énfasis en ese espíritu empresarial podía servir para volver a la estructura tradicional de la familia nuclear, con sus rígidas divisiones de género. Usando el lenguaje religioso (era un cristiano devoto), escribió que los empresarios eran seres humanos que “conocen las reglas del mundo y las leyes de Dios”.
Gilder no fue ni mucho menos el primero en celebrar la figura del empresario en la cultura, ni el primero en vincularla con la masculinidad. Como ha demostrado el académico Michael Kimmel, el ideal del “hombre hecho a sí mismo” lleva casi 200 años siendo uno de los fundamentos de la masculinidad en EEUU. Un ideal que también ha estado vinculado siempre a su papel como “sostén” de la familia nuclear. El economista Joseph Schumpeter desarrolló en el siglo XX una teoría del capitalismo que tenía a los empresarios como su fundamento, aunque su visión era mucho más pesimista: creía que, con el tiempo, el capitalismo se terminaría derrumbando.
En un momento en que el industrialismo estadounidense estaba en declive, Gilder contribuyó a revivir el fervor por el emprendimiento, así como la creencia en un poder moral de los empresarios superior al de los trabajadores industriales y al de los empleados fieles. Gilder insistía cada vez más en la idea de que los empresarios estaban mejor preparados que los “expertos” del mundo académico o del Gobierno para conducir al país hacia el futuro.
Riqueza y pobreza, el libro que Gilder publicó en 1981, fue conocido como la Biblia de la Administración Reagan. El presidente republicano empezó a incorporar elogios al espíritu emprendedor en sus propios discursos. “Estoy tentado de decir que ‘emprendedor’ es otra forma de decir ‘EEUU’”, dijo Reagan en una ocasión. A lo largo de la década, Reagan aprovecharía el mito del emprendimiento para justificar las teorías del ‘efecto derrame’ en la economía y los recortes a los programas federales de asistencia social.
Gilder se dejó llevar por sus propias ideas sobre el emprendimiento y puso la mirada sobre Silicon Valley. Decía que la floreciente industria de las tecnológicas era la expresión más pura de espíritu empresarial que había en el mundo. No es ninguna sorpresa que se sintiera atraído por la industria tecnológica del condado de Santa Clara, en California. El estado tenía sus propios y poderosos mitos sobre la masculinidad y el poder. Era el final de la extensa frontera, el final del destino manifiesto, y el lugar de la antigua fiebre del oro donde muchos hombres (blancos) se habían hecho ricos en el siglo XIX. Contraintuitivamente, también era el lugar de nacimiento de gran parte del movimiento conservador moderno, así como de la carrera política de Reagan.
Convertir a los emprendedores en estrellas
Gilder publicaba sus ideas en una época en que las salidas a Bolsa creaban riqueza instantánea, a una velocidad sin precedentes, para los fundadores de las start-ups. Los nuevos ricos aumentaban la fascinación por Silicon Valley y parecían confirmar el poder del emprendimiento en el mundo de las tecnológicas. A lo largo de los 80 y los 90, otros medios de comunicación hicieron suyo el planteamiento de Gilder: los emprendedores de las tecnológicas ofrecían un camino esperanzador para la economía de EEUU, para la masculinidad, y para el progreso humano en general.
La revista Time usó directamente la visión de Gilder sobre el emprendimiento para promocionar al entonces prometedor empresario Steve Jobs. En un artículo de portada de 1982 hablaba de Jobs como uno de los “estadounidenses que se arriesgan” y no solo se están haciendo ricos sino “llevando a Estados Unidos a las industrias del siglo XXI”. En el artículo también salía Gilder diciendo que “las posibilidades de invención y de emprendimiento son ahora mayores que nunca antes en la historia de la humanidad”. Artículos como ese cumplían varias funciones con los lectores. Ayudaban a justificar la riqueza en rápido crecimiento de una nueva clase de empresarios tecnológicos; estimulaban a una nueva generación de lectores para que siguieran el mismo camino; y reforzaban la imagen cultural de emprendedores que, en su mayoría, eran varones, jóvenes, y blancos.
Este tipo de coberturas se intensificó cuando los empresarios de Silicon Valley empezaron a pasar del hardware al software. Como escribió en su día el periodista de tecnología Dave Kaplan, el software “no necesitaba ni una fábrica que construir, ni recursos naturales que explotar, solo el cerebro” del emprendedor detrás de la empresa.
La cultura de las tecnológicas daba cada vez más espacio y protagonismo a jóvenes empresarios que habían cosechado su éxito con unos pocos miles de líneas de código de programación. Por supuesto, Gilder sostenía que el software era la expresión más pura del genio empresarial: un mundo cerebral basado en información, libre de las limitaciones materiales del tiempo y espacio.
A mediados de los 90, los medios descubrieron a Marc Andreessen, un joven empresario que se acababa de hacer millonario con la salida a Bolsa de su empresa Netscape. Como estudiante de la Universidad de Illinois, Andreessen había formado parte del equipo que creó un navegador fácil de usar para la incipiente World Wide Web. Lo habían llamado Mosaic y estaba hecho de solo 9.000 líneas de código (los ordenadores Windows de la época necesitaban aproximadamente ocho millones de líneas de código para funcionar). En 1994, Andreessen se trasladó a Silicon Valley y lanzó una versión comercial de Mosaic a la que llamó Netscape Navigator. En 1995, Netscape salió a Bolsa y Andreessen ganó 58 millones de dólares de la noche a la mañana [unos 55,7 millones de euros]. Tenía 24 años.
La edad no fue obstáculo para que los medios recibieran a Andreessen como un genio en toda regla, alguien que de verdad se merecía su recién descubierta fortuna, un líder para el futuro de Estados Unidos. En 1996 Andreessen apareció en una portada de la revista Time que anunciaba la era de los “cerebritos de oro”. El artículo prometía que el nuevo Silicon Valley “recompensaría a las personas a las que el capitalismo debe recompensar, empresarios dinámicos, y no monopolistas rapaces ni tiburones financieros”. Usando la mitología de Hollywood, el artículo sostenía que los nuevos y adinerados empresarios formaban parte de “una película de Frank Capra, y no de [una película de] Wall Street”.
A menudo, esa cobertura periodística implicaba beneficios económicos directos para estos empresarios. En una industria cada vez más basada en las ideas, el bombo publicitario lo era todo. Como dijo en aquella época Larry Ellison, consejero delegado de Oracle, “no hay ningún lugar como Silicon Valley, donde tu talento puede ser magnificado, y donde la proyección por ello se convierte en dinero en efectivo”. La adoración a los empresarios les proporcionaba más poder de forma directa, y seguía inspirando a otros jóvenes para que siguieran el mismo camino.
Combatir lo “políticamente correcto”
En el bombo que se dio a los empresarios durante los 90 no solía mencionarse el género o la ideología abiertamente de derechas. Pero los elementos reaccionarios del ideal empresarial se hacían visibles cada vez que era cuestionado el poder creciente de los emprendedores tecnológicos. Silicon Valley formó parte así de una lucha más generalizada contra lo “políticamente correcto”. Es decir, una lucha contra la inclusión y contra los intentos de no ofender a personas que tradicionalmente han sido marginadas. A lo largo de la década, Silicon Valley lideró la guerra contra la “policía de lo políticamente correcto”. Los emprendedores también llegaron a convertirse en fieros guerreros culturales contra lo políticamente correcto. A menudo, las personas que defendían con más entusiasmo a los emprendedores tecnológicos eran también las que más luchaban contra los intentos por reconocer y respetar la diversidad.
Este doble impulso que se hizo evidente en Upside, una revista sobre empresas tecnológicas que habían fundado en 1989 dos jóvenes conservadores y amigos de Gilder. Lograron rápidamente una pequeña lista de suscriptores con mucha influencia, entre los que figuraban el legendario capitalista de riesgo Arthur Rock; el cofundador de Intel, Robert Noyce; y el célebre conservador William F. Buckley. El equipo editorial hizo desde el principio una firme defensa del espíritu emprendedor y una crítica agresiva a cualquiera que amenazara su forma específica de entender el mundo empresarial.
Trabajadores de Intel en 1971, en la ciudad de Santa Clara.
En un caso infame de 1990, la revista publicó en portada un artículo con la siguiente pregunta en negrita: ¿Se ha vuelto ‘nenaza’ Silicon Valley?. The pussification of Silicon Valley [El ‘afeminamiento’ de Silicon Valley], decía el título dentro. El artículo sostenía que el sector de las tecnológicas estaba siendo víctima de la feminización y de lo políticamente correcto. Los autores no se oponían a las mujeres y a las minorías en los negocios, decían, sino a un tipo de “hombre de la nueva era” que era “sensible y afectado, un quejica”.
Los autores se deleitaban con el malestar y la indignación generados entre las mujeres de su propia plantilla por el uso de la palabra ‘pussy’ [‘coño’, aunque también se usa para decir que alguien es cobarde]. Se jactaban de que su redactora jefa, una mujer, les hubiera amenazado con encabezar una huelga de empleadas por el artículo. Decían que la forma de solucionar el problema era reafirmando el viejo y glorioso enfoque “anti pussy” de las empresas, priorizando rasgos masculinos como la pelea, el riesgo, la “contundencia”, y la “dureza”.
Uno de las personas detrás de aquel artículo de portada fue Michael Malone, el mismo periodista que después alertaría del auge del “tecnofascismo” en Silicon Valley. Ya en el siglo XXI, Malone reconoció su papel en el fomento de este tipo de “fascismo” y dijo estar arrepentido por el artículo en torno al concepto ‘pussy’.
Los emprendedores tecnológicos también asumieron directamente la tarea de librar las guerras culturales. Ninguno lo hizo en mayor medida que TJ Rodgers, director general de la empresa Cypress Semiconductor. Aunque el recuerdo de Rodgers se haya borrado de Silicon Valley, en los años 80 y 90 era uno de sus personajes más célebres. Su empresa era una fábrica de microchips muy exitosa, un éxito que no podía separarse de Rodgers, una estrella en ascenso. Como escribió la revista Upside, el “producto más famoso” de Cypress era “el propio TJ, que no tiene pelos en la lengua”.
Según Andy Grove, de Intel, Rodgers era un “maestro manipulando a la prensa”. Rodgers había aprendido rápidamente el arte de atraer la atención de los medios especializados en negocios. En un acto que organizó para la prensa en 1988 repartió unos 300.000 dólares en monedas de oro entre sus empleados. En 1990, cuando Mijail Gorbachov visitó el norte de California, publicó un anuncio a toda página en un medio local invitando al presidente soviético a las instalaciones de Cypress para mostrarle las maravillas del capitalismo.
A lo largo de los 90 este empresario sin pelos en la lengua dio lugar a varios espectáculos mediáticos de gran visibilidad en los que se enfrentaba a la corrección política y a las demandas por mejorar la diversidad en Silicon Valley. Uno de ellos tuvo lugar en 1996, cuando una monja llamada Doris Gormley escribió al director general de una empresa de Silicon Valley informándole de que en su calidad de accionista no pensaba votar al consejo de administración propuesto ya que carecía de diversidad de género y racial. En respuesta, Rodgers escribió una carta que hizo llegar a otros accionistas y que reprodujo en publicidad de los medios en la que contesta a la monja que se “bajara de su pedestal moral”. “Sus opiniones parecen más propias de lo ‘políticamente correcto’ que de lo ‘cristiano’”, decía.
También suscitó una polémica en 1999, cuando el político y activista por los derechos civiles Jesse Jackson llegó a Silicon Valley con la esperanza de incrementar la participación de latinos y negros en la mano de obra de las tecnológicas. Su ONG tenía pensado comprar 100.000 dólares en acciones de 50 empresas tecnológicas para que Jackson pudiera asistir a las juntas anuales de accionistas. La reacción de Rodgers fue organizar una gira por los medios locales calificando de oportunista a Jackson y rechazando la necesidad de diversidad en las tecnológicas. En la televisión local, Rodgers describió a Jackson como “una gaviota que entra, se caga en todo y sale volando”.
En conjunto, estos esfuerzos generaban polémica y atención. En un mundo que se basaba cada vez más en las personalidades de sus protagonistas, el espectáculo de lo políticamente incorrecto podía servir para captar la atención de los inversores (hombres blancos, en su mayoría). Uno de los directores de la revista Upside predijo con acierto que el artículo de ‘pussy’ es “el que nos va a hacer famosos”.
Estas medidas también ayudaban a mantener a raya las posibles amenazas contra el creciente poder de estos empresarios varones. Los lectores de Upside alabaron a la revista por el artículo sobre el ‘afeminamiento’ de Silicon Valley, al que consideraban de lo mejor que habían leído en años; y daban las gracias al equipo editorial por atreverse a cruzar la línea del buen gusto. En respuesta a sus piruetas, Rodgers recibió cientos de cartas de apoyo, entre ellas de los presidentes de Hewlett-Packard y de Advanced Micro Devices (AMD), dos de las empresas más poderosas de Silicon Valley en el momento. Como consecuencia directa de las acciones de Rodgers, decenas de inversores se comprometieron a aumentar su participación accionarial en Cypress.
De derecha a izquierda: Elon Musk, Sundar Pichai, Jeff Bezos, su pareja Lauren Sánchez, Mark Zuckerberg y su esposa, Priscilla Chan, durante la toma de posesión de Trump.
El creciente “tecnofascismo”, como lo llamaban los críticos de la época, encontró un freno temporal en el crack bursátil de las puntocom de los 2000. La reputación de George Gilder se vio gravemente dañada por no predecir el derrumbe. Y la quiebra de cientos de start-ups atenuó en gran medida el bombo publicitario en torno a las tecnológicas. Pero una nueva generación de entusiastas de la tecnología ya había llegado a Silicon Valley buscando fama, riqueza y poder. Elon Musk, Peter Thiel y otros habían incorporado las lecciones de los 90. Al comienzo del nuevo milenio, estaban listos para dejar su huella en el futuro, guiados por los sueños reaccionarios del pasado.
Los titanes de Silicon Valley de 2025 están siguiendo el mismo patrón. Mark Zuckerberg ha anunciado que Meta pondrá fin a sus programas DEI [por las siglas en inglés de Diversidad, Equidad e Inclusión] y que cambiará las reglas para que la red social fuera más permisiva con publicaciones discriminatorias y acosadoras. En el podcast de Joe Rogan, Zuckerberg dejó clara su motivación: la cultura empresarial se había alejado de la “energía masculina”, dijo, y necesitaba reinstaurarse tras haber sido “castrada”.
Elon Musk ha transformado a Twitter en X, una red social que en gran medida es ahora una respuesta a lo que denuncian como el “virus de la mentalidad woke”, el nuevo nombre para lo políticamente correcto. El propio Marc Andreessen, el “niño genio” de los 90, encuentra cada vez más inspiración en los futuristas italianos, un movimiento de artistas fascistas que a principios del siglo XX glorificaban la tecnología a la vez que trataban de “derrumbar” el feminismo.
Pero en la historia de Silicon Valley esto no es una anomalía ni un problema pasajero. Es un crescendo de las fuerzas centrales en las tecnológicas. Sobre los cimientos de Silicon Valley se está construyendo el actual surgimiento de los titanes tecnológicos de la derecha.
Beca Lewis es investigadora de posgrado en la Universidad de Stanford, dónde se doctoró en Comunicación. Está trabajando en un libro sobre el auge de las tendencias reaccionarias en Silicon Valley y en Internet.
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Traducción de Francisco de Zárate