Combatir la mentira y el bulo no solo se ha convertido en un imperativo ético, un acto heroico en la charca y cloaca informativa, es una obligación democrática; no entro en las obligaciones de los creyentes porque ese es un cantar privado
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Todos nos preguntamos qué podemos hacer para combatir la mentira y los bulos, todos menos los mentirosos y buleros que, por cierto, mienten sobre sus propias mentiras y autoría.
Lo cierto es que la mentira, eso es un bulo, anida en la política desde tiempos muy atrás. En nuestro atrás inmediato, cómo no invocar la memoria del periodista falangista Emilio Romero, el que nos instruyó sobre el único camino de la derecha plutocrática minoritaria para gobernar: mentir a los electores, a todos. La mentira como arma política.
Pero de las mentiras ajenas y próximas daba cuenta ya François Babeuf, periodista revolucionario francés, cuado solo había papel y lápiz y las redes a las que se culpa ahora de los bulos y las mentiras no existían; decía el revolucionario guillotinado que la mentira viaja con los gastos pagados mientras que la verdad se tiene que abrir paso puerta a puerta. Es la mentira siempre, solo el vehículo en el que se traslada cambia.
En esto de los gastos pagados nos ilustró el filólogo Viktor Kemplerer, fino analista de las mentiras de Goebbels que convencieron a casi todo el pueblo alemán –y vino lo que vino–. Cuenta y recuerda cómo en su estancia como profesor en Nápoles, la gente se arremolinaba a las puertas de los periódicos tras las cotidianas mentiras publicadas gritando ¡pagato, pagato! Un clásico eso de la relación del periodismo con la mafia, en este caso, la camorra.
Donald Trump es un mentiroso sistémico, con apoyo tecnológico, torcedor de la verdad y padre nutricio de las mentiras y bulos globales con descendencia y parentesco moral allende sus fronteras y réplicas en nuestros lares
Lo chocante es el rechazo, sin embargo, escolástico y en la moral pública, al menos en nuestra cultura judeocristiana, a la mentira. Muy mala tiene que ser cuando ya en los primeros textos, cuando no había ni papel ni ondas ni red, un ser superior hace casi cuatro mil años, esculpió a fuego en piedra un octavo mandamiento que decía: No darás falso testimonio ni mentirás, y se lo entregó a uno de sus profetas. Si hubiéramos estado presentes en aquel momento, una especie de rave, tal vez muchas de las víctimas de las mentiras, fundacionales, fundamentales, corrientes, habrían clamado: ¡mentira, postureo!
Para la mochila de los resistentes, cómo no asombrarse de una de las afirmaciones recientes de Donald Trump, beneficiario y mentiroso sistémico, con apoyo tecnológico, torcedor de la verdad y padre nutricio de las mentiras y bulos globales con descendencia y parentesco moral allende sus fronteras y réplicas en nuestros lares, pongamos que en Madrid, y no me refiero solo a la inquilina de la Puerta del Sol. Trump ha dicho que quiere volver a la religión y devolver el cristianismo a su gobierno; no ha dicho cuál o si va a unirlos, ni si con un decreto presidencial va a abolir el octavo mandamiento.
Ciertamente, combatir la mentira y el bulo no solo se ha convertido en un imperativo ético, un acto heroico en la charca y cloaca informativa, es una obligación democrática; no entro en las obligaciones de los creyentes porque ese es un cantar privado.
Pero no es solo un problema político, judicial, mediático, se miente sobre mojado y sobre un personal ya previamente pingueando. Y no es nuevo, de ahora. Como una herramienta más, no una solución, porque siempre habrá pecadores contra su dios y lo que más me incumbe, bulos contra la democracia, dejo esta propuesta de Bertrand Russell en un artículo suyo, Pensamiento libre y propaganda oficial: en las escuelas de primaria hay que enseñar desde niño el arte de leer con incredulidad los periódicos. Estoy de acuerdo, hay que empezar por la educación.